SALIERON UNIDADES EN CAMIONES carpados desde El Paramillo, o desde Urabá o desde Bajo Cauca; atravesaron el sur de Bolívar: descansaron en el corregimiento de San Bernardo en Tamalameque y recibieron las últimas órdenes. El 27 de mayo del 99 salieron hacia Ocaña; en la Ye de Astilleros fueron detenidos media hora por el Ejército, que los confundió con guerrilla.
Siguieron hacia Petrolea y Campo Dos. Fueron dejando un reguero de muertos. La Defensoría del Pueblo encendió las alarmas. La Fuerza Pública no se dio por entendida. Más aun, el general Bravo Silva declaró que la toma paramilitar de la región era una “quimera”. El 17 de julio entraron a Tibú, se tomaron ocho manzanas y dejaron una docena de cadáveres. El 21 de agosto entraron a La Gabarra: masacraron a 21 ciudadanos. Ni la Policía ni el Ejército actuaron. Siguieron otras y otras masacres: Filo Gringo, el Tarra, Tres Bocas, Río de Oro. Entre abril y septiembre, 39 personas más fueron asesinadas.
En Cúcuta ya habían matado a 12 pobladores en los barrios Antonia Santos y Doña Ceci. Carlos Castaño había declarado a El Tiempo, el 15 de marzo del 99: “Entraremos al Tarra antes de un año”. Cumplió su palabra; quizá su contrato. Total: 4.000 víctimas y 30.000 desplazados. La complicidad de la Fuerza Pública está fuera de toda duda. Bravo Silva fue destituido y, hace cuatro días, el entonces comandante del Batallón Saraguro de Tibú —condenado a 40 años por colaboración con los paramilitares— denunció ante la Fiscalía que el DAS y el comandante de la Segunda División del Ejército, general Fernando Roa Cuervo, colaboraron con Mancuso en la planeación y la ejecución de todas esas brutalidades sin nombre. El Iguano, uno de los comandantes paramilitares, aceptó con el cinismo que cría la impunidad, haber asesinado a 2.000 ciudadanos. La revista Semana reveló el uso de altos hornos y piras hechas con llantas para volver polvo los cuerpos de sus víctimas. Para rematar, entre 2007 y 2009 van 18 ejecuciones extrajudiciales verificadas en la zona, sin contar los que se conocen con el elusivo nombre de falsos positivos. La región, 10 años después, no se repone del terror que esas masacres desencadenaron y cuya historia está dramáticamente recordada en el libro lanzado el miércoles pasado en la Biblioteca Nacional: Memoria: Puerta a la esperanza, resultado de un riguroso trabajo de investigación hecho por Minga y Progresar.
El Catatumbo produce petróleo desde 1920. En 1935 estalló la primera huelga, llamada “del arroz” porque la petición fundamental era la mejora de la comida en los casinos obreros. El movimiento sindical por reivindicaciones obreras ha corrido parejo con las demandas agrarias de los campesinos. En el año 87 estalló el gran Paro del Nororiente, que sacó a calles y carreteras a 10.000 campesinos y obreros. La producción de petróleo había comenzado a declinar y los precios del cacao y del café, tradicionales cultivos campesinos, a bajar. Se abonó así el terreno para la actividad guerrillera y la siembra de coca como cultivo alternativo ilegal. Los paras entraron con el argumento de sacar a las guerrillas —lo que lograron parcialmente—, pero en el fondo buscaban detener la organización social que cuestionaba la política petrolera, el abandono del campo y la regulación de la actividad minera del carbón. El establecimiento les pagó con tierras robadas a los desplazados y con el monopolio de la comercialización de la cocaína.
Cumplida la primera fase del plan, las Auc entregaron armas, mas no sus estructuras, y las fuerzas oficiales retomaron el control del orden público, bajo el señuelo de la Seguridad Democrática. Saneado así el ambiente social, el gobierno de Uribe impuso a pupitrazo limpio en el Congreso el nuevo Código Minero, que les da todas las garantías a las grandes transnacionales mineras. El verdadero resultado positivo de la toma paramilitar del Catatumbo fueron la defensa del oleoducto Caño Limón-Coveñas y la explotación de las riquísimas minas de carbón de la Serranía de Tibú entre los ríos Sardinata y Río de Oro. Es la misma estrategia usada tras el oro en la Serranía de San Lucas, en el norte de Cauca, en el occidente de Caldas y en los ríos San Juan y Atrato, que beneficia a la empresa Kedhada. Tras el carbón de Landázuri y el Carmen de Chucurí está la Rio Tinto Mining Co. y tras el de La Jagua de Ibirico, la Drummond. En resumen, el inventario geológico nacional ha sido la guía de la ruta paramilitar. El nuevo Código Minero viene a sancionar en derecho lo que los paras hicieron de hecho.
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