domingo, 27 de abril de 2014

El descubrimiento del paraíso

La hora de América Latina
Texto leído por el poeta, novelista y ensayista colombiano en el Encuentro Federal de la Palabra, en el marco del Foro Pensar América Latina, realizado la semana pasada en Buenos Aires, Argentina.
Por: William Ospina / Especial para El Espectador
Hay una epopeya que nadie nos ha contado, la única comparable a la conquista de un planeta desconocido: el avance de unos pueblos despojados, hace treinta mil años, por el territorio de América. En medio de su extraordinario rigor podríamos sin embargo llamarla El descubrimiento del paraíso.

Aunque en la edad que termina los hechos sólo se recordaban cuando los cumplían los europeos, esa primera población de América por inmigrantes asiáticos podría ser un hecho fundamental para el futuro. Porque todos en el mundo somos extranjeros, pero quizás sólo los latinoamericanos lo sabemos. Y, como bien afirma Richard Sennett, es fundamental que aprendamos a comportarnos como extranjeros, arraigados con amor pero con cautela en un territorio desconocido, para no incurrir en los saqueos y las depredaciones que obran los que se sienten dueños para siempre, los que presumen de una excesiva familiaridad con el mundo.

Antes, todos los pueblos tenían esas cautelas, todas las mitologías antiguas expresaban ese asombro y esa reverencia con el universo natural, y yo diría que el error de la modernidad es que se siente demasiado dueña del mundo.

Los pueblos indígenas fueron aquí los primeros inmigrantes y en sus sabidurías de treinta mil años descifrando e interpretando un mundo extraño, han de estar muchas claves para la supervivencia de este planeta y de las especies que viajan en él por el mar de leche de diosa de las galaxias.

Creo que en estos tiempos es un privilegio que podamos llamarnos “el continente de los extranjeros”, aunque, repito, todos en el mundo lo somos. Esa falta de familiaridad excesiva sólo puede traducirse en respeto y asombro, y el asombro es el comienzo de la filosofía. “Esa suerte de estupefacción dolorosa con la que —según Schopenhauer— comienza toda filosofía, y que llevó al filósofo a afirmar que “la filosofía debuta, como el Don Juan de Mozart, por un acorde en tono menor”.

Digo estas cosas en Buenos Aires porque no quiero olvidar que la obra de Jorge Luis Borges está marcada fundamentalmente, y hasta siento la tentación de decir “exclusivamente”, por el asombro, por la perplejidad.

Cada aurora, nos dicen, maquina maravillas/
capaces de torcer la más terca fortuna;/
hay pisadas humanas que han medido la Luna/
y el insomnio devasta los años y las millas./
En el azul acechan públicas pesadillas/
que entenebran el día. No hay en el orbe una/
cosa que no sea otra, o contraria, o ninguna./
A mí sólo me inquietan las sorpresas sencillas./
Me asombra que una llave pueda abrir una puerta,/
me asombra que mi mano sea una cosa cierta,/
me asombra que del griego la eleática saeta/
instantánea no alcance la inalcanzable meta,/
me asombra que la espada cruel pueda ser hermosa,/
y que la rosa tenga el olor de la rosa.

Algunos creyeron alguna vez que Borges era un autor europeo, o europeísta: qué grave error. Si hay una obra que Europa no sería capaz de escribir, es la de Borges: es imposible ser más americano, es imposible ser más latinoamericano, y acaso es imposible ser más argentino. Porque es mucho más que una metáfora decir que aquí está todo el mundo “sin superposición y sin transparencia”. Este es el país de los inmigrantes, el país de todas las tradiciones, y eso incluye al mundo indígena, ese Camino del indio que con el mismo asombro nombraba Atahualpa Yupanqui:

Caminito del indio, sendero colla sembrao de piedras,/
caminito del indio que junta al valle con las estrellas/
y que cantaba con voz conmovedora Hugo del Carril.

Los pueblos indígenas sintieron siempre la familiaridad que inspira respeto por el mundo, no la familiaridad que permite destruirlo. Recuerdo que hace diez años, cuando llegué por primera vez a la India, yo creía que iba a encontrarme con una realidad radicalmente distinta al mundo latinoamericano, y me sorprendió sentir que más bien lo que hay allá es lo que habría llegado a ser este mundo americano si no hubiera hecho irrupción en su crecimiento el orden occidental. El templo del jaguar y de la serpiente, el rito del agua y del sándalo, el rito del fuego y las lámparas de flor de loto que llevan el fuego de la plegaria por las aguas del río. Por algo llamaron indios a nuestros indios.

Pero hay otra razón por la cual conviene sentirnos un poco extranjeros en el mundo, y es por el orden de pesados privilegios que le han correspondido a la especie humana, y que la hacen sentirse en cierto modo por fuera del universo natural. Baudelaire lo dijo de una manera inmejorable: “¿No soy acaso un falso acorde/ de la divina sinfonía?”. El poeta colombiano Porfirio Barba Jacob lo expresó de un modo semejante: “Entre los coros estelares/ oigo algo mío disonar”.

Sólo a través de los lenguajes del arte los seres humanos logramos reintegrarnos a la armonía cósmica. El privilegio terrible consiste en que el mundo pertenece al orden de la necesidad y nosotros somos los únicos que pertenecemos, o creemos pertenecer, al orden de la libertad: tenemos sueños, tenemos propósitos, siempre queremos trazarle un rumbo a nuestras vidas y un rumbo a la historia.

Con la irrupción de Occidente hace cinco siglos, llegaron a esta tierra en clave de urgencia los imperativos de la modernidad. El mercado, que trafica por igual con metales, con pieles, con maderas, con manufacturas, con comodidades, con seres humanos, con licores, con armas, con estupefacientes. También fueron llegando los ideales de la época: la democracia, la libertad, la igualdad y la fraternidad, la religión del espíritu, la división de los poderes públicos, la ciencia, la industria y la tecnología. Nada de eso se nos propuso como una opción, todo como un deber imperioso.

Gracias al peso de la tradición indígena, quizá gracias a esa cautela de extranjeros que habían manejado en su relación con el mundo, el universo natural americano estaba prácticamente intocado. Ya hace dos mil setecientos años el Tao te king recomendaba que alteráramos mínimamente el orden natural. Corregir excesos, moderar desbordamientos: la presencia humana no se debía sentir demasiado en el mundo. Pero los seres humanos tenemos la conmovedora y terrible capacidad de aprender y de transformar, somos una fuerza ciclónica de transformaciones sobre el entorno.

En esta época de conmemoración de los bicentenarios, vale la pena preguntarnos si nos separamos de Europa para intentar ser distintos o sólo para seguir haciendo lo mismo por nuestra cuenta. Pero así como la conquista europea de América fue un hecho nuevo, desconocido, irrepetible, de dimensiones monstruosas en el peor y en el mejor sentido del término, también la Independencia fue un hecho nuevo: nosotros fuimos los primeros en enfrentar y derrotar el colonialismo moderno.

Y si la Conquista trajo la modernidad, la Independencia le dio otra vuelta de tuerca a la idea de modernidad. La Conquista había fundado la esclavitud y la servidumbre modernas: la costumbre de hacer esclavos y siervos a los miembros de otras razas y otras culturas, todo instaurado bajo el principio de pureza, de limpieza de sangre. La Independencia nos impuso en seguida el deber de abolir la esclavitud y de abolir la servidumbre en términos jurídicos, pero dejó pendiente la tarea de incorporar a indios y esclavos en el orden social, y postergó por mucho tiempo la tarea de interrogar su universo cultural y redefinir con él nuestro horizonte de civilización.

Melancólicamente Konstantino Cavafis escribió a comienzos del siglo XX:

Gente venida de la frontera anuncia que ya no hay bárbaros/
¿Y ahora qué destino será el nuestro sin bárbaros?/
Una solución eran esas gentes.

En el ejercicio de exterminar a los supuestos salvajes y de borrar a los supuestos bárbaros, Occidente se aplicó a magnificar la barbarie real en su propio seno. Ya la traía de antes: era la barbarie de la pureza. Gracias a ella César cortó en un solo día la mano derecha de diez mil galos, Roma borró a Cartago con fuego y con sal, el cristianismo levantó guerras contra infieles, cruzadas contra herejes, tribunales y hogueras contra disidentes.

Pero los distintos —eso significaba la palabra bárbaro para los romanos— eran necesarios, y hoy sabemos que si algo necesita una civilización para sobrevivir es el diálogo con otras civilizaciones. Estamos muy acostumbrados a oír la celebración de lo que la sociedad industrial y tecnológica sabe hacer, pues nos lo recuerdan noche y día los medios hegemónicos y la publicidad, pero lo que callan aplicadamente es lo que esta cultura no sabe hacer.

Nuestra época sabe mucho de crecimiento pero poco de equilibrio, sabe ofrecer al ciudadano el consumo pero no sabe proponerle la creación, sabe ofrecer novedades pero no sabe conservar tradiciones, sabe hablar del futuro pero descuida o calumnia la memoria, sabe dominar y transformar la naturaleza pero no sabe respetarla ni conservarla, habla demasiado del globo pero no habla suficientemente del lugar.

Hace poco Stephen Hawking sostuvo que este planeta no bastará para satisfacer nuestras expectativas inmediatas y que necesitamos urgentemente explorar dos o tres planetas que puedan satisfacernos. Pero ese ironista sabe muy bien que no encontraremos en los próximos trescientos años a dónde llevar a la humanidad que ya tenemos hoy, y que lo que hay que examinar es el modelo de expectativas al que hemos llegado. No es la humanidad la que necesita muebles que lleguen del otro extremo del planeta, no es la felicidad humana la que exige este frenesí de desplazamientos que consume combustibles fósiles, degrada el ambiente y nos transforma en ese oximoron: el viajero sedentario. No es la salud humana la que impone que los alimentos tengan que recorrer enormes distancias hasta nosotros o tengan que ser modificados en su estructura genética. La industria y la publicidad diseñan e imponen el modelo, y podrían denunciar como criminal todo esfuerzo por alterarlo.

Si algo nos enseña el deterioro ambiental es que no sobreviviremos sin equilibrio; si algo nos enseñan la crisis de civilización, la debacle moral y la depresión generalizada es que no las superaremos sin grandes aventuras de creación; si algo nos enseñan el vértigo y el vacío de la época es que necesitamos el bálsamo de la tradición, sus memorias y sus rituales; si algo nos enseña el cambio climático es que no sobreviviremos sin un nuevo respeto por la naturaleza; y si algo nos enseñan la degradación de los mares y la atmósfera, la contaminación de los ríos y el basurero universal es que para salvar el globo hay que pensar en lo local, que para salvar el agua planetaria tenemos que proteger los manantiales.

Esto es lo que quería decir. Que América Latina está en condiciones de decirse a sí misma y de decirle al planeta que la civilización no puede ser una mera estrategia de mercado. Que si fuimos los primeros en derrotar el colonialismo, tenemos que ser los primeros en enfrentar la suicida teoría del crecimiento, impulsada no por las necesidades de la especie sino por la inercia del lucro; que al crecimiento hay que oponer una teoría del equilibrio; que los pueblos no quieren opulencia sino dignidad, austeridad con riqueza afectiva, menos consumismo y más creación, menos automatismo y más calidez humana, que la felicidad es más barata de lo que pretende la civilización tecnológica; que ante estas bengalas del espectáculo la vida requiere sencillez y arte, sensualidad y alegría, refinamiento de la vida y un sentido generoso de la belleza.

Toda familia merece una fina vajilla de porcelana para muchos años y no una costosa vajilla de plástico para cada día; bellos muebles hechos por artesanos cercanos y no apresuradas mercancías traídas del otro extremo del mundo. Tener una industria local nos dignifica como productores y nos enorgullece como consumidores. Pero también cada ser humano merece toda la herencia de la civilización humana, sus artes y sus filosofías, sus inventos y sus rituales, sus lenguas y sus dioses.

“El destino, que es ciego a las culpas, suele ser despiadado con las mínimas distracciones”, escribió Jorge Luis Borges. La verdad es que el mundo que hemos construido descuida muchas cosas que son esenciales: descuida educar en el afecto, en la responsabilidad y en la solidaridad, descuida la naturaleza y sobrevalora las mercancías, descuida la tradición y sobrevalora la novedad, descuida el hacer y sobrevalora el consumir, descuida la necesidad y sobrevalora la libertad. Pero no basta defender la libertad, también hay que poner freno al egoísmo.

Creo que por primera vez la agenda de América Latina coincide plenamente con la agenda del globo. Las prioridades ya son las mismas: salvar el único planeta habitable que tenemos en todo el universo accesible. Tal vez en esta encrucijada de la historia nuestra simbólica condición de extranjeros, la memoria indígena de la primera y abnegada globalización, los mitos de la naturaleza, nuestra perplejidad borgesiana, esta capacidad de sentir el mundo en nuestras venas y el aleph en el sótano de nuestra casa, esta dificultad para identificarnos con cualquier tipo de pureza, el privilegio de no pertenecer a ningún centro y la capacidad de percibir desde la periferia las virtudes y los peligros del modelo, nos autorizan y nos permiten, más que a otros, formular estas propuestas serenas de cara al futuro.



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