Por:
María Elvira Samper
La minera Drummond está de nuevo
en el ojo del huracán, y digo ‘de nuevo’ porque cuando la empresa aparece en
los titulares de primera plana no es propiamente por su buena conducta, sino
por todo lo contrario.
Esta vez su deshonrosa figuración corre por cuenta
de una evidente mala práctica ambiental —una más—: botar al mar parte de un
cargamento de 2.957 toneladas de carbón de una barcaza que amenazaba con
hundirse (¿500, 800 mil toneladas?). Un incidente que, en abierta violación del
protocolo que establece la licencia ambiental, la minera notificó tarde —cuando
estalló el escándalo por la denuncia que hizo RCN-Radio— y sobre el cual ha
intentado ocultar la verdad con su tradicional desprecio por el medio ambiente
y un cinismo mal disimulado.
Por lo pronto, la Agencia Nacional de Licencias Ambientales le suspendió
temporalmente la licencia de cargue y descargue de carbón en el puerto de Santa
Marta, y la Fiscalía abrió indagación preliminar para establecer si cabe una
investigación penal. Algo es algo, aunque el historial de la empresa que
exporta el 30% del carbón que se explota en el país justificaría medidas más
drásticas —incluso la cancelación de la licencia de una vez y para siempre—,
pues su historial abunda en episodios de dudosa ortografía.
Desde que la Drummond sentó sus reales en el Cesar no se ha
caracterizado precisamente por cumplir con los estándares ambientales y mineros
de control, disminución y compensación por el inevitable daño que causa la
explotación de carbón a cielo abierto; tampoco por la transparencia en el pago
de impuestos y en la liquidación de las regalías, y aun menos por ser un modelo
de buen patrón y de responsabilidad social. Un cuadro clínico grave al que se
suman tres demandas por supuestos nexos con paramilitares y complicidad en
crímenes de sindicalistas y campesinos. No es, pues, la multinacional minera
una empresa que brille por sus buenas prácticas, pero hasta ahora no ha habido
gobierno que le ponga el cascabel al gato.
Por cuenta de la sobrevaloración de la inversión extranjera y de la
urgencia de crecer a cualquier costo —aun a costa de la biodiversidad—, los
gobiernos han sido en general complacientes y manguianchos en exceso con las
multinacionales minero-energéticas (ventajas tributarias, exenciones de
impuestos…), y laxos y timoratos para exigirles el cumplimiento cabal de los
contratos. Por eso reitero interrogantes que he planteado en anteriores
columnas: ¿El gobierno de la locomotora minera tendrá las agallas —y la
voluntad— para meter en cintura a la Drummond —y otras multinacionales— que se
pasan las normas por la faja? ¿Dónde está el negocio para el país si, como
sostienen expertos como el economista Guillermo Rudas, el cruce de regalías vs.
exenciones sólo le deja las migajas del ponqué minero? (En 2009, las regalías
fueron de $1,93 billones y las exenciones de $1,75 billones) ¿Está el Gobierno
dispuesto a rectificar el rumbo de la actividad que tiene el mayor impacto en
la economía y el medio ambiente? Si es así, ¿está en capacidad de exigir a las
empresas mineras que operen bajo las más exigentes normas internacionales para
reducir al máximo el daño ambiental? ¿Tiene los recursos y las herramientas
necesarias para vigilar y verificar su cumplimiento? ¿Está dispuesto a sacar
del juego a la empresa que no cumpla?
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