Por:
William Ospina
Dicen en oriente que la ilusión
de ser algo aislado e independiente es la más nociva de las ilusiones del
hombre.
¿Cómo podría ser algo aislado el que necesitó de la
conjunción de dos seres para existir, de un vientre humano para gestarse, de un
pecho materno para aprender el don de los alimentos terrestres? ¿Cómo podría
ser algo independiente el que no puede dejar un minuto de respirar el aire del
mundo?
¿Qué es el aire? decimos, creyendo preguntar por algo ajeno. Y Novalis
contesta: “el aire es nuestro sistema circulatorio exterior”. Pero también el
agua forma parte de nuestro sistema circulatorio exterior; y las verduras, los
frutos, los cereales se convierten en nosotros en vida, en deseos y
pensamientos.
¿Qué escuela sabe enseñarnos esa intimidad con el mundo? ¿Ese saber
minucioso de objetos, bienes, texturas, sabores, aromas, goces, alimentos,
bálsamos y remedios? Mucho antes de la escuela ya hemos comenzado o perdido los
más hondos aprendizajes.
¿Quién sabe enseñarnos qué parte de nuestra esencia humana son los ríos
y el musgo, la lluvia y el verano? ¿Quién nos enseñará la prudencia, la
paciencia, la lentitud, el arte de volver a empezar? ¿Quién nos hará saber que
en nuestras respuestas instintivas tal vez estén convulsiones y miedos que no
son estrictamente humanos: el giro del pez en el fondo del mar, la reacción del
reptil ante lo que avanza, el temor y la tentación del pichón en la punta de la
rama?
Hölderlin sintió que nada es tan profundo como celebrar y agradecer. El
que aprende a celebrar las cosas del mundo y a agradecerlas está en camino de
ser humano y de ser ciudadano. Y esto es importante porque desde hace algún
tiempo, como parte de este mero carnaval del crecimiento y la productividad que
se ha apoderado del mundo, cada vez quieren más que seamos operarios y
administradores, contadores y funcionarios, pero no parece haber suficientes
instituciones interesadas en que seamos responsables ciudadanos y verdaderos
seres humanos.
Ya no pensamos sólo en los derechos del hombre: somos capaces de sentir
amor y compasión por los animales, cordialidad por el mundo natural, respeto
por el equilibrio planetario. Pero cuanto más avance esa globalización que a
veces parece sólo una estrategia de mercado, más importante será la necesidad
de que cada persona tenga una conciencia planetaria, sienta deberes y
responsabilidad con el globo.
Nuestros cuerpos están diseñados por este planeta: nuestro peso, nuestro
sistema alimenticio y respiratorio, nuestra locomoción, nuestra vista, nuestros
músculos, todo corresponde al mundo en que hemos nacido, y somos no sólo
huéspedes del mundo sino una síntesis de lo que hay en él: sus aires nos dan
vida, la distancia del sol es la adecuada para nuestra existencia, el rumor de
su lluvia nos arrulla y, en suma, como decía Wordsworth, “hay bendiciones en
esta suave brisa”. Hijos de “la tercera piedra después del sol”, (la expresión
es de Stephen Hawking), sólo en ella tendremos siempre nuestra morada.
Pero vivimos como si no lo supiéramos. Degradamos la atmósfera,
arrasamos las selvas, envilecemos el océano, permitimos que nuestras industrias
alteren el clima. Hace 70 años creíamos que los recursos eran inagotables, que
la acción del diminuto ser humano no podía alterar el equilibrio del mundo.
Gradualmente hemos sido testigos del despertar de fuerzas huracanadas. En
cierto modo somos como dioses, con nuestro saber científico y nuestro poderío
técnico, pero cuán primitivos en la capacidad de moderar nuestros apetitos y de
respetar los fundamentos del mundo.
Se diría que la ciencia y la técnica andan a saltos de liebre, pero
nuestras filosofías y nuestra moral, que deberían marcar la pauta de la
historia, van a paso de tortuga, o tal vez retroceden. Los modelos de educación
parecen haber renunciado a grandes sabidurías de la tradición, sólo atienden
las urgencias del rendimiento pero no saben responder a los desafíos que el
presente formula.
No podemos resignarnos a tener millones y millones de operarios ignorantes,
unos cuantos cerebros electrónicos y unos cuantos gerentes gobernando el ritmo
de la especie. La democracia es nuestro deber, pero no una democracia de
publicistas y manipuladores; no una democracia de políticos ambiciosos y
muchedumbres seducidas; no la democracia del doctor Frankenstein y del Hombre
Invisible.
Nunca necesitó tanto la humanidad parecerse al hombre del Renacimiento
que ejemplificaron Leonardo da Vinci y León Battista Alberti; meditado por
Montaigne y descrito por Hamlet. Pero por el poder del lucro que arrastra la
economía, la ambición que gobierna la política, la fascinación del espectáculo,
la moda y la novedad que rigen a los medios, quieren que seamos sólo pasivos
operarios, pasmados espectadores, incansables consumidores de mercancías e
información.
Tardamos en aprender a ser parte responsable y agradecida del mundo, y
nadie sabe qué es lo que hay que trasmitir a las siguientes generaciones.
Porque nuestros empresarios sólo creen en el presente, nuestros políticos sólo
creen en la siguiente elección, nuestros científicos sólo creen en su
particular disciplina, y nadie parece creer de verdad en las generaciones que
vienen y en el mundo que vamos a dejarles. Como dicen los versos de un poeta
caribeño: “Cae la noche sin que nos hayamos acostumbrado a estas regiones”.
William Ospina | Elespectador.com
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