Por: Alfredo Molano Bravo
El Espectador VI 27 10
Colombia está regresando al espíritu minero del siglo XVI. Con más fuerza y con menos miedos.
El Nuevo Mundo fue para el Viejo un gigantesco depósito de oro y plata que la Providencia había puesto en su camino. La Corona tenía, por gracia divina, el derecho de conquista y, por tanto, las riquezas encontradas eran consideradas un afortunado botín. No importaba si estaba en manos de los indígenas o escondido bajo tierra. Era lo de menos. Se sacó todo el que se pudo del Chocó, de Antioquia, del Cauca, de La Guajira, para pagarles a los banqueros alemanes la financiación de la Conquista. Más que de scubrir tierras, se esculcaban territorios y se saqueaban. De la fiebre del oro pasamos después a la del petróleo y ahora a la del carbón. Con la misma codicia, con idéntica brutalidad. El país ha superado su vocación agropecuaria y ahora es minero, dicen con la boca llena los voceros de las compañías —es decir, los gobernantes—. Al carbón se le suma de nuevo oro y platino y litio y cadmio y níquel y agua. Lo que haya. La Seguridad Democrática ha sido inspirada por ese espíritu, para no decir propósito. El ministro de turno sale a decir en tono penitente: Llévense lo que quieran, cuanto quieran y en la forma que quieran; los exoneramos de impuestos y nos comprometemos a mantener los salarios al nivel que les convenga, pero vengan. Y claro, vienen con toda. El país entero está estudiado con lupa milímetro a milímetro y concesionado kilómetro a kilómetro.
Para el efecto se ha redactado —y aprobado— un nuevo Código Minero, que obliga a los mineros artesanales a legalizarse y a desarrollar sus trabajos de acuerdo con normas técnicas sometidas a licencia ambiental y a trámites de concesión. Ningún minero pequeño está en capacidad de cumplir las exigencias. El argumento del Gobierno es que la vida de los trabajadores peligra y la naturaleza se daña si no se controla la pequeña minería. En realidad lo que sucede es que los mineros artesanales ocupan áreas que las compañías codician, y además trabajan a menor costo. Dicho de otra manera, el nuevo Código facilita el monopolio de las grandes compañías y lo defiende. Los propósitos esgrimidos por el Gobierno son contradichos por la realidad. La reciente tragedia en Amagá lo pone en evidencia.
La mina que estalló la semana pasada es propiedad de Carbones San Fernando, filial de Genercauca. Es, según el secretario de Minas de Antioquia, la explotación más tecnificada del departamento; tiene 500 trabajadores que sacan más de un millón de toneladas al año de los socavones, y en el acceso al túnel de San Joaquín invirtió recientemente nueve millones de dólares. Fue ahí, precisamente, donde murieron 73 mineros. El ministro de Minas ha declarado que la mina no contaba con detectores permanentes de gases ni con una chimenea por donde pudieran salir; según la versión de un sobreviviente, 10 días antes se había detectado un calentamiento anormal del socavón. El presidente Uribe madrugó al día siguiente a sentir “mucho dolor” por lo sucedido y prometió proteger a las familias. La compañía minera declaró que el error había sido de algún operario, y uno de sus ejecutivos agregó con frialdad que los obreros estaban todos asegurados. Sobraría decir que en Carbones San Fernando no hay sindicato.
Ni en la zona ni en la compañía los accidentes son raros. Más de 100 muertos se contabilizan en la región en los últimos años. El Gobierno se ha negado a convertir en ley de la República el Acuerdo 176 firmado con la OIT, que obliga la adopción de medidas para “detectar y combatir el inicio y la propagación de incendios y explosiones”. Letra muerta. Asustaría a los inversionistas.
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