jueves, 10 de abril de 2014

Ciudad y Ambiente

Por: Grupo de estudio Socialismo en América Latina y Círculos Socialistas de Antioquia
Medellín, 6 de abril de 2014.

Conceptos

La ciudad es la obra más compleja y maravillosa de la humanidad, y sin duda, la más colectiva de todas. A pesar de todas las transformaciones que a través de la historia se han producido, sigue siendo, tal como lo concebía el mundo clásico, el espacio privilegiado de la convivencia, el intercambio cultural y político, el arte, la ciencia y la filosofía. Por lo tanto es también, el escenario más caracterizado y más complejo del conflicto social. Cada revolución pone en escena una ciudad distinta, pues ella es la sede del poder y de las instituciones, una especie de “joya de la corona” para todas las sociedades en todas las épocas.

Las ciudades igualmente sufren y expresan los conflictos cuando estos se tornan violentos: unas veces sitiadas, otras veces devastadas, saqueadas o bombardeadas, destruidas y reconstruidas, nunca dejan de ser una resultante del quehacer humano, y hasta sus cicatrices se convierten en monumentos históricos que pueden ser vistos por turistas y visitantes. La ciudad es huella histórica, pero no cualquiera, puesto que guarda la autoestima y la cultura de los pueblos como un legado para todas las generaciones futuras.

Las ciudades son historias acumuladas y conflictos sintetizados. Cada una es por tanto particular como territorio disputado por sus pobladores y también por los intereses que están más allá de ellos, que operan desde las regiones, los estados nacionales y los poderes mundiales. Cada ciudad es una unidad, pero contradictoria, multifacética y compleja; alberga el conflicto, las expresiones culturales, étnicas, artísticas, las formas económicas y las instituciones políticas. Es escenario privilegiado de la lucha de clases bajo unas condiciones territoriales establecidas y un desarrollo tecnológico determinado.


Ciudad y capitalismo

El capitalismo ha plasmado en el desarrollo de las ciudades unas características históricas propias. Desde que la urbanización se hizo subsidiaria del desarrollo industrial, la sensación de caos ha acompañado siempre la percepción de la ciudad, que empezó a extenderse desordenadamente siguiendo la huella de las fábricas y amontonando sectores proletarios lejos de los centros cívico-comerciales, nucleados como insumos económicos alrededor de las unidades productivas. Desde entonces “urbanizar” fue un verbo gustoso para los capitales que se asociaron alrededor de la construcción de vivienda, disparando hacia las periferias rurales el tejido constructivo precario que reduce a las clases pobres a meras “habitantes” de suburbio. Las relaciones entre lo urbano y lo rural se hicieron complejas, los límites entre lo uno y lo otro se hicieron difusos, los usos del suelo se trastocaron y las clases subalternas empezaron una confrontación primero sorda y después explícita por acceder a la ciudad y rechazar una urbanización que los reducía a habitantes de una “ciudad dormitorio”.

Cuando irrumpe la industrialización, el concepto de ciudad se hace problemático. La extensión del tejido constructivo y su penetración desordenada en las áreas rurales, pronto generó en los trabajadores una conciencia de marginamiento respecto a la ciudad, es decir, respecto a la obra construida por generaciones enteras, de la cual estaban siendo apartados por la autoridad establecida en favor de la eficiencia productiva, por un lado, y de la valorización simbólica de un patrimonio centralizado, por el otro. En otras palabras, en tanto insumo productivo, la fuerza de trabajo debía estar concentrada alrededor de las fábricas, y estas, en la periferia cercana para tener fácil acceso a los recursos 
provenientes de la naturaleza, como el agua y la energía.

Mientras el capital más avanzaba en la urbanización, la segregación y precarización de los pobres iba en aumento. Mientras más distantes estuvieran estos, las élites más se apropiaban del centro tradicional y lo saturaban de relatos sobre su propia pujanza y su capacidad de emprendimiento. Hacían de los centros cívico-comerciales sus propios espejos y les negaron todo protagonismo en la construcción de ciudad a los sectores previamente excluídos.

Así, bajo la consigna de “urbanizar”, que ideológicamente asociaba con “civilizar”, el capitalismo puso a las clases trabajadoras lejos de los centros de las ciudades, despojándolas de los beneficios de la vida propiamente urbana y de su dotación material. Es decir, las élites se reservaron la ciudad para ellas y les dejaron a los desposeídos la urbanización, las urbanizaciones. Pero la burguesía continuó y continúa utilizando un discurso falsamente incluyente: nunca ha reconocido que margina de la ciudad a los sectores populares, que la privatiza, que la niega a los trabajadores. Al contrario: mediante el instrumento técnico de los “perímetros urbanos”, mantiene que la ciudad es una comunidad unida e integrada social y económicamente.

Al desarrollar la urbanización y profundizar la segregación, el capitalismo se puso de espaldas a la construcción de ciudad. Renunció al proyecto cultural integrador y desarrolló los relatos ideologizados de la explotación de ventajas comparativas, la competitividad, el empresarismo y la innovación. Luego de los capitales industriales, fundamentalmente aplicados a la construcción de vivienda, fueron los financieros los que tomaron la delantera, orientándose no solo a la construcción sino además a la destrucción de sectores enteros de las urbes, con el fin de abrir espacio a nuevas inversiones y nuevas utilidades especulativas. Se desata así la esquizofrenia de la renovación urbana, la planeación y la valorización, las nuevas estrategias de acumulación de riqueza y segregación de los excluídos.

La ciudad pues, no es la urbanización, así el perímetro urbano confunda ambos elementos. Es fundamentalmente un conjunto complejo de relaciones sociales dadas en un territorio y espacio físico más o menos delimitado, el cual genera unas actitudes y unos comportamientos culturales particulares. La cultura urbana es una práctica social que privilegia el valor de uso de la ciudad, en oposición a la concepción capitalista que solo le da valor de cambio. Estos dos conceptos, valor de uso opuesto a valor de cambio, son la piedra de toque que diferencia el relato capitalista del relato anticapitalista sobre la ciudad. Valor de uso o valor de cambio, patrimonio para la vida digna, la cultura, la convivencia, la política y la lúdica, o plataforma de negocios y ganancia para unos cuantos privilegiados; estos son los contornos del conflicto de clase que se alberga en las prácticas urbanas y en la tramitación de sus conflictos. El capitalismo es cada vez más urbanizador, mas inversionista y más orientado a la ganancia. La mayoría de la sociedad en cambio, reivindica y construye ciudad al reclamar lo urbano como derecho y como espacio para la cultura, la política, el arte, la convivencia y el disfrute.


Ciudad y neoliberalismo

Durante las últimas décadas del siglo pasado, el aparato productivo del capital sufrió transformaciones drásticas en el marco de una revolución tecnológica que aún continúa su marcha. Las grandes plantas industriales se disolvieron o se reconvirtieron, expulsando inmensos volúmenes de fuerza laboral. Los índices de urbanización crecieron tanto, que el mundo académico debió incorporar semánticas nuevas para nombrarlos: metrópolis, ciudades región, megalópolis, conurbaciones. El capital financiero asume ahora la conducción urbanística en todos los países, utiliza el aparato estatal como un simple ejecutor de sus designios y conveniencias, convierte el sector de la construcción en el seguro y preferido destino de sus capitales. Esta es la razón por la cual el sector de la construcción ocupa el primer renglón de las economías de Latinoamérica, incluyendo por supuesto a Colombia, a despecho de los grandes déficits en vivienda, en saneamiento básico, en vías. Al capital no le interesa para nada solucionar problemas sociales, le interesa sobre todo la acumulación y la ganancia.

Las ciudades, especialmente del tercer mundo, fueron invadidas por actividades informales de “rebusque” que crecen más allá del límite de la legalidad. En estas condiciones de desempleo, informalidad y precarización laboral, de altos precios de la construcción y la infraestructura, la urbanización igualmente baja sus estándares de calidad y hace más duras las condiciones de vida para los habitantes desplazados a las periferias. El neoliberalismo impone a las ciudades sus políticas territoriales, basadas en la explotación de ventajas comparativas, calificando a aquellas localidades que no las tengan como “no viables”. El resultado inmediato es que las ciudades mal dotadas de infraestructuras de comunicaciones o débilmente conectadas con las redes del comercio globalizado, salen del juego económico, y aquellas que son puertos o poseen instalaciones modernas para el comercio internacional, reciben el grueso de las inversiones y las migraciones de población. El neoliberalismo provoca un trastocamiento de la organización territorial y de las jerarquías urbanas al interior y hacia el exterior de los países.

En las ciudades sometidas al designio neoliberal, lo no viable pasa a ser todo aquello que no esté o no se pueda integrar en forma expedita a las grandes redes de mercado que trascienden lo local. Las leyes del mercado se convierten en política pública urbana que endurece la discriminación y la hace más odiosa para millones de pobres a los que solo se reconocen como “habitantes”. Los capitales financieros e inmobiliarios, al comando del estado, se convierten en los máximos gestores urbanísticos encargados de ordenar el espacio para los grandes negocios e inversiones, en una espiral de valorización del capital que jamás puede dejar de crecer. Los bancos, las firmas constructoras y los promotores inmobiliarios bajo la protección del estado y la bandera de la “renovación urbana”, expropian a los habitantes originarios las zonas urbanas requeridas para sus inversiones, utilizando formalidades legales que a duras penas guardan las apariencias, construyendo, destruyendo y volviendo a construir, en un círculo vicioso
especulativo que nunca termina.

En la explotación de ventajas comparativas, el capital anda en la búsqueda de rentas de monopolio, que extrae en tanto explota los patrimonios ambientales y culturales que los pobladores urbanos han logrado acumular. De esta manera, las expresiones folclóricas, las tradiciones históricas, los imaginarios populares, las exclusividades productivas y la amabilidad de las gentes, son convertidas en marca por los empresarios privados del turismo y los negocios para generar beneficios inmensos que no gotean hacia las clases populares que los han producido. En pocos terrenos es tan evidente la paradoja de la producción social y la apropiación individual de la riqueza.

Las estrategias de los capitales dominantes para moldear las ciudades según sus intereses son ya bien conocidas: los mecanismos de avalúo predial y de valorización, los Planes de Ordenamiento Territorial (POT) que fijan limites urbanos y rurales, zonas, usos y estratificación barrial, los planes parciales de renovación urbana, etc.; todos estos mecanismos tienden a favorecer la inversión inmobiliaria y la obtención de inmensas ganancias, así el costo social sea el desplazamiento forzado de los pobladores sin capacidad de pago, la entrega de los mejores sectores de ciudad a los privados, los más pudientes y los grandes negocios. Todos estos instrumentos, más los manejos del orden público y la economía, entre los más relevantes, organizan el sistema urbano en el actual contexto de dominio del capital financiero globalizado. Tales son en síntesis las estrategias básicas del proyecto neoliberal para la ciudad: una transformación de los centros urbanos en plataforma de negocios, dejándoles a los pobres una urbanización sin ciudad.
La locomotora constructiva-destructiva del capitalismo ha echado abajo las construcciones tradicionales de las ciudades en casi todo el mundo. Enemigo de la ciudad, el capital no ha respetado el legado cultural y artístico que las anteriores generaciones crearon. También lo histórico sigue siendo sistemáticamente derribado, para que los bancos y las inmobiliarias tengan vía libre y se enriquezcan indefinidamente.

Decir ciudad neoliberal es ya un contrasentido. Lo que queda de ciudad hoy es la cultura, la convivencia y lo común que los ciudadanos han edificado y mantienen contra el asedio de los proyectos inmobiliarios. Los centros emblemáticos de ella son para el poder meros centros de decisiones, ajenos a proyecto alguno que recupere para las clases oprimidas el uso pleno de los bienes culturales, de los espacios públicos y de las infraestructuras más valiosas del espacio urbano.


El derecho a la ciudad

Dado el contenido excluyente de las políticas que el capital impone a la ciudad, y dado el concepto extraviado que el sistema tiene sobre la misma, la consigna que realmente apunta al meollo de ese asunto es la del derecho de las clases sociales oprimidas a ocupar y a usar los patrimonios materiales e intangibles que constituyen lo urbano. Las clases dominantes han hecho los negocios. Pero han sido las subalternas las que han llenado de sentido el espacio urbano y lo han enriquecido con sus prácticas, sus resistencias y sus conflictos. El derecho a la ciudad implica el rechazo a la pretensión de ser tratados como simples habitantes alienados en la rutina productiva y la reproducción de la fuerza laboral. Es la resistencia al encierro que impone la urbanización sin ciudad, las torres de apartamentos-colmena recostadas a las laderas, las autoconstrucciones informales sin asistencia del estado, la esclavitud impuesta a los pobladores por el abuso de las hipotecas y los inquilinatos, y los controles que obstaculizan a los marginados el libre uso de bienes y amoblamientos. Es la lucha de los marginados por el derecho al uso y disfrute de los servicios públicos y demás bienes propios de la ciudad, como el transporte colectivo y la vida nocturna. 

En tanto se trata de un proyecto libertario, un papel fundamental en esta lucha lo desempeñan aquellos sectores y fuerzas sociales que el capitalismo ha invisibilizado, como las mujeres, las minorías sexuales, raciales, y todos los que durante siglos han tenido que vivir bajo el anonimato. La relación entre ciudad y libertad viene del proyecto libertario que históricamente enarbolaron la ciudad antigua y la renacentista. Hace siglos las ciudades hacían libres a los hombres, pero el capitalismo la niega hoy a los ciudadanos del siglo XXI.

El derecho a la ciudad incluye desde luego las reivindicaciones a los servicios públicos, a los servicios sociales, a los bienes y a todos los intangibles que los pobladores urbanos requieren para llevar una vida digna. Pero es fundamental en este contexto, el de usar la ciudad desprivatizando su uso. 

El proyecto urbano de las clases oprimidas por el capital consiste en apropiarse la ciudad, usarla en igualdad de condiciones y desarrollar la cultura urbana. Por lo tanto queda incluido el derecho a planificarla, a ordenar su territorio y a mantenerla como producto de la sociedad toda. Desde luego, reivindicar las dimensiones humanas y sociales de la ciudad implica disputarle a las élites los equipamientos que las hacen posibles: la democracia necesita la plaza, la educación necesita la escuela, el deporte los estadios y el arte reclama los museos y galerías. La planificación urbana deberá respetar los derechos de todos e idear soluciones óptimas para la convivencia, la diversidad y la complejidad que implica lo urbano, en oposición a un urbanismo que refuerza la segregación y la ostentación de las minorías citadinas.

Parte fundamental de la lucha anticapitalista de contexto urbano conlleva la construcción de bienes comunes por las clases marginadas. De hecho, la ciudad es un bien común en tanto obra colectiva, pero el asunto clave es el de la apropiación de ella. Los bienes comunes no siempre son el patrimonio público, como las calles o los parques; son tales cuando son apropiados por la gente, cuando los ciudadanos accedemos a ellos y les damos los usos que nos parezca. Bienes públicos simplemente son aquellos que el estado construye y mantiene, pero muchas veces en función de utilidades para terceros. Otras veces tales bienes son cercados, bloqueados, o sus controles policiales llegan al extremo de despojar al ciudadano de su privacidad y libre albedrío. El patrimonio público es necesario, pero también la acción política de los sectores sociales orientada a convertirlos en bienes comunes urbanos.

El derecho a la ciudad tendrá que ser entonces, un proyecto de poder que cotidianamente se juegue en la gestión urbanística, frente a la política territorial del estado, en los asuntos del orden público, la economía y la cultura. No consiste en una confrontación parcial o sectorial o la suma de ellas, sino una articulación de los movimientos sociales urbanos con voluntad autonómica, que en su desarrollo puedan arrebatar al poder establecido pequeños y grandes triunfos en la perspectiva de una democracia anticapitalista que traslade la toma de decisiones sobre lo urbano a quienes históricamente han construido la ciudad: a los sectores populares.


Ciudad latinoamericana

Los orígenes de las ciudades en Latinoamérica se inscriben en el contexto de la conquista española. Fueron al mismo tiempo fuertes militares, centros administrativos y residencia de los poderosos desde donde organizaban las “entradas” a lejanas periferias para el saqueo y sometimiento de aborígenes. Durante las épocas de la colonia y la república, los centros urbanos fueron territorio de un intenso mestizaje racial y cultural que multiplicó las resistencias a la sociedad dominante. Las poblaciones originarias supervivientes a la catástrofe demográfica siempre se resistieron a la segregación y algunos grupos de ellas lograron penetrar los cascos urbanos, imprimiéndoles a las ciudades latinoamericanas unas complejidades de diversidad cultural que son únicas en el mundo.

En América Latina los índices de urbanización crecen aceleradamente. La estructura general de la ciudad latinoamericana contiene originalmente el principio colonial de un centro representativo que centraliza las instituciones públicas, religiosas y financieras, creando luego a su alrededor anillos comerciales y residenciales cada vez más elementales, dando lugar a una periferia degradada, indeterminada y pobre, donde se amontonan los excluidos del poder y la riqueza. Esta estructura básicamente se mantiene, pero desde la modernidad ha ido incorporando amplias regiones a la dependencia social y económica con unos centros urbanos expandidos que funcionan como plataformas de negocios y venta de servicios. Las relaciones centro-periferia se han modificado hacia la regulación de la dependencia regional, ya no de varios centros urbanos, sino generalmente de un polo que atrae los excedentes de economías a menor escala y subordina a las comunidades que los integran.

La ciudad latinoamericana actual funciona bajo el parámetro del extractivismo. Subordina a la periferia y se alimenta de ella; la institucionalidad está diseñada para garantizar los inmensos flujos de energía y recursos naturales que sostienen a centros urbanos superpoblados y no pocas veces depredadores del medio ambiente, atrapados en estilos de vida consumistas y nubes de dióxido de carbono, donde continúa creciendo la motorización individual y las construcciones agresivas con la naturaleza. Nuestras ciudades han recibido todo el peso de las políticas territoriales neoliberales, siendo sometidas a duros procesos de privatización de los patrimonios públicos, en buena hora enfrentados también por los movimientos sociales en muchas de ellas. Es evidente que los procesos de rebelión contra el neoliberalismo que recorren el subcontinente, están impactando la vida urbana al despertar la lucha de sectores marginados en las periferias que se lanzan sobre los centros de las ciudades antes vedados, para manifestarse y apropiarse de las calles y las plazas. Esas rebeliones han sido también urbanas en la medida que sus estallidos están propiciando cultura política y nuevas relaciones de apropiación de tales espacios céntricos.


Ciudad colombiana 

La ciudad colombiana comparte la crisis que la ciudad neoliberal latinoamericana y alberga conflictos similares, mas tiene particularidades que provienen de la historia nacional y regional nuestras, su estructura socioeconómica y su régimen político. El estado colombiano ha sido desde hace un siglo, decididamente urbanizador. La planeación nacional desde mediados del siglo XX enfocó sus prioridades en la construcción de vivienda, obras públicas e infraestructuras urbanas que por décadas han estimulado el crecimiento desbordado de sus centros urbanos. Esta política territorial es complementaria con la ausencia de estímulo para la agricultura, la conservación de una estructura de propiedad altamente concentrada e inequitativa en el campo y la imposición más reciente de un modelo exportador agroindustrial y de minería extractivista, basado fundamentalmente en la expropiación, desplazamiento y explotación agresiva del campesinado.

Así, la política urbana y la política agraria del estado, son las dos caras de la misma moneda, se condicionan mutuamente y su versión actual es el plan de desarrollo “Prosperidad para todos. 2010-2014”, del presidente Juan Manuel Santos. Ese proyecto no ha permitido a ningún gobierno ni pacificar el campo ni organizar la vida urbana, a pesar de los esfuerzos que sectores de la burguesía adelantaron con López Pumarejo en 1936 y Lleras Restrepo en 1968, esfuerzos que en cada situación sucumbieron ante el ímpetu del sector latifundista de la oligarquía, fuertemente representado en las instituciones.

En el campo, la combinación entre desgobierno y represión ha costado un conflicto armado de 60 años que hoy está en negociación, mientras en las ciudades, el orden precario se ha podido mantener con trazas de asistencialismo, un débil aparato de bienestar ya desmantelado, represión selectiva y un aparataje ideológico eficiente y bien alineado con los intereses oligárquicos. Pero el conflicto y sus formas violentas no han estado confinadas al espacio rural; este ha permeado también los poblados grandes y pequeños, y hasta las ciudades metropolitanas reciben sus coletazos a través de atentados individuales y saboteos a infraestructuras y servicios. Tratándose de una guerra irregular, las armas hacen presencia en los más inesperados espacios y momentos de la vida social; es notoria la manera como afectan la cotidianidad a través del control territorial de bandas que practican la extorsión y otros delitos que están produciendo no solo muertes sino también desplazamiento forzado intraurbano.

La migración campo-ciudad en Colombia es pues, inducida por la planeación del desarrollo, las macropolíticas públicas y las diferentes violencias que desplazan población del campo a los pequeños poblados, de los pequeños a los grandes y de estos a las urbes, siempre buscando la protección y los servicios que por lo menos en el imaginario colectivo, se encuentran en las grandes capitales. Esta migración, que tiene el carácter general de forzosa, se asienta en los límites o más allá de los perímetros urbanos y plantean a las administraciones locales demandas que no satisfacen; es decir, el estado induce la sobrepoblación urbana pero no la atiende, no le garantiza sus derechos humanos y en esa medida genera otras problemáticas adicionales como el hacinamiento, la delincuencia y el deterioro ambiental que agravan las carencias ya propias de las ciudades nuestras. Con razón alguien dijo que en Colombia el problema urbano es un problema rural, para indicar que eran necesarias profundas transformaciones en el campo si se buscaba ordenar la vida en las ciudades.

A las características caóticas propias de la ciudad neoliberal, en Colombia suman las particularidades provenientes de sus macropolíticas dominantes, un conflicto armado legendario que trascendió la guerra fría y las consecuencias económicas, culturales y políticas del surgimiento en la escena nacional en las décadas pasadas de un poderoso sector de clase proveniente de economías ilícitas que ha permeado a los demás y, ha incidido fuertemente en los desórdenes económicos, urbanísticos y culturales de las ciudades colombianas. Denominado “narcotráfico”, se ha ligado a todas las modalidades delincuenciales, ha penetrado las instituciones públicas y muchos de sus recursos se invierten en el sector inmobiliario y la contratación con el estado.

Desde la década de los ochentas, ante un auge de los movimientos sociales por mejores servicios públicos y otras reivindicaciones territoriales, se implementó un proceso de descentralización política, administrativa y fiscal que buscó darle mayor protagonismo a las comunidades locales en la toma de las decisiones que directamente las afectan, proceso que fue complementado con disposiciones sobre democracia participativa que definió la Constitución de 1991. Pero las derechas lograron vaciar de contenido democrático la prometedora descentralización colombiana y la acomodaron a sus propias concepciones de estado mínimo y privatización de los patrimonios públicos, mientras la participación de los pobladores en la toma de sus decisiones quedó mediada por el clientelismo y la coacción de los grupos armados que actúan en casi todo el territorio. Los procesos de descentralización que se aplican hoy a las ciudades y regiones del país, funcionan más como piezas del proyecto neoliberal que como posibilidades reales de vida urbana democrática; han significado flexibilidad y garantías para los grandes negocios pero rigidez y reducción de espacio para la expresión espontánea de las comunidades locales. Es a nombre de esa descentralización que se delega a pequeños grupos barriales o comunales la gestión de migajas de presupuesto y problemas de poca trascendencia, mientras las élites gubernamentales y empresariales se reservan las grandes decisiones sobre las ciudades y las regiones que las circundan.

El mayor porcentaje de los pobladores pobres de las ciudades colombianas son migrantes forzosos que no han tenido alternativa distinta a refugiarse en las capitales para preservar sus vidas. De este grupo, unos son desplazados por la violencia, principalmente de las áreas rurales de sus entornos mediatos, y otros, la mayoría, son desplazados por las penurias propias de la vida campesina, por el hambre, las enfermedades, la carencia de tierra, la incomunicación y los desfavorables precios agrícolas. Así, las grandes masas de habitantes urbanos periféricos están integradas por desarraigados rurales que tampoco encuentran aquí la dignidad que buscan; son expulsados del campo y excluídos de la ciudad. 

En Colombia las ciudades han sido también territorios de resistencias. Ellas han sido construídas en gran parte por el esfuerzo individual y familiar de pobladores que han levantado barrios y zonas enteras que mejoran permanentemente a costa de sus presupuestos y su fuerza laboral. Desde allí se desatan procesos de organización para exigir al estado dotaciones de servicios y vías de comunicación que sin embargo, otras veces aprovechan los gobiernos locales para “normalizar” la urbanización, es decir, incorporar a los pobladores como clientes que en adelante pagarán impuestos y tarifas por los servicios que obtengan. Otro aspecto de las resistencias se hace visible en los centros cívico-comerciales y en sus áreas exclusivas, cuando los pobres o grupos de minorías, venciendo resistencias o afrontándolas, se apropian de sitios o lugares vedados, o controlados, o donde su presencia es mal vista. Particularmente notoria es entre nosotros la presencia incontrolable del comercio informal en el corazón mismo de las urbes a pesar de la persecución policial.

Otro grupo de resistencias más conscientes, ocurren a través de organizaciones populares barriales o comunales, que enarbolan reivindicaciones diversas, unas veces transitorias como el rechazo a obras públicas inconsultas o agresivas social y ambientalmente, y otras, más permanentes, de base juvenil, orientadas a la convivencia, la cultura, el arte y la lúdica. Pero quizá la resistencia más radical es la de los llamados “barrios de invasión”, una resistencia frecuentemente organizada por los propios pobladores y que ha triunfado pese a la represión abierta o encubierta. La llamada urbanización “pirata” que se inicia con una toma, continúa con un “loteo” y luego con la autoconstrucción, es una de las líneas dominantes de la urbanización en Colombia, conflictiva y alternativa a la inacción del estado en materia de construcción de vivienda.

Por regla general, las resistencias urbanas en Colombia son sectoriales y fragmentadas, sus articulaciones tienen poco alcance, y carecen por lo tanto de un proyecto integrador que en su forma y en su contenido pueda llamarse programa o proyecto urbano alternativo. Las organizaciones políticas antisistémicas, provistas de estrategias alejadas de los cambios que ha experimentado el capital en el actual mundo globalizado, miopes ante las transformaciones que vienen produciéndose en la base social explotada, no han podido desprenderse de las visiones rígidamente centralizadas, se les escapan las particularidades de las regiones, los sectores y las localidades; por lo tanto no dan respuesta estratégica al contexto urbano de las luchas políticas en Colombia. En las condiciones actuales de urbanización acelerada del país, bajo un sistema neoliberal rapaz y permeado por todas las modalidades de violencia, es urgente levantar un movimiento políticamente visionario que se oponga al desastre propuesto por el capital financiero e inmobiliario; un proyecto urbano de inclusión y participación plena de los oprimidos en la toma de decisiones a través de una reforma urbana democrática, es una de las tareas cruciales del momento. El proyecto general consiste en el empoderamiento de los marginados para asumir la toma de las grandes decisiones de la vida urbana, es la conquista del derecho a la ciudad.


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