En
junio de 2002, hace apenas 10 años, se realizó en Tambogrande (norte de Perú)
la primera consulta popular de carácter comunal sobre la minería a gran escala
en el mundo. Más de 90 por ciento de los votantes, unas 25 mil personas,
rechazaron el proyecto para explotar oro, plata y zinc de la canadiense
Manhattan; sólo 350 votaron a favor y no acudieron a votar apenas 6 por ciento
de los habitantes. La consulta fue organizada por la municipalidad y su
resultado fue interpretado como un triunfo de la agricultura campesina, que
depende del agua para su sobrevivencia.
A
la consulta en Tambogrande le siguió la de Esquel (sur de Argentina) en marzo
de 2003, donde 80 por ciento se pronunció contra un proyecto de Meridian Gold
para extraer oro, con el uso de cianuro. En junio de 2005 se realizó otro
referendo en Sipacapa, Guatemala, con similar resultado. Estas consultas fueron
la forma de lucha encontrada por las comunidades locales para romper el
aislamiento y evitar que sus razones fueran ahogadas por el silencio oficial y
de los medios. Hoy puede decirse que tuvieron un resultado más que exitoso.
En
Perú, la resistencia a la minería condujo a la realización de la Marcha
Nacional por el Derecho al Agua, en febrero, en la que confluyó el grueso del
movimiento social peruano. En Argentina, la victoria de Esquel activó la
creación de decenas de asambleas locales que se coordinan en la Unión de
Asambleas Ciudadanas, que acaban de realizar su 18 encuentro en Mendoza. En
Guatemala ya hay 56 municipios que se declararon libres de minería, por la
formidable presión de la población. En Perú, Brasil y Chile la resistencia
popular contra las megarrepresas hidroeléctricas sigue avanzando, y se
entrelaza con la lucha contra la minería y los monocultivos.
Luego
de más de una década de resistencias es posible establecer un patrón de acción
de movimientos que han trascendido largamente lo local y se instalaron como las
principales alternativas al modelo asentado en la expropiación de los bienes
comunes. Es la movilización popular más importante desde la época de
Fujimori, escribió Hugo Blanco, evaluando la Marcha del Agua (Lucha
Indígena, febrero de 2012).
El
primer rasgo de este patrón es que consiguieron un respaldo tan macizo y
profundo entre las poblaciones locales que les permitió trascender el
aislamiento y el hostigamiento. Buena parte de estas resistencias se hicieron
fuertes al enraizarse en relaciones de carácter comunitario, lo que les
permitió visibilizar la existencia de un conflicto entre grandes empresas
multinacionales y comunidades locales que buscan asegurar su sobrevivencia.
Apelaron a especialistas para traducir sus razones en el lenguaje de las clases
medias urbanas y buscaron el paraguas protector de las instituciones y
autoridades locales, que es lo que siempre hacen los oprimidos para legitimar
sus demandas.
Aun
cuando se movilizan pequeños grupos y hasta un puñado de personas, como sucede
a menudo con las asambleas ciudadanas argentinas, la contumacia de las
comunidades en movimiento les ha permitido neutralizar la criminalización de la
protesta. Las comunidades locales están mostrado una novedosa capacidad de
elaborar un discurso capaz de sintonizar con otras personas en los más remotos
lugares, destacando que se trata de la defensa de la vida frente a la avaricia
de la acumulación.
En
segundo lugar, aunque la demanda sea estrictamente local, buscaron desde el
comienzo tejer lazos con otros sectores sociales para ampliar el eco de sus
luchas, y de ese modo comenzaron a tejer amplias alianzas regionales primero,
nacionales después y ahora internacionales. La capacidad de romper el cerco
informativo y político es lo que les ha permitido trascender la represión y
conseguir masivos apoyos en las ciudades, algo que hasta ahora parecía difícil
de conseguir.
Las
formas de lucha, en tercer lugar, no son ni legales ni ilegales, ni pacíficas
ni violentas, aunque hay de todos los tipos, sino sobre todo legítimas, tanto
por las demandas como por la capacidad de los militantes de poner el cuerpo
ante los gigantescos camiones de las empresas y los golpes de los policías. No
hay contradicción entre la opción por las urnas en Tambogrande, o luego en Majaz
(norte de Perú), y la contundente acción de los guerreros de Baguá en 2009, en
la selva peruana.
En
cuarto lugar, se registra la confluencia de los más diversos sectores sociales
(como sucedió durante la marcha en defensa del TIPNIS en Bolivia en 2011, y en
estos momentos en Aysén, en el sur de Chile) con la reactivación de los
mecanismos internos tradicionales de los pueblos para tomar decisiones y
garantizar su seguridad, como hicieron las rondas campesinas durante la
reciente Marcha del Agua en Perú.
Por
último, estamos ante una aceleración de los tiempos. En los primeros meses de
este año se sucedieron la Marcha del Agua en Perú y el levantamiento de Aysén,
que lleva ya tres semanas bloqueando puentes y carreteras, con una lista de 11
demandas, entre las que ocupa un lugar destacado la oposición a la represa
Hidroaysén, mientras el pasado 8 de marzo comenzó la Marcha del Agua en
Ecuador, que llegará el día 22 a Quito, luego de recorrer las tres regiones del
país. Y ya se anuncia una nueva marcha en Bolivia para evitar que se imponga la
carretera en el TIPNIS.
No
estamos ante un conjunto de movilizaciones sino ante un movimiento contra las
multinacionales y la especulación financiera, en defensa del agua, la vida y
los pueblos. Es el más formidable, amplio y variopinto movimiento continental
desde las luchas de las décadas de 1960 y 1970 y la resistencia a la primera
fase del neoliberalismo en los 90. Este impresionante movimiento por los bienes
comunes se registra tanto en países gobernados por la derecha como en los que
tienen gobiernos de izquierda y progresistas. No es legítimo, por tanto, buscar
excusas del estilo a quién benefician los movimientos para echar un
manto de sombras sobre las luchas de los de abajo.
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