DANIEL TANURO
Lunes 24 de septiembre de 2012
Intervención en el
coloquio “El derecho a la pereza, necesario, urgente” en el centenario de la
muerte de Paul Lafargue, Universidad Libre de Bruselas, 23 de noviembre de 2011
Por comodidad podría haber titulado
esta intervención “Derecho a la pereza, necesidad ecológica”, pero la crisis
ecológica no solo corrobora, sino que también cuestiona la obra de Paul
Lafargue. La corrobora en la medida en que la urgencia ambiental exige poner
fin al crecimiento productivista del capitalismo realmente existente, sustituir
la producción de mercancías para obtener beneficio por la producción de valores
de uso para satisfacer necesidades humanas reales. La cuestiona en la medida en
que el capitalismo ha llevado a la humanidad a saquear recursos hasta el punto
de poner en peligro determinados mecanismos fundamentales del “ecosistema
Tierra”. Así, la concreción del derecho a la pereza no puede derivarse
simplemente del levantamiento de las trabas capitalistas al desarrollo de las
fuerzas productivas, en todo caso de las fuerzas materiales. En particular, es
preciso volver a examinar críticamente el vínculo entre el aumento de la
productividad del trabajo con ayuda de las máquinas y la alternativa
socialista.
Trataré de ilustrar mi intervención a
partir de los desafíos del clima y de la energía como manifestaciones
importantes de la crisis ecológica.
Figura 1. Impactos de
los cambios climáticos en cinco ámbitos suponiendo un aumento de la temperatura
entre 0 y 5 °C en el siglo xxi (en comparación con los promedios de 1980 a
1999). Fuente: IPCC, AR4, Synthesis Report
Tomada del “resumen ejecutivo” del
cuarto informe del Grupo de Expertos Internacionales sobre la Evolución del
Clima (GIEC), la figura 1 resume, en relación con distintos
aumentos de la temperatura, las principales consecuencias del calentamiento
global en cinco ámbitos: acceso al agua, evolución de los ecosistemas,
producción agrícola, situación de las zonas costeras y salud humana. Hay que
decir que los aumentos de temperatura indicados para el siglo xxi se basan en
la temperatura media de finales del siglo xx: no incluyen por tanto el aumento
ya observado desde la revolución industrial, que es de 0,7 °C. En otras
palabras, el umbral mencionado a menudo de 2 °C de alza de la temperatura media
en la superficie de la Tierra con respecto al periodo preindustrial equivale en
esta figura a un alza de 1,3 °C. Está claro que las consecuencias de este
aumento ya son muy graves, sobre todo en relación con el acceso al agua y con
las zonas costeras. De hecho, a medida que avanza la ciencia de los cambios
climáticos, se constata que el fenómeno se desarrolla mucho más rápidamente de
lo previsto, lo que lleva a los especialistas a calcular que el límite que no
conviene sobrepasar se sitúa más bien en torno a 1,5 °C o incluso a 1 °C de
aumento. ¿Es posible respetar límites de este orden? Tomada del mismo informe
del GIEC, la tabla 1 contiene los elementos de la respuesta a esta
pregunta.
Tabla 1. Aumento a
largo plazo de la temperatura media de la superficie y del nivel de los océanos
(por mera dilatación térmica), en comparación con el periodo preindustrial, en
función de seis niveles de concentración de anhídrido carbónico. Fuente: IPCC,
AR4, Synthesis Report, Tabla 5.1.
Esta tabla nos muestra que el escenario
de estabilización más radical corresponde a un recalentamiento de 2 a 2,4 °C
(por tanto, por encima del umbral de 2 °C). Implica en particular un ascenso de
40 a 140 cm del nivel del mar, debido únicamente a la dilatación térmica de las
masas de agua, es decir, sin contar la dislocación de los casquetes polares,
que amenaza con acelerar notablemente el fenómeno. Los medios suelen señalar
que los representantes de los Gobiernos discuten sobre la manera de no
sobrepasar los 2 °C de aumento de la temperatura frente a la era preindustrial,
pero esta manera de presentar las cosas es tendenciosa: por un lado, hoy está
claro que ya no se podrá respetar el límite de los 2 °C, y por otro, se
multiplican los indicios de que dicho límite no bastará para evitar
consecuencias graves.
Efectos catastróficos
¿Adónde vamos a ir a parar? La
Conferencia de Copenhague (la “COP 15”) de diciembre de 2009, adoptó el
objetivo de mantener el aumento de la temperatura por debajo de los 2 °C. Sin
embargo, en vez de imponer cuotas de emisión de gases de efecto invernadero
(como ocurrió en la negociación del Protocolo de Kioto), recomendó a cada
Gobierno que elaborara libremente un “plan climático” que debería notificar a
la Secretaría del Convenio Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio
Climático. Sobre la base de estos planes, los científicos calculan que vamos
hacia un aumento de la temperatura comprendido entre 3,2 y 4,9 °C (con
referencia a 1780) de aquí al final del siglo. Por sí sola, la dilatación
térmica de las masas de agua provocaría en tal caso un aumento del nivel de los
océanos comprendido entre 60 cm y 2,9 m. Es cierto que esta dilatación se
produciría gradualmente a lo largo de mil años… pero los suspiros de alivio
están fuera de lugar, puesto que con un calentamiento de 4 °C es más que
probable que la dislocación de los casquetes polares adquiera muy pronto
proporciones incontrolables. Esto podría comportar un ascenso adicional de dos
metros o más del nivel del mar en un siglo. Nada de mil años, sino en los
próximos decenios.
Los efectos de semejante escenario se
desprenden de la figura 1. En concreto, de aquí al final del siglo,
nos veríamos confrontados a una pérdida del 30 % de los humedales costeros del
planeta, cientos de millones de personas más estarían expuestas a inundaciones,
los servicios sanitarios tendrían que afrontar situaciones difíciles, el
rendimiento de todos los cultivos de cereales disminuiría en todas las
latitudes bajas, comportando incluso una disminución de la productividad
agrícola global. Además del aumento del nivel del mar, el acceso al agua dulce
es una de las cuestiones más preocupantes. Hay que saber que, con un aumento de
la temperatura de apenas 2 °C (que los medios presentan como umbral de
peligrosidad), el número de seres humanos que viven en condiciones de estrés
hídrico aumentaría de dos a tres mil millones aproximadamente. Recordemos que
la población mundial será probablemente de 9.000 millones de individuos… Eduardo
Sartelli ha mencionado esta mañana las “poblaciones excedentarias” y se
preguntaba qué podía hacer el capitalismo con ellas. No es ni mucho menos
exagerado decir que las proyecciones en materia de cambio climático agravan el
riesgo de soluciones bárbaras.
¿En qué medida es capaz el capitalismo
de volverse “verde” y evitar de este modo un cambio climático grave? De entrada
hay que insistir en que el calentamiento global se debe principalmente a la
acumulación creciente en la atmósfera de dióxido de carbono (CO2)
procedente de la quema de combustibles fósiles (petróleo, carbón y gas
natural). Otras actividades humanas dan lugar a la emisión de otros gases de
efecto invernadero, pero la quema de combustibles fósiles es el problema número
uno. Esto es lo que se desprende claramente de la figura 2, que
muestra la evolución de las emisiones de los diferentes gases de efecto
invernadero clasificados según sus fuentes entre 1970 y 2005. Se aprecia que el
CO2 emitido a raíz de la quema de combustibles fósiles es de
lejos el factor más importante. También es el que aumenta más rápidamente… a
pesar de los compromisos supuestamente contraídos cada año por los Gobiernos
reunidos en las cumbres del clima.
Figura 2: Evolución
entre 1970 y 2005 de las emisiones de los seis gases de efecto invernadero del
Protocolo de Kioto, por fuente de emisión. Fuente: PBL Netherlands
Environmental Assessment agency.
Dicho esto, volvamos sobre el
capitalismo verde. El paso a una “economía verde” se ha convertido en un hilo
conductor de numerosas publicaciones de instituciones como las Naciones Unidas,
la OCDE y el Banco Mundial. Técnicamente es posible, en efecto, sustituir los
combustibles fósiles por fuentes de energía renovables. El potencial técnico de
estas últimas –la energía que puede ponerse a disposición de las necesidades
humanas gracias a tecnologías existentes, sin contar eventuales revoluciones
científicas futuras– supondría de 6 a 18 veces el consumo mundial actual, según
las estimaciones. El problema técnico no es menor, pero las dificultades son
ante todo políticas y sociales, y se derivan de dos mecanismos combinados,
intrínsecos al capitalismo: la carrera por el beneficio y la acumulación. Son
estos los que bloquean la transición.
Beneficio y
acumulación capitalistas
En primer lugar, el beneficio. Los
hechos y las cifras lo dicen todo. Evitar un cambio climático catastrófico
implicaría renunciar a explotar el 80 % de las reservas conocidas de
combustibles fósiles. Ahora bien, estas reservas pertenecen a empresas y Estados,
que se han apropiado de ellas. Abandonarlas en las profundidades geológicas del
planeta supondría para BP, Exxon Mobil, Shell, la familia real de Arabia Saudí
y algunos otros agentes destruir una parte sustancial de su capital. No lo
harán jamás, a menos que se les obligara. Ignorando deliberadamente este
“detalle”, los economistas piensan que el mercado podría pilotar la transición
si se internalizaran las “externalidades”, es decir, si el precio de los
productos y servicios integrara el coste del cambio climático a fin de que las
energías renovables puedan competir con los combustibles fósiles. Esta
propuesta choca de entrada con una dificultad teórica insuperable: ¿qué precio
atribuir a cosas que, al no ser fruto del trabajo humano, no tienen valor (por
ejemplo, la biodiversidad)?
Independientemente de esta discusión
teórica surge un problema práctico evidente desde el punto de vista del
beneficio. En efecto, repasando los estudios sobre la internalización se
descubren estimaciones como la de la Agencia Internacional de la Energía, según
la cual una reducción de las emisiones a la mitad de aquí a 2050 (cosa que sin
duda es insuficiente) requeriría que el precio marginal de la tonelada de CO2aumentara
rápidamente a 500 u 800 dólares estadounidenses en ciertos sectores... Sabiendo
que la combustión de una tonelada de gasóleo emite 2,4 toneladas de CO2,
se entiende fácilmente por qué los intentos neoliberales de internalización
están condenados en la práctica a ser insuficientes desde el punto de vista ecológico
e injustos en el plano social.
El fondo del problema es que quienes
poseen lo que podríamos llamar el “capital fósil” no piensan pagar la factura
de la transición energética, cuando son los principales responsables del cambio
climático. Estos grupos tienen un peso determinante en la economía mundial en
virtud de su importancia estratégica y de su vinculación con el sector
crediticio. Este último, en efecto, adelanta enormes sumas de dinero necesarias
para las inversiones energéticas, que se planifican a 40 o 60 años vista. Las
Naciones Unidas calculan que el coste global de la sustitución de las centrales
eléctricas fósiles y nucleares ascendería a algo así como 15 o 20 billones de
dólares (de un cuarto a un tercio del PIB mundial). La mayor parte de estas
infraestructuras son de construcción reciente en economías emergentes. Como
dice púdicamente el World Economic and Social Survey 2011 de la ONU, “es
poco probable que el mundo vaya a decidir de un día para otro suprimir 15 a 20
billones de dólares en infraestructura y sustituirlos por un sistema energético
renovable cuyo precio es todavía mayor”.
La acumulación de capital se deriva
directamente de la carrera por el beneficio de capitales que compiten entre sí.
Sin embargo, el análisis específico es particularmente esclarecedor en el marco
de este debate. El problema, en efecto, es muy concreto: pasar de las fuentes
fósiles a las renovables no es tan sencillo como cambiar de carburante en la
estación de servicio, ya que es preciso reconstruir totalmente el sistema
energético, lo que requiere inversiones gigantescas. Estas inversiones, a su
vez, precisan energía. Puesto que esta energía es actualmente en un 80 % fósil,
el resultado, si todos los demás factores permanecen invariables, es que la
transición comporta en un primer tiempo un aumento de las emisiones de gas de
efecto invernadero… y por tanto una aceleración del cambio climático. El caso
es que no podemos permitirnos esta aceleración: para no sobrepasar
excesivamente el umbral de los 2 °C de aumento de la temperatura media, las
emisiones globales deberían comenzar a disminuir a más tardar en 2015. Por
consiguiente, reducir las necesidades finales de energía es una condición
indispensable de la transición.
¿Qué reducción y cómo? En la Unión
Europea hay quienes consideran que para reducir las emisiones en un 60 % de
aquí a 2050 (habría que reducirlas un 80 % por lo menos) sin recurrir a la
energía nuclear, la demanda final de energía debería reducirse en torno a un 50
%. En EE UU, que son mucho más energívoros que en la UE, la reducción de la
demanda debería ser del orden del 75 %. Es evidente que estos objetivos no se
pueden alcanzar únicamente mediante esfuerzos individuales, por muy loables que
sean. Bajar el termostato dos grados en un edificio reduce un 7 % el consumo de
energía y la emisión de gas de efecto invernadero. Esto está bien, pero
conviene reducirlo entre el 80 y el 95 % de aquí a 2050. Por consiguiente, es
preciso adoptar medidas estructurales. Una parte no despreciable del objetivo puede
lograrse mejorando la eficiencia energética de los aparatos, procedimientos y
sistemas, luchando contra la obsolescencia programada de los equipos, etc. Pero
esto no bastará. Es inevitable reducir notablemente la producción material y el
transporte de mercancías, al menos en los países capitalistas desarrollados.
Hay que producir menos… ¿En qué proporción? La respuesta no es evidente, pero
una cosa es cierta: el sistema capitalista es totalmente incapaz de afrontar
este reto. Como dijo Schumpeter, “un capitalismo estacionario es una
contradicción en los términos”.
Lo que se ha expuesto hasta aquí es de
dominio público y figura en documentos de organismos internacionales, algunos
de los cuales (como por ejemplo los resúmenes del GIECC para los responsables
de tomar las decisiones) comprometen a los Estados porque sus representantes
han ratificado su contenido. Por tanto, se plantea una cuestión importante de
responsabilidad política. Además, el cambio climático supone una amenaza de
caos para las condiciones generales de producción que los responsables no
pueden ignorar. De ahí que toda clase de entidades traten de imaginar
situaciones que permitan compatibilizar la transición energética con la
acumulación capitalista. La figura 3refleja el escenario “Blue map”
de la Agencia Internacional de la Energía.
Figura 3: Escenario
Blue map de la Agencia Internacional de la Energía para una reducción de las
emisiones de CO2 del 50 % de aquí a 2050. Fuente: AIE,
Perspectivas sobre tecnología energética, Escenarios y estrategias hasta 2050,
Resumen ejecutivo.
Adoptado como referencia por numerosas
instancias de la ONU, “Blue map” ilustra muy bien la incapacidad del sistema
capitalista de hallar una salida aceptable desde el punto de vista social y
ecológico. En lo que concierne al aspecto ecológico, saltan a la vista cuatro
problemas. En primer lugar, el escenario solamente permite reducir las
emisiones globales en un 50 % de aquí a 2050, cosa que probablemente es
insuficiente. En segundo lugar, exige construir en todo el mundo 32 centrales
nucleares de 1 GW al año durante 40 años (casi una por semana). Esto es
imposible en la práctica, por no hablar del peligro inaceptable de semejante
proyecto faraónico. En tercer lugar, postula el uso masivo de carbón (con
captura y secuestro del carbono, es cierto –CCS en el gráfico–, pero el grado
de fiabilidad de esta técnica es discutible, por un lado, y no elimina las
demás contaminaciones causadas por la explotación de la hulla, por otro). En
cuarto lugar, implica la utilización masiva de combustibles agrícolas y
organismos genéticamente modificados (OGM).
La expresión “crisis sistémica”
adquiere aquí todo su sentido. Se trata de una crisis de acumulación sin la que
el capitalismo no puede sobrevivir. Pavan Sujdev, ex empleado del Deutsche Bank
y coordinador del estudio de las Naciones Unidas sobre la transición a un
modelo verde, resume con bastante lucidez la situación: “El modelo actual ha
chocado con sus límites, tanto para mejorar las condiciones de vida que es
capaz de ofrecer a los más pobres como con respecto a la huella ecológica que
podemos imponer al planeta. Sin embargo, mis clientes solo invierten si hay
promesas de beneficio y esto no va a cambiar”. Un marxista no lo habría
expresado mejor… Conviene añadir, sin embargo, que la lógica de los “clientes”
de Sujdev condena a varios centenares de millones de seres humanos, entre los
más pobres, cuando ellos no son responsables del cambio climático ni
prácticamente de nada más.
Las tesis de Lafargue
Aunque Marx no haya tenido conocimiento
alguno sobre la amenaza del calentamiento planetario, su crítica del capital
puso de manifiesto el fracaso inevitable de un modo de producción, que solo
puede sobrevivir si genera constantemente nuevas necesidades. He aquí a este
respecto una cita particularmente adecuada en el contexto actual de embestida
capitalista por los recursos: “Habrá que explorar toda la naturaleza para
descubrir objetos con propiedades y usos nuevos para intercambiar, a escala del
universo, los productos de todas las latitudes y de todos los países y someter
los frutos de la naturaleza a tratamientos (artificiales) para darles nuevos
valores de uso”. Por tanto, no es extraño que el mensaje de su yerno y
camarada Lafargue conserve la contundencia que siempre ha tenido. Creo que este
texto hay que tomárselo muy en serio. No se dirige a obreros desclasados o
alcohólicos, y su tono panfletario y provocador pretende hacer pensar a los
obreros conscientes que han integrado completamente la ideología capitalista
del trabajo.
Como panfleto, precisamente, “El
derecho a la pereza” es muy actual. Nuestras organizaciones sindicales
merecerían verse sacudidas por su contenido, y más vigorosamente aún, cuando a
pesar de algunas voces discordantes, pero poco audibles, abogan por el
relanzamiento económico. En efecto, aparte de que las condiciones capitalistas
de un relanzamiento son socialmente inaceptables, no se puede ignorar que ese
relanzamiento comportaría una catástrofe ecológica irreparable cuyas víctimas
serán los trabajadores y trabajadores más precarias y pobres del planeta. Ese
discurso de pocas miras sobre el relanzamiento es contrario al mensaje ético
fundamental que debería hacer suyo el movimiento sindical. Lafargue tiene razón
más que nunca: no hay que producir más, sino menos; producir para satisfacer
necesidades reales; por consiguiente, también hay que trabajar menos, pero
trabajar todos, trabajar de otra manera, reducir el tiempo de trabajo y los
ritmos de trabajo –sin pérdida del salario y con contratación proporcional– y
suprimir las producciones inútiles o nocivas. Lafargue es además muy actual
cuando insiste en esta última cuestión, vinculándola a la necesaria
reconversión de los trabajadores ocupados en sectores como la fabricación de
armas.
Marxista que era, Lafargue consideraba
que tratar de satisfacer las reivindicaciones sociales en el marco de la
acumulación equivale para los obreros forjar la cadena de su esclavitud. Él se
situaba en la perspectiva de otro tipo de sociedad, una sociedad que produce
valores de uso para satisfacer necesidades sociales democráticamente definidas,
en vez de valores de cambio en beneficio de una minoría, es decir, en la
perspectiva de una sociedad socialista. A pesar de las enormes dificultades con
que choca, este mensaje también es objetivamente de gran actualidad. Al mismo
tiempo, ni que decir tiene que la novedad fundamental de la crisis ecológica
también le reclama una respuesta. Cuando numerosas necesidades humanas
fundamentales quedan insatisfechas, la transición hacia una sociedad socialista
ha de realizarse, como hemos visto, bajo estrictas restricciones ambientales,
que implican producir globalmente menos. Es una situación sin precedentes. La
reducción del 95 % de las emisiones en los países capitalistas desarrollados de
aquí a 2050 debe considerarse un “imperativo categórico”.
Esto plantea un problema importante en
el plano teórico, un problema que ya entrevió Ernest Mandel cuando escribió,
sobre el tema de la transición, que “más allá de cierto nivel, el
crecimiento de las fuerzas productivas y el crecimiento de las relaciones
mercantiles-monetarias puede apartar a la sociedad de su objetivo socialista en
vez de acercarla al mismo”. Ha llegado el momento de profundizar en esta
reflexión, de atreverse a afirmar que el capitalismo ha ido demasiado lejos en
el desarrollo de las fuerzas productivas materiales, al menos en los países
“desarrollados”. Hay que criticar a los partidarios del decrecimiento por
determinadas concepciones científicas, filosóficas, políticas y sociales, pero
es preciso darles la razón en esta cuestión: es indispensable reducir la
producción material, redistribuir radicalmente las riquezas y abolir la
propiedad intelectual sobre las tecnologías limpias, para que los países
dominados puedan materializar su derecho al desarrollo. Porque el problema es
tan acuciante que no bastará reducir las emisiones tan solo en los países
capitalistas desarrollados. Reducir las emisiones entre un 50 y un 85 % a
escala mundial es una de las condiciones para evitar una catástrofe de gran amplitud.
Esto implica que los países del Sur emprendan una vía de desarrollo distinta de
la que están siguiendo hoy, que es social y ecológicamente destructiva.
Los adversarios del capitalismo se ven
por tanto confrontados con una problemática fundamental, que implica
desmarcarse de Lafargue en un aspecto importante. Hay que dejar de considerar
que todo aumento capitalista de la productividad del trabajo nos acerca a la
emancipación, creando las condiciones para que el reino de la libertad sea lo
más grande posible en comparación con el reino de la necesidad. Para los
marxistas críticos, la técnica no es más neutral que las instituciones. Por
tanto, el derecho a la pereza saldría ganando si se acompañara de una crítica
de las máquinas y de la tecnología. Este aspecto está ausente en el panfleto de
Lafargue. Mi planteamiento confluye en este punto con el de Guillaume Paoli,
que en relación con el maquinismo ha puesto el dedo en una llaga importante del
“derecho a la pereza”.
No al aumento de la
productividad del trabajo
El ejemplo de la agricultura demuestra
claramente que es indispensable rechazar el aumento de la productividad del
trabajo y que hay que descartar todo discurso simplista sobre la liberación por
las máquinas. Se calcula que la producción, la distribución y el consumo de los
productos agrícolas y forestales son responsables del 44 al 57 % de las
emisiones de gases de efecto invernadero. Estas cifras se refieren al conjunto
de la actividad agraria y sectores relacionados con ella, y por tanto incluyen
la industria mecánica que fabrica la maquinaria, la industria química que
produce los insumos, una parte del sector del transporte, de la industria de
pasta de papel, etc. Así y todo, estas cifras de emisión indican que es
ilusorio considerar que la salvación del clima podría conseguirse diciendo
simplemente: “los ricos pagarán”. Los “ricos” han de pagar, sin duda, y en
particular la expropiación de los sectores de la energía y de las finanzas será
una condición indispensable de la transición. Pero aparte de esto, esta
transición implicará asimismo un cambio de nuestros hábitos de vida, en
especial de consumo de alimentos. Este cambio no es necesariamente negativo;
una de las tareas de los anticapitalistas consiste incluso en mostrar sus
aspectos positivos, en particular para la salud. Pero no hay que subestimar la
profundidad del cambio.
A medio y largo plazo, la transición no
solo afectará a la alimentación, sino también al trabajo. En efecto, salvar el
clima y el medio ambiente en general exige pasar a una agricultura ecológica de
proximidad, que funcione en un contexto de soberanía alimentaria. Se trata en
particular de crear setos, humedales, de limitar el tamaño de las explotaciones
(30 hectáreas por agricultor según el relator especial de las Naciones Unidas,
Olivier De Schutter). Todo esto obligará a aumentar notablemente la proporción
de la fuerza de trabajo social invertida en el sector agrícola y forestal, así
como más ampliamente en el mantenimiento del medio ambiente. Esta idea le
parecerá retrógrada a más de un marxista, pero no es incoherente con la
denuncia que hizo Marx de la “laguna irremediable” que han creado la
agricultura y la industria capitalistas al “reducir la población agrícola a
un mínimo que no deja de disminuir frente a una población obrera que crece sin
cesar” en detrimento del “equilibrio complejo creado por las leyes
naturales de la vida”. Este aumento de la proporción del trabajo agrícola y
ambiental no significa el retorno a la azada, sino que puede implicar tareas de
alto contenido científico o técnico. Son tareas que se pueden mecanizar por
completo, pero requieren inteligencia y observación y la sensibilidad de los
seres humanos. Todo esto apunta en dirección a una necesaria revolución
cultural centrada en la idea de que hace falta cuidar el medio ambiente casi
como se cuida a las personas en la atención sanitaria, en la enseñanza y la
educación. El movimiento obrero está familiarizado con estas nociones de
cuidado e importancia del trabajo humano en los cuidados. Se trata de
aplicarlas a todos los seres vivos, sin lo cual no puede haber una transición
hacia un sistema energético basado en las energías renovables.
Estas consideraciones no dejan de tener
implicaciones en las condiciones en que puede plantearse hoy el derecho a la
pereza. Más allá de los alegatos a favor o en contra del trabajo, hay que
recordar que este nos viene impuesto por nuestra condición de especie animal
que mantiene con la naturaleza que le rodea una relación social mediatizada de
producción que se denomina “trabajo”. El problema no es el trabajo en general,
sino las formas de trabajar, en particular el trabajo explotado, el trabajo
forzado. Retomando la famosa cita de Marx sobre los reinos de la necesidad y de
la libertad, se podría decir que este último pasa por una redefinición, una
nueva manera de entender y una relocalización colectiva del reino de la
necesidad, es decir, de la producción de valores de uso indispensables para
nuestra existencia social. Desde el punto de vista formal, este proceso equivale
de hecho a suprimir el trabajo como actividad social separada de la vida y que
la mutila.
Concluiré expresando algunas ideas
sobre lo que podría ser una estrategia ecosocialista de la “pereza”. Se trata,
de entrada, de completar la definición clásica de una sociedad socialista tal
como se concebía en tiempos de Lafargue: la producción de valores de uso
democráticamente determinada por los productores asociados. Hoy, esta
definición es insuficiente: hay que añadir la necesidad de respetar los límites
ecológicos, insistiendo en la prudencia que es preciso observar con respecto a
los equilibrios ecológicos, y abandonar los fantasmas cientifistas sobre la
dominación de la naturaleza, etc. El problema es que la relación de fuerzas en
que nos hallamos es horrible. Hay todo un abismo entre la imperiosa necesidad
objetiva de salir del capitalismo y los niveles de conciencia de las
poblaciones. Es una situación difícil que no tiene escapatoria, al menos no en
el plano social masivo. Es posible desarrollar experiencias alternativas
minoritarias, pero una solución positiva de los problemas ecosociales pasa por
una reacción de la masa de explotados. No hay atajos, y por tanto quisiera
proponer algunas cuestiones con vistas a introducir en las luchas de los
trabajadores y trabajadoras de hoy la idea de que el crecimiento es el problema
y no la solución.
Primera idea: menos sector privado y
más sector público. No es posible hacer frente a las necesidades de la
transición energética sobre la base de los mecanismos de mercado. En estos
momentos, casi todas las energías renovables son más caras que las energías
fósiles; hace falta, por tanto, que el sector público se haga cargo de la
transición energética.
Segunda idea: la gratuidad. Actualmente
es una idea fuerza, tanto más fuerte cuanto que estamos obligados a pasar a las
renovables, cosa que nadie niega en teoría. En última instancia, todas las
energías renovables (las energías fósiles también, por cierto) son solares,
salvo la geotérmica y la mareomotriz. Ahora bien, ¿a quién pertenece el Sol? Su
apropiación capitalista es una idea absurda. Hay ahí un gancho ideológico para
reivindicar la gratuidad del abastecimiento de calor, agua, movilidad,
electricidad, etc. hasta un nivel básico determinado socialmente, con una tarificación
rápidamente progresiva a partir de este nivel (a la inversa de los mecanismos
vigentes hoy en día: cuanta menos electricidad se consume, más se paga por
kWh).
Tercera idea: la reducción del tiempo
de trabajo. Hoy parece estar fuera de nuestro alcance, vista la relación de
fuerzas. Sin embargo, una serie de batallas muy actuales están relacionadas
directamente con esta cuestión. En particular, la batalla contra la
prolongación de la duración de la carrera y contra el aumento de la edad de
jubilación.
Finalmente, un elemento clave hacia una
estrategia ecosocialista de la pereza es la reapropiación de la democracia.
Estamos sufriendo ahora un régimen de despotismo al servicio del capital
financiero, es decir, al servicio de una ínfima minoría de la población. Ni
siquiera es ya la democracia parlamentaria burguesa. Es esta una fuente de
indignación muy potente, que se traduce en los movimientos por la reapropiación
del tiempo y del espacio, en particular del espacio público.
23/11/2011
Traducción: VIENTO SUR
No hay comentarios:
Publicar un comentario