miércoles, 23 de diciembre de 2009

CRIA DE MICOS

Por Antonio Caballero

Revista SEMANA

Una red de 450 organizaciones ambientales, The Climate Acting Network, acusa al equipo de funcionarios colombianos que participa en la Cumbre Climática de Copenhague de haber sembrado de micos el texto de un acuerdo casi aprobado, volviéndolo así incomprensible y muy difícil de aprobar. Y, si se aprueba, de aplicar. Los colombianos dicen que, al contrario, lo dejaron más claro. Pero les creo más a las ONG.

Toda una vida de observador me enseña que es una especialidad de los funcionarios y los políticos colombianos la de colgar en los textos micos que hagan inaplicable cualquier iniciativa, desde la Constitución hasta el Runt, desde el referendo reeleccionista hasta la reforma agraria. Por eso nada funciona, y el país se deshace.

No es una característica exclusiva de este gobierno. Es una tradición nacional que se remonta, me parece, a los años sangrientos y leguleyos de la Conquista, hace cinco siglos. Y el tema del medio ambiente la ilustra particularmente bien, no sólo porque ahí la destrucción salta a la vista sino porque en ella hemos participado todos los colombianos, sin distinción política ni de clase, ni de sexo, ni de religión. De raza sí: los indígenas –esos que el presidente Uribe llama “los más grandes terratenientes del país”, protegen la naturaleza, en vez de destruirla. Son los únicos habitantes de este país que no tienen el espíritu de saqueo que aquí trajeron los conquistadores, de quienes fueron las primeras víctimas.

No me extraña, pues, la actitud saboteadora del equipo colombiano en la cumbre climática. Contribuir a la destrucción en la medida de nuestra fuerzas es, ya digo, propio de los colombianos. Este gobierno de Uribe ha sido paradigmático, es verdad: basta con pensar en ese ministro de Medio Ambiente, Lozano, cuya residencia en una urbanización semicampestre arrojaba las aguas negras en uno de los raros humedales que quedan en la Sabana de Bogotá; o en ese otro de Hacienda, Carrasquilla, que es un negacionista de la responsabilidad humana en el cambio climático. Pero no son sólo ellos: somos todos los colombianos, insisto. A todos nos cae el guante del Monumento al Hacha que se levanta en Armenia, en donde en otro tiempo se levantaban árboles.

Con la excepción de un puñado de columnistas de prensa preocupados por la ecología, y que denuncian en vano, desde la impotencia, las situaciones más aberrantes, todos hemos participado activamente en el arrasamiento de Colombia, o no hemos alzado un dedo para evitarlo. En la medida de nuestras fuerzas, repito: destruyen más, contaminan más, envenenan más, los ricos que los pobres, como es obvio. Pero todos lo hacemos. Los tecnócratas que abren licitaciones para autopistas en el Tapón del Darién o conceden permisos de explotación minera en los páramos y en los parques naturales. Los cocaleros que talan selva para sembrar matas de coca; los erradicadores que vienen fumigando detrás. Los ganaderos que secan y rellenan ciénagas. Los guerrilleros que abren trochas en La Macarena, y los militares que bombardean esas trochas. Los paramilitares que expulsan campesinos de sus tierras y los sustituyen por vacas. Los campesinos que huyen monte adentro, a tumbar monte. Los cazadores que han exterminado la fauna, los pescadores que han aniquilado la pesca con ayuda de los ingenieros sanitarios, incapaces de paliar el envenenamiento de los ríos. Los que pescan con dinamita. Los que les cortan las aletas a los tiburones de Malpelo. Los golfistas que recuperan humedales para sus campos de golf: y ya no vuelven las tinguas ni las caicas, y se acaban las ranas. Los burócratas que se jactan de “nuestra biodiversidad”, de “nuestra riqueza hídrica”, de la extensión de “nuestras selvas” sin darse cuenta de que están hablando sólo de lo que queda de todo eso, que además no era suyo: de lo que no han podido todavía destruir ni sus antecesores ni ellos.

Es porque el mal lo hemos hecho entre muchos que no debemos ser demasiado severos con los miembros del equipo colombiano enviado a Copenhague. Ellos, al menos, crían micos.

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