martes, 25 de septiembre de 2012

Derecho a la pereza contra el frenesí productivista


DANIEL TANURO
Lunes 24 de septiembre de 2012
Intervención en el coloquio “El derecho a la pereza, necesario, urgente” en el centenario de la muerte de Paul Lafargue, Universidad Libre de Bruselas, 23 de noviembre de 2011
Por comodidad podría haber titulado esta intervención “Derecho a la pereza, necesidad ecológica”, pero la crisis ecológica no solo corrobora, sino que también cuestiona la obra de Paul Lafargue. La corrobora en la medida en que la urgencia ambiental exige poner fin al crecimiento productivista del capitalismo realmente existente, sustituir la producción de mercancías para obtener beneficio por la producción de valores de uso para satisfacer necesidades humanas reales. La cuestiona en la medida en que el capitalismo ha llevado a la humanidad a saquear recursos hasta el punto de poner en peligro determinados mecanismos fundamentales del “ecosistema Tierra”. Así, la concreción del derecho a la pereza no puede derivarse simplemente del levantamiento de las trabas capitalistas al desarrollo de las fuerzas productivas, en todo caso de las fuerzas materiales. En particular, es preciso volver a examinar críticamente el vínculo entre el aumento de la productividad del trabajo con ayuda de las máquinas y la alternativa socialista.
Trataré de ilustrar mi intervención a partir de los desafíos del clima y de la energía como manifestaciones importantes de la crisis ecológica.
Figura 1Impactos de los cambios climáticos en cinco ámbitos suponiendo un aumento de la temperatura entre 0 y 5 °C en el siglo xxi (en comparación con los promedios de 1980 a 1999). Fuente: IPCC, AR4, Synthesis Report
Tomada del “resumen ejecutivo” del cuarto informe del Grupo de Expertos Internacionales sobre la Evolución del Clima (GIEC), la figura 1 resume, en relación con distintos aumentos de la temperatura, las principales consecuencias del calentamiento global en cinco ámbitos: acceso al agua, evolución de los ecosistemas, producción agrícola, situación de las zonas costeras y salud humana. Hay que decir que los aumentos de temperatura indicados para el siglo xxi se basan en la temperatura media de finales del siglo xx: no incluyen por tanto el aumento ya observado desde la revolución industrial, que es de 0,7 °C. En otras palabras, el umbral mencionado a menudo de 2 °C de alza de la temperatura media en la superficie de la Tierra con respecto al periodo preindustrial equivale en esta figura a un alza de 1,3 °C. Está claro que las consecuencias de este aumento ya son muy graves, sobre todo en relación con el acceso al agua y con las zonas costeras. De hecho, a medida que avanza la ciencia de los cambios climáticos, se constata que el fenómeno se desarrolla mucho más rápidamente de lo previsto, lo que lleva a los especialistas a calcular que el límite que no conviene sobrepasar se sitúa más bien en torno a 1,5 °C o incluso a 1 °C de aumento. ¿Es posible respetar límites de este orden? Tomada del mismo informe del GIEC, la tabla 1 contiene los elementos de la respuesta a esta pregunta.
Tabla 1. Aumento a largo plazo de la temperatura media de la superficie y del nivel de los océanos (por mera dilatación térmica), en comparación con el periodo preindustrial, en función de seis niveles de concentración de anhídrido carbónico. Fuente: IPCC, AR4, Synthesis Report, Tabla 5.1.
Esta tabla nos muestra que el escenario de estabilización más radical corresponde a un recalentamiento de 2 a 2,4 °C (por tanto, por encima del umbral de 2 °C). Implica en particular un ascenso de 40 a 140 cm del nivel del mar, debido únicamente a la dilatación térmica de las masas de agua, es decir, sin contar la dislocación de los casquetes polares, que amenaza con acelerar notablemente el fenómeno. Los medios suelen señalar que los representantes de los Gobiernos discuten sobre la manera de no sobrepasar los 2 °C de aumento de la temperatura frente a la era preindustrial, pero esta manera de presentar las cosas es tendenciosa: por un lado, hoy está claro que ya no se podrá respetar el límite de los 2 °C, y por otro, se multiplican los indicios de que dicho límite no bastará para evitar consecuencias graves.
Efectos catastróficos
¿Adónde vamos a ir a parar? La Conferencia de Copenhague (la “COP 15”) de diciembre de 2009, adoptó el objetivo de mantener el aumento de la temperatura por debajo de los 2 °C. Sin embargo, en vez de imponer cuotas de emisión de gases de efecto invernadero (como ocurrió en la negociación del Protocolo de Kioto), recomendó a cada Gobierno que elaborara libremente un “plan climático” que debería notificar a la Secretaría del Convenio Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. Sobre la base de estos planes, los científicos calculan que vamos hacia un aumento de la temperatura comprendido entre 3,2 y 4,9 °C (con referencia a 1780) de aquí al final del siglo. Por sí sola, la dilatación térmica de las masas de agua provocaría en tal caso un aumento del nivel de los océanos comprendido entre 60 cm y 2,9 m. Es cierto que esta dilatación se produciría gradualmente a lo largo de mil años… pero los suspiros de alivio están fuera de lugar, puesto que con un calentamiento de 4 °C es más que probable que la dislocación de los casquetes polares adquiera muy pronto proporciones incontrolables. Esto podría comportar un ascenso adicional de dos metros o más del nivel del mar en un siglo. Nada de mil años, sino en los próximos decenios.
Los efectos de semejante escenario se desprenden de la figura 1. En concreto, de aquí al final del siglo, nos veríamos confrontados a una pérdida del 30 % de los humedales costeros del planeta, cientos de millones de personas más estarían expuestas a inundaciones, los servicios sanitarios tendrían que afrontar situaciones difíciles, el rendimiento de todos los cultivos de cereales disminuiría en todas las latitudes bajas, comportando incluso una disminución de la productividad agrícola global. Además del aumento del nivel del mar, el acceso al agua dulce es una de las cuestiones más preocupantes. Hay que saber que, con un aumento de la temperatura de apenas 2 °C (que los medios presentan como umbral de peligrosidad), el número de seres humanos que viven en condiciones de estrés hídrico aumentaría de dos a tres mil millones aproximadamente. Recordemos que la población mundial será probablemente de 9.000 millones de individuos… Eduardo Sartelli ha mencionado esta mañana las “poblaciones excedentarias” y se preguntaba qué podía hacer el capitalismo con ellas. No es ni mucho menos exagerado decir que las proyecciones en materia de cambio climático agravan el riesgo de soluciones bárbaras.
¿En qué medida es capaz el capitalismo de volverse “verde” y evitar de este modo un cambio climático grave? De entrada hay que insistir en que el calentamiento global se debe principalmente a la acumulación creciente en la atmósfera de dióxido de carbono (CO2) procedente de la quema de combustibles fósiles (petróleo, carbón y gas natural). Otras actividades humanas dan lugar a la emisión de otros gases de efecto invernadero, pero la quema de combustibles fósiles es el problema número uno. Esto es lo que se desprende claramente de la figura 2, que muestra la evolución de las emisiones de los diferentes gases de efecto invernadero clasificados según sus fuentes entre 1970 y 2005. Se aprecia que el CO2 emitido a raíz de la quema de combustibles fósiles es de lejos el factor más importante. También es el que aumenta más rápidamente… a pesar de los compromisos supuestamente contraídos cada año por los Gobiernos reunidos en las cumbres del clima.
Figura 2: Evolución entre 1970 y 2005 de las emisiones de los seis gases de efecto invernadero del Protocolo de Kioto, por fuente de emisión. Fuente: PBL Netherlands Environmental Assessment agency.
Dicho esto, volvamos sobre el capitalismo verde. El paso a una “economía verde” se ha convertido en un hilo conductor de numerosas publicaciones de instituciones como las Naciones Unidas, la OCDE y el Banco Mundial. Técnicamente es posible, en efecto, sustituir los combustibles fósiles por fuentes de energía renovables. El potencial técnico de estas últimas –la energía que puede ponerse a disposición de las necesidades humanas gracias a tecnologías existentes, sin contar eventuales revoluciones científicas futuras– supondría de 6 a 18 veces el consumo mundial actual, según las estimaciones. El problema técnico no es menor, pero las dificultades son ante todo políticas y sociales, y se derivan de dos mecanismos combinados, intrínsecos al capitalismo: la carrera por el beneficio y la acumulación. Son estos los que bloquean la transición.
Beneficio y acumulación capitalistas
En primer lugar, el beneficio. Los hechos y las cifras lo dicen todo. Evitar un cambio climático catastrófico implicaría renunciar a explotar el 80 % de las reservas conocidas de combustibles fósiles. Ahora bien, estas reservas pertenecen a empresas y Estados, que se han apropiado de ellas. Abandonarlas en las profundidades geológicas del planeta supondría para BP, Exxon Mobil, Shell, la familia real de Arabia Saudí y algunos otros agentes destruir una parte sustancial de su capital. No lo harán jamás, a menos que se les obligara. Ignorando deliberadamente este “detalle”, los economistas piensan que el mercado podría pilotar la transición si se internalizaran las “externalidades”, es decir, si el precio de los productos y servicios integrara el coste del cambio climático a fin de que las energías renovables puedan competir con los combustibles fósiles. Esta propuesta choca de entrada con una dificultad teórica insuperable: ¿qué precio atribuir a cosas que, al no ser fruto del trabajo humano, no tienen valor (por ejemplo, la biodiversidad)?
Independientemente de esta discusión teórica surge un problema práctico evidente desde el punto de vista del beneficio. En efecto, repasando los estudios sobre la internalización se descubren estimaciones como la de la Agencia Internacional de la Energía, según la cual una reducción de las emisiones a la mitad de aquí a 2050 (cosa que sin duda es insuficiente) requeriría que el precio marginal de la tonelada de CO2aumentara rápidamente a 500 u 800 dólares estadounidenses en ciertos sectores... Sabiendo que la combustión de una tonelada de gasóleo emite 2,4 toneladas de CO2, se entiende fácilmente por qué los intentos neoliberales de internalización están condenados en la práctica a ser insuficientes desde el punto de vista ecológico e injustos en el plano social.
El fondo del problema es que quienes poseen lo que podríamos llamar el “capital fósil” no piensan pagar la factura de la transición energética, cuando son los principales responsables del cambio climático. Estos grupos tienen un peso determinante en la economía mundial en virtud de su importancia estratégica y de su vinculación con el sector crediticio. Este último, en efecto, adelanta enormes sumas de dinero necesarias para las inversiones energéticas, que se planifican a 40 o 60 años vista. Las Naciones Unidas calculan que el coste global de la sustitución de las centrales eléctricas fósiles y nucleares ascendería a algo así como 15 o 20 billones de dólares (de un cuarto a un tercio del PIB mundial). La mayor parte de estas infraestructuras son de construcción reciente en economías emergentes. Como dice púdicamente el World Economic and Social Survey 2011 de la ONU, “es poco probable que el mundo vaya a decidir de un día para otro suprimir 15 a 20 billones de dólares en infraestructura y sustituirlos por un sistema energético renovable cuyo precio es todavía mayor”.
La acumulación de capital se deriva directamente de la carrera por el beneficio de capitales que compiten entre sí. Sin embargo, el análisis específico es particularmente esclarecedor en el marco de este debate. El problema, en efecto, es muy concreto: pasar de las fuentes fósiles a las renovables no es tan sencillo como cambiar de carburante en la estación de servicio, ya que es preciso reconstruir totalmente el sistema energético, lo que requiere inversiones gigantescas. Estas inversiones, a su vez, precisan energía. Puesto que esta energía es actualmente en un 80 % fósil, el resultado, si todos los demás factores permanecen invariables, es que la transición comporta en un primer tiempo un aumento de las emisiones de gas de efecto invernadero… y por tanto una aceleración del cambio climático. El caso es que no podemos permitirnos esta aceleración: para no sobrepasar excesivamente el umbral de los 2 °C de aumento de la temperatura media, las emisiones globales deberían comenzar a disminuir a más tardar en 2015. Por consiguiente, reducir las necesidades finales de energía es una condición indispensable de la transición.
¿Qué reducción y cómo? En la Unión Europea hay quienes consideran que para reducir las emisiones en un 60 % de aquí a 2050 (habría que reducirlas un 80 % por lo menos) sin recurrir a la energía nuclear, la demanda final de energía debería reducirse en torno a un 50 %. En EE UU, que son mucho más energívoros que en la UE, la reducción de la demanda debería ser del orden del 75 %. Es evidente que estos objetivos no se pueden alcanzar únicamente mediante esfuerzos individuales, por muy loables que sean. Bajar el termostato dos grados en un edificio reduce un 7 % el consumo de energía y la emisión de gas de efecto invernadero. Esto está bien, pero conviene reducirlo entre el 80 y el 95 % de aquí a 2050. Por consiguiente, es preciso adoptar medidas estructurales. Una parte no despreciable del objetivo puede lograrse mejorando la eficiencia energética de los aparatos, procedimientos y sistemas, luchando contra la obsolescencia programada de los equipos, etc. Pero esto no bastará. Es inevitable reducir notablemente la producción material y el transporte de mercancías, al menos en los países capitalistas desarrollados. Hay que producir menos… ¿En qué proporción? La respuesta no es evidente, pero una cosa es cierta: el sistema capitalista es totalmente incapaz de afrontar este reto. Como dijo Schumpeter, “un capitalismo estacionario es una contradicción en los términos”.
Lo que se ha expuesto hasta aquí es de dominio público y figura en documentos de organismos internacionales, algunos de los cuales (como por ejemplo los resúmenes del GIECC para los responsables de tomar las decisiones) comprometen a los Estados porque sus representantes han ratificado su contenido. Por tanto, se plantea una cuestión importante de responsabilidad política. Además, el cambio climático supone una amenaza de caos para las condiciones generales de producción que los responsables no pueden ignorar. De ahí que toda clase de entidades traten de imaginar situaciones que permitan compatibilizar la transición energética con la acumulación capitalista. La figura 3refleja el escenario “Blue map” de la Agencia Internacional de la Energía.
Figura 3: Escenario Blue map de la Agencia Internacional de la Energía para una reducción de las emisiones de CO2 del 50 % de aquí a 2050. Fuente: AIE, Perspectivas sobre tecnología energética, Escenarios y estrategias hasta 2050, Resumen ejecutivo.
Adoptado como referencia por numerosas instancias de la ONU, “Blue map” ilustra muy bien la incapacidad del sistema capitalista de hallar una salida aceptable desde el punto de vista social y ecológico. En lo que concierne al aspecto ecológico, saltan a la vista cuatro problemas. En primer lugar, el escenario solamente permite reducir las emisiones globales en un 50 % de aquí a 2050, cosa que probablemente es insuficiente. En segundo lugar, exige construir en todo el mundo 32 centrales nucleares de 1 GW al año durante 40 años (casi una por semana). Esto es imposible en la práctica, por no hablar del peligro inaceptable de semejante proyecto faraónico. En tercer lugar, postula el uso masivo de carbón (con captura y secuestro del carbono, es cierto –CCS en el gráfico–, pero el grado de fiabilidad de esta técnica es discutible, por un lado, y no elimina las demás contaminaciones causadas por la explotación de la hulla, por otro). En cuarto lugar, implica la utilización masiva de combustibles agrícolas y organismos genéticamente modificados (OGM).
La expresión “crisis sistémica” adquiere aquí todo su sentido. Se trata de una crisis de acumulación sin la que el capitalismo no puede sobrevivir. Pavan Sujdev, ex empleado del Deutsche Bank y coordinador del estudio de las Naciones Unidas sobre la transición a un modelo verde, resume con bastante lucidez la situación: “El modelo actual ha chocado con sus límites, tanto para mejorar las condiciones de vida que es capaz de ofrecer a los más pobres como con respecto a la huella ecológica que podemos imponer al planeta. Sin embargo, mis clientes solo invierten si hay promesas de beneficio y esto no va a cambiar”. Un marxista no lo habría expresado mejor… Conviene añadir, sin embargo, que la lógica de los “clientes” de Sujdev condena a varios centenares de millones de seres humanos, entre los más pobres, cuando ellos no son responsables del cambio climático ni prácticamente de nada más.
Las tesis de Lafargue
Aunque Marx no haya tenido conocimiento alguno sobre la amenaza del calentamiento planetario, su crítica del capital puso de manifiesto el fracaso inevitable de un modo de producción, que solo puede sobrevivir si genera constantemente nuevas necesidades. He aquí a este respecto una cita particularmente adecuada en el contexto actual de embestida capitalista por los recursos: “Habrá que explorar toda la naturaleza para descubrir objetos con propiedades y usos nuevos para intercambiar, a escala del universo, los productos de todas las latitudes y de todos los países y someter los frutos de la naturaleza a tratamientos (artificiales) para darles nuevos valores de uso”. Por tanto, no es extraño que el mensaje de su yerno y camarada Lafargue conserve la contundencia que siempre ha tenido. Creo que este texto hay que tomárselo muy en serio. No se dirige a obreros desclasados o alcohólicos, y su tono panfletario y provocador pretende hacer pensar a los obreros conscientes que han integrado completamente la ideología capitalista del trabajo.
Como panfleto, precisamente, “El derecho a la pereza” es muy actual. Nuestras organizaciones sindicales merecerían verse sacudidas por su contenido, y más vigorosamente aún, cuando a pesar de algunas voces discordantes, pero poco audibles, abogan por el relanzamiento económico. En efecto, aparte de que las condiciones capitalistas de un relanzamiento son socialmente inaceptables, no se puede ignorar que ese relanzamiento comportaría una catástrofe ecológica irreparable cuyas víctimas serán los trabajadores y trabajadores más precarias y pobres del planeta. Ese discurso de pocas miras sobre el relanzamiento es contrario al mensaje ético fundamental que debería hacer suyo el movimiento sindical. Lafargue tiene razón más que nunca: no hay que producir más, sino menos; producir para satisfacer necesidades reales; por consiguiente, también hay que trabajar menos, pero trabajar todos, trabajar de otra manera, reducir el tiempo de trabajo y los ritmos de trabajo –sin pérdida del salario y con contratación proporcional– y suprimir las producciones inútiles o nocivas. Lafargue es además muy actual cuando insiste en esta última cuestión, vinculándola a la necesaria reconversión de los trabajadores ocupados en sectores como la fabricación de armas.
Marxista que era, Lafargue consideraba que tratar de satisfacer las reivindicaciones sociales en el marco de la acumulación equivale para los obreros forjar la cadena de su esclavitud. Él se situaba en la perspectiva de otro tipo de sociedad, una sociedad que produce valores de uso para satisfacer necesidades sociales democráticamente definidas, en vez de valores de cambio en beneficio de una minoría, es decir, en la perspectiva de una sociedad socialista. A pesar de las enormes dificultades con que choca, este mensaje también es objetivamente de gran actualidad. Al mismo tiempo, ni que decir tiene que la novedad fundamental de la crisis ecológica también le reclama una respuesta. Cuando numerosas necesidades humanas fundamentales quedan insatisfechas, la transición hacia una sociedad socialista ha de realizarse, como hemos visto, bajo estrictas restricciones ambientales, que implican producir globalmente menos. Es una situación sin precedentes. La reducción del 95 % de las emisiones en los países capitalistas desarrollados de aquí a 2050 debe considerarse un “imperativo categórico”.
Esto plantea un problema importante en el plano teórico, un problema que ya entrevió Ernest Mandel cuando escribió, sobre el tema de la transición, que “más allá de cierto nivel, el crecimiento de las fuerzas productivas y el crecimiento de las relaciones mercantiles-monetarias puede apartar a la sociedad de su objetivo socialista en vez de acercarla al mismo”. Ha llegado el momento de profundizar en esta reflexión, de atreverse a afirmar que el capitalismo ha ido demasiado lejos en el desarrollo de las fuerzas productivas materiales, al menos en los países “desarrollados”. Hay que criticar a los partidarios del decrecimiento por determinadas concepciones científicas, filosóficas, políticas y sociales, pero es preciso darles la razón en esta cuestión: es indispensable reducir la producción material, redistribuir radicalmente las riquezas y abolir la propiedad intelectual sobre las tecnologías limpias, para que los países dominados puedan materializar su derecho al desarrollo. Porque el problema es tan acuciante que no bastará reducir las emisiones tan solo en los países capitalistas desarrollados. Reducir las emisiones entre un 50 y un 85 % a escala mundial es una de las condiciones para evitar una catástrofe de gran amplitud. Esto implica que los países del Sur emprendan una vía de desarrollo distinta de la que están siguiendo hoy, que es social y ecológicamente destructiva.
Los adversarios del capitalismo se ven por tanto confrontados con una problemática fundamental, que implica desmarcarse de Lafargue en un aspecto importante. Hay que dejar de considerar que todo aumento capitalista de la productividad del trabajo nos acerca a la emancipación, creando las condiciones para que el reino de la libertad sea lo más grande posible en comparación con el reino de la necesidad. Para los marxistas críticos, la técnica no es más neutral que las instituciones. Por tanto, el derecho a la pereza saldría ganando si se acompañara de una crítica de las máquinas y de la tecnología. Este aspecto está ausente en el panfleto de Lafargue. Mi planteamiento confluye en este punto con el de Guillaume Paoli, que en relación con el maquinismo ha puesto el dedo en una llaga importante del “derecho a la pereza”.
No al aumento de la productividad del trabajo
El ejemplo de la agricultura demuestra claramente que es indispensable rechazar el aumento de la productividad del trabajo y que hay que descartar todo discurso simplista sobre la liberación por las máquinas. Se calcula que la producción, la distribución y el consumo de los productos agrícolas y forestales son responsables del 44 al 57 % de las emisiones de gases de efecto invernadero. Estas cifras se refieren al conjunto de la actividad agraria y sectores relacionados con ella, y por tanto incluyen la industria mecánica que fabrica la maquinaria, la industria química que produce los insumos, una parte del sector del transporte, de la industria de pasta de papel, etc. Así y todo, estas cifras de emisión indican que es ilusorio considerar que la salvación del clima podría conseguirse diciendo simplemente: “los ricos pagarán”. Los “ricos” han de pagar, sin duda, y en particular la expropiación de los sectores de la energía y de las finanzas será una condición indispensable de la transición. Pero aparte de esto, esta transición implicará asimismo un cambio de nuestros hábitos de vida, en especial de consumo de alimentos. Este cambio no es necesariamente negativo; una de las tareas de los anticapitalistas consiste incluso en mostrar sus aspectos positivos, en particular para la salud. Pero no hay que subestimar la profundidad del cambio.
A medio y largo plazo, la transición no solo afectará a la alimentación, sino también al trabajo. En efecto, salvar el clima y el medio ambiente en general exige pasar a una agricultura ecológica de proximidad, que funcione en un contexto de soberanía alimentaria. Se trata en particular de crear setos, humedales, de limitar el tamaño de las explotaciones (30 hectáreas por agricultor según el relator especial de las Naciones Unidas, Olivier De Schutter). Todo esto obligará a aumentar notablemente la proporción de la fuerza de trabajo social invertida en el sector agrícola y forestal, así como más ampliamente en el mantenimiento del medio ambiente. Esta idea le parecerá retrógrada a más de un marxista, pero no es incoherente con la denuncia que hizo Marx de la “laguna irremediable” que han creado la agricultura y la industria capitalistas al “reducir la población agrícola a un mínimo que no deja de disminuir frente a una población obrera que crece sin cesar” en detrimento del “equilibrio complejo creado por las leyes naturales de la vida”. Este aumento de la proporción del trabajo agrícola y ambiental no significa el retorno a la azada, sino que puede implicar tareas de alto contenido científico o técnico. Son tareas que se pueden mecanizar por completo, pero requieren inteligencia y observación y la sensibilidad de los seres humanos. Todo esto apunta en dirección a una necesaria revolución cultural centrada en la idea de que hace falta cuidar el medio ambiente casi como se cuida a las personas en la atención sanitaria, en la enseñanza y la educación. El movimiento obrero está familiarizado con estas nociones de cuidado e importancia del trabajo humano en los cuidados. Se trata de aplicarlas a todos los seres vivos, sin lo cual no puede haber una transición hacia un sistema energético basado en las energías renovables.
Estas consideraciones no dejan de tener implicaciones en las condiciones en que puede plantearse hoy el derecho a la pereza. Más allá de los alegatos a favor o en contra del trabajo, hay que recordar que este nos viene impuesto por nuestra condición de especie animal que mantiene con la naturaleza que le rodea una relación social mediatizada de producción que se denomina “trabajo”. El problema no es el trabajo en general, sino las formas de trabajar, en particular el trabajo explotado, el trabajo forzado. Retomando la famosa cita de Marx sobre los reinos de la necesidad y de la libertad, se podría decir que este último pasa por una redefinición, una nueva manera de entender y una relocalización colectiva del reino de la necesidad, es decir, de la producción de valores de uso indispensables para nuestra existencia social. Desde el punto de vista formal, este proceso equivale de hecho a suprimir el trabajo como actividad social separada de la vida y que la mutila.
Concluiré expresando algunas ideas sobre lo que podría ser una estrategia ecosocialista de la “pereza”. Se trata, de entrada, de completar la definición clásica de una sociedad socialista tal como se concebía en tiempos de Lafargue: la producción de valores de uso democráticamente determinada por los productores asociados. Hoy, esta definición es insuficiente: hay que añadir la necesidad de respetar los límites ecológicos, insistiendo en la prudencia que es preciso observar con respecto a los equilibrios ecológicos, y abandonar los fantasmas cientifistas sobre la dominación de la naturaleza, etc. El problema es que la relación de fuerzas en que nos hallamos es horrible. Hay todo un abismo entre la imperiosa necesidad objetiva de salir del capitalismo y los niveles de conciencia de las poblaciones. Es una situación difícil que no tiene escapatoria, al menos no en el plano social masivo. Es posible desarrollar experiencias alternativas minoritarias, pero una solución positiva de los problemas ecosociales pasa por una reacción de la masa de explotados. No hay atajos, y por tanto quisiera proponer algunas cuestiones con vistas a introducir en las luchas de los trabajadores y trabajadoras de hoy la idea de que el crecimiento es el problema y no la solución.
Primera idea: menos sector privado y más sector público. No es posible hacer frente a las necesidades de la transición energética sobre la base de los mecanismos de mercado. En estos momentos, casi todas las energías renovables son más caras que las energías fósiles; hace falta, por tanto, que el sector público se haga cargo de la transición energética.
Segunda idea: la gratuidad. Actualmente es una idea fuerza, tanto más fuerte cuanto que estamos obligados a pasar a las renovables, cosa que nadie niega en teoría. En última instancia, todas las energías renovables (las energías fósiles también, por cierto) son solares, salvo la geotérmica y la mareomotriz. Ahora bien, ¿a quién pertenece el Sol? Su apropiación capitalista es una idea absurda. Hay ahí un gancho ideológico para reivindicar la gratuidad del abastecimiento de calor, agua, movilidad, electricidad, etc. hasta un nivel básico determinado socialmente, con una tarificación rápidamente progresiva a partir de este nivel (a la inversa de los mecanismos vigentes hoy en día: cuanta menos electricidad se consume, más se paga por kWh).
Tercera idea: la reducción del tiempo de trabajo. Hoy parece estar fuera de nuestro alcance, vista la relación de fuerzas. Sin embargo, una serie de batallas muy actuales están relacionadas directamente con esta cuestión. En particular, la batalla contra la prolongación de la duración de la carrera y contra el aumento de la edad de jubilación.
Finalmente, un elemento clave hacia una estrategia ecosocialista de la pereza es la reapropiación de la democracia. Estamos sufriendo ahora un régimen de despotismo al servicio del capital financiero, es decir, al servicio de una ínfima minoría de la población. Ni siquiera es ya la democracia parlamentaria burguesa. Es esta una fuente de indignación muy potente, que se traduce en los movimientos por la reapropiación del tiempo y del espacio, en particular del espacio público.
23/11/2011
Traducción: VIENTO SUR

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