Por: Héctor Abad Faciolince
28 Nov 2009
Diario El Espectador
Bogotá Colombia
YO NO CREO EN EL DIABLO, PERO ME parece que hace poco lo conocí, al menos en una de sus muchas encarnaciones.
El tipo se presenta como un señor respetable de saco y corbata —un empresario— que tiene un trabajo importante en la industria química. Aclamado por sus colegas, ganador de premios y medallas, fue nombrado miembro de la Academia de Ciencias, pero quizá nadie en la historia del mundo le ha hecho tanto daño al planeta Tierra como él. Su nombre es anodino y pocos lo conocen: Thomas Midgley.
Supe de él por un libro extraordinario: Una breve historia de casi todo, de Bill Bryson. Quien quiera entender la historia y el precario equilibrio de nuestro planeta, sus riesgos, sus maravillas, sus misterios, debería leer este libro, claro y ameno, que tiene incluso una versión para niños.
A Midgley se le deben dos de los inventos más dañinos del siglo 20: el aditivo de plomo para la gasolina (ethyl o plomo tetraetílico) y los clorofluorocarbonos (CFC o freón), los grandes culpables de la aniquilación del ozono atmosférico. Como dice Bryson, “una sola molécula de CFC es aproximadamente diez mil veces más eficaz intensificando el efecto invernadero que una molécula de dióxido de carbono… y el dióxido de carbono no es manco que digamos en lo del efecto invernadero. En fin, los CFC pueden acabar siendo el peor invento del siglo XX”.
Los líderes del mundo se reúnen la semana próxima en Copenhague, para tratar de llegar a un acuerdo sobre las emisiones de dióxido de carbono y así mitigar sus efectos sobre el calentamiento global. Pero quizá esta reunión ni siquiera habría sido necesaria de no haber sido por los inventos de Midgley, quizá la persona que más daño le ha hecho a la atmósfera terrestre desde aquella catástrofe del meteorito que provocó la extinción de los dinosaurios.
Podrá pensarse que este diablo no era un demonio deliberado, sino un pobre inventor que no era consciente del desastre que sus inventos desencadenaban. No es así. A este “químico catastrófico” muchos de sus colegas científicos le escribieron para advertirle sobre los efectos letales que podía tener el plomo en los organismos vivientes. Cuando la General Motors, la Du Pont y la Standard Oil empezaron a producir en gran escala este aditivo para la gasolina, los obreros de sus fábricas tuvieron síntomas de enfermedades graves: saturnismo, desorientación, agresividad, ceguera, alucinaciones, fallas renales… El mismo Midgley se intoxicó con plomo, pero tanto él como los empresarios ocultaron estos efectos colaterales del aditivo que les estaba llenando los bolsillos de plata.
Ellos mismos pagaban las investigaciones sobre los efectos del plomo inhalado, pero no daban a conocer los resultados. Mientras en Europa se llegaba a la conclusión de que incluso una de las causas de la decadencia del Imperio Romano había sido el plomo (que los patricios consumían con el vino), pues se sospecha que en buena medida enloqueció a los gobernantes, Midgley organizaba ruedas de prensa en las que se lavaba las manos con Ethyl y aspiraba su dulce aroma para demostrar lo que sabía que era falso: su inocuidad para la salud.
El plomo que el aditivo de Midgley arrojó a la atmósfera lo seguimos respirando todavía hoy. Incluso hay teorías bastante serias que asocian el crecimiento de la delincuencia en las ciudades con la alta exposición al plomo. El plomo produce daños graves en el cerebro, que se manifiestan en mayor agresividad y menos cociente intelectual.
En cuanto a los efectos nefastos de su otro invento, los CFC, sobre la atmósfera y la capa de ozono, Midgley no alcanzó a vivir para enterarse de ellos. Como en una Némesis o venganza divina, lo último que hizo Midgley —al enfermarse de parálisis— fue inventar una máquina con cuerdas y poleas que, con un motor, le ayudaban a moverse. Pues bien, cuenta Bryson que en 1944 el inventor se enredó en las cuerdas y la máquina en marcha lo estranguló. Un poco tarde para el mundo; el daño ya estaba hecho. Del daño se hablará en Copenhague la próxima semana.
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