Ernest García · · · · ·
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28/06/15
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Combatir la pobreza en el mundo sin
destruir el planeta. Desarrollo sostenible. Ecología y justicia. El Informe
Brundtland, treinta años después y con acentos algo más vehementes. No hay
duda: una tesis sobre medio ambiente salida de la pluma más autorizada de la
Iglesia Católica es un acontecimiento
Combatir la pobreza en el mundo sin destruir el planeta. Desarrollo
sostenible. Ecología y justicia. El Informe Brundtland, treinta años después
y con acentos algo más vehementes. No hay duda: una tesis sobre medio
ambiente salida de la pluma más autorizada de la Iglesia Católica es un
acontecimiento. El texto, además, se añade sin ambages a la larga lista de
voces de alarma que, desde hace décadas, advierten de que el impacto humano
sobre el planeta es excesivo, lo que lo convierte en un acontecimiento
notable. No dejará indiferente a nadie que se preocupe por la cuestión.
Intuyo que las repercusiones dentro del mundo católico van a ser
importantes. Cañizares, actual arzobispo de Valencia, instructivo como casi
siempre, se ha apresurado a afirmar que la proclama de su líder no justifica
el ecologismo, sino que lo supera; y no se ha privado de añadir que el coche
es tan ecológico como la bicicleta. ¡Laudato Si´ va a agitar las aguas de más
de un pantano!
Ése, sin embargo, no es mi asunto. Bergoglio plantea -uno de los aspectos
altamente positivos de su encíclica- un diálogo con el mundo científico, con
los movimientos ecologistas, con los gobiernos y los poderes políticos, con
los creyentes de otras religiones, con las filosofías humanistas€ Y tras la
lectura me ha quedado la impresión de que lo plantea como un diálogo
auténtico y sincero, es decir, en plano de igualdad, fundado en el mutuo
reconocimiento. Me parece una oferta que no debería desdeñarse. Manos a la
obra, pues.
Hay muchos rasgos destacables en la encíclica papal. Por ejemplo, su buen
asesoramiento científico y su acercamiento a las variantes más comprometidas
socialmente del pensamiento ecologista. Estoy de acuerdo con muchas de las
ideas que expone. Comentaré, sin embargo, un punto de desacuerdo: la
población. No es un asunto menor o insignificante. El debate entre
catolicismo y ecologismo no ha comenzado ayer, y éste ha sido desde hace
tiempo el principal punto de fricción.
La gente preocupada por la crisis ecológica nunca ha reprochado especialmente a la Iglesia de Roma su compromiso con el capital, con el mercado o con el consumismo. Todo esto no tiene su origen en el catolicismo y los portavoces de éste siempre han expresado reservas al respecto. Sí ha sido motivo de confrontación, en cambio, su férrea oposición a muchas formas de control reproductivo, entre ellas bastantes de las que la mayoría de la gente considera perfectamente responsables. Y en esto la encíclica papal ha resultado enteramente previsible.
No era de esperar una revisión fundamental de la doctrina de la iglesia
católica sobre el crecimiento demográfico. Pero sí cabía esperar, al menos,
que en un documento sobre ecología hubiese algunos matices que enriquecieran
el debate, ya que ha sido hasta hoy el punto más polémico. Y nada de nada. La
encíclica liquida el problema con un juicio de intenciones y una falacia
lógica.
El juicio de intenciones es la afirmación de que quien propone reducir la
natalidad pretende legitimar el modelo distributivo actual, perpetuando así
la desigualdad y la injusticia. Se trata de una generalización arbitraria,
que tiene numerosos contraejemplos. Por proximidad geográfica y cultural,
mencionaré tan sólo a los anarquistas neomalthusianos de Cataluña y el País Valenciano
de las primeras décadas del siglo XX, que fueron partidarios de la igualdad
social y también precursores de la planificación familiar, el uso de
anticonceptivos y la paternidad responsable (y, procede recordarlo aquí,
fueron perseguidos por ello por los obispos de la época). Por decirlo con
toda franqueza: no encuentro nada dialogante un argumento que, de tomarlo en
serio, implicaría que Ferrer i Guàrdia fue un defensor de la explotación
capitalista. ¿De verdad que no hay nada que matizar ahí?
La falacia lógica está contenida en la siguiente frase: "Culpar al
aumento de la población y no al consumismo extremo y selectivo de algunos es
un modo de no enfrentar los problemas" [50]. La respuesta correcta es
que el dilema es falso y que ambas cosas han de tenerse en cuenta, no sólo
una de ellas (esto, por cierto, es algo que los ecologistas han dicho con
razón siempre). El crecimiento demográfico es la parte más primaria y
elemental del crecimiento económico, así que si éste es problemático aquél
también lo es. Siendo iguales el consumo y la tecnología, a más población,
más impacto.
Ya sé que el problema es tremendo en un mundo que va camino de los 9.000
millones de habitantes. Por todas partes se está entrando en situaciones que
remiten a la ética del bote salvavidas. Se hacen visibles cada día en el
estrecho de Gibraltar y en muchos otros puntos del planeta. Y además eso,
trágico como es, es sólo la punta del iceberg. La negativa a aceptar que el
crecimiento demográfico es una parte del problema no sólo quiebra el
razonamiento lógico. Al final, cuestiona también la dignidad y la vida porque
conduce a estados de cosas radicalmente intratables. La formulación rutinaria
e inconsistente de este tema resta fuerza a un discurso que resulta en
general honesto y convencido.
En términos de sociología ecológica, la argumentación de Bergoglio es más
cercana al ecosocialismo que a otras propuestas, como la modernización
ecológica o la ecología humana. En particular, es perceptible la influencia
de algunas versiones latinoamericanas de ese punto de vista, con ecos del
discurso comunitarista, del buen vivir, de la Carta de la Tierra€ No es
sorprendente que los neoliberales norteamericanos hayan comenzado
inmediatamente a minimizar la encíclica papal poniéndole la etiqueta de
marxista. En realidad, no creo que se trate de marxismo, sino más bien de la
elección de un interlocutor. De forma similar a cómo, en su tiempo, la
doctrina social de la iglesia fue una respuesta al socialismo, no exenta de
diálogo crítico con el mismo, se propone ahora una doctrina ecosocial de la
iglesia, escogiendo como referente a la ecología social. Es una especie de
aggiornamento, paralelo al que ya hace tiempo habían iniciado amplios
sectores de la izquierda latinoamericana, buscando en la ecología elementos
para refundar las convicciones emancipatorias socavadas por la caída del muro
de Berlín. Digámoslo de otro modo: ya había algo de tono profético en aquello
del ecologismo de los pobres.
Pensándolo bien, desde una perspectiva como la de esta encíclica, se
trata de un interlocutor muy adecuado. O, por lo menos, de uno que no resulta
en absoluto incoherente. En el universo de los discursos con conciencia
ecológica, ésos son los que han alcanzado mayor difusión popular y los que se
expresan con más calor emocional. Los más congruentes, a fin de cuentas, con
las funciones de cohesión social que corresponden a la religión (con sus
funciones compensatorias, que diría un marxista).
Sí resulta llamativo, en cambio, que la nueva doctrina ecosocial católica
lance el diálogo haciendo suyos tantos temas de sus interlocutores. La carta
papal no se ha dejado casi nada en el tintero. Decrecimiento selectivo,
simplicidad voluntaria, mejor con menos, conversión espiritual
anticonsumista, deuda ecológica, relocalización, reservas frente a los
transgénicos€ Sólo le ha faltado el ecofeminismo (aunque tal vez eso, como en
el tema de la población, habría sido pedir demasiado). Es una lástima porque,
de haberlo incluido, Jorge Bergoglio habría sonado como un auténtico avatar
de Vandana Shiva (una posibilidad que, lo confieso, me divierte y me
intriga).
Laudato Si´ propone integrar todo eso bajo el manto de la espiritualidad
franciscana. Por una parte, es algo obvio: hace mucho tiempo que Francisco de
Asís ha sido reconocido como santo patrón de los ecologistas, con el consenso
de muchos ateos. Por otra parte, se trata de un criterio potencialmente muy
polémico. Sospecho que las derivaciones doctrinales van a ser especialmente
relevantes en torno a este punto.
En 1967, en un artículo publicado en la revista Science, el historiador
Lynn White escribió lo siguiente: "El mayor revolucionario espiritual de
la historia de Occidente, San Francisco, propuso lo que pensó que era una
visión cristiana alternativa de la naturaleza y de la relación del hombre con
ella; intentó sustituir la idea del dominio ilimitado del hombre sobre la
creación por la idea de la igualdad entre todas las criaturas, incluido el
hombre. Fracasó. Tanto nuestra ciencia como nuestra tecnología actuales están
tan impregnadas de ortodoxa arrogancia cristiana hacia la naturaleza que no
puede esperarse ninguna solución para nuestra crisis ecológica que proceda
sólo de ellas."
La referencia es oportuna porque a mi juicio remite a un importante tema filosófico
que recorre muchas páginas de la encíclica. El tema es nada menos que el de
las relaciones entre la ciencia y la religión. Y los términos del debate
podrían esquematizarse de este modo: ¿Los peligros derivados de la ciencia y
la tecnología se deben a que éstas son poco cristianas, como mantiene
Bergoglio, o a que lo son mucho, como sostiene White?
White, especialista en historia medieval, argumentaba que la ciencia y la
tecnología modernas no pueden resolver por sí solas la crisis ecológica
porque, precisamente, quedaron muy impregnadas desde su mismo origen por la
visión de dominio absoluto sobre la naturaleza que difundió el cristianismo
tras la derrota de los seguidores revolucionarios de Francisco de Asís. El
texto de Bergoglio, por el contrario, bebe mucho de fuentes que atribuyen el
origen del mal a factores presuntamente externos (la modernidad, el ansia de
beneficio, la mentalidad consumista, el humanismo antropocéntrico€). Como si
la Iglesia Católica no tuviese nada que ver con todo eso. O, más
precisamente, como si todo eso la hubiese contaminado desde fuera sin llegar
a afectar a su verdadera esencia.
No afirmo que sea White quien tiene razón. No lo sé. La pregunta desborda
ampliamente mis escasos conocimientos. La planteo sólo porque hay tanta carga
en este punto que no me parece que pueda despacharse con una corrección
marginal, con un "es verdad que algunas veces los cristianos hemos
interpretado incorrectamente las Escrituras". O, dicho de otro modo: es
posible que esta encíclica, tan fuerte en ecología, flojee algo en historia.
Lo que sí me parece seguro, en cambio, es que marca una dirección que va a
dar mucho trabajo a los especialistas.
El tema, insisto, me parece teóricamente importante. Podría decirse que
en términos prácticos no debería serlo tanto (al menos para los no
creyentes). Pero no está claro que sea así. La afirmación de que hacen falta
una profunda espiritualidad y una conversión radical para hacer frente a la
crisis ecológica no es ninguna novedad en la cultura ecologista. Lo dijeron
Petra Kelly y Rudolf Bahro en los años ochenta del siglo pasado. Lo ha
recordado en su último libro el economista Herman Daly. Lo reiteran hoy con
mucha fuerza unos pocos filósofos merecedores de atención. La idea reclama un
examen a fondo. Y la pregunta de si lo que esa conversión requiere del
catolicismo es una renovación o una refundación no es una parte
insignificante en tal examen.
¡Bienvenido, en cualquier caso, un diálogo propuesto de forma tan rica y
compleja!
Ernest Garcia es profesor de
sociología en la Universidad de Valencia
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