DANIEL TANURO
Jueves 19 de julio de 2012
Homo sapiens, nuestra especie, tiene por naturaleza el producir socialmente su propia existencia. Lo hace por medio del trabajo, gracias al cual transforma en valores de uso los recursos naturales que no consume tal cuales. Mediación indispensable entre la humanidad y su entorno, este trabajo es una actividad consciente: su resultado preexiste en el cerebro del productor en forma de un proyecto que el trabajador adapta a medida que lo ejecuta, haciendo después un balance. Esta capacidad de pensar el trabajo tiene como corolarios: 1º) la búsqueda de los medios técnicos y sociales para aumentar la productividad; 2º) la necesidad de una comunicación y de un aprendizaje social; 3º) el hecho de que cada generación se alza, por así decirlo, sobre los hombros de las precedentes –o dicho de otra manera, el desarrollo humano. Estas características distinguen a nuestra especie de los otros animales sociales, como las hormigas, las abejas o las termitas, cuyo modo de producción es instintivo y por consiguiente sólo se modifica al ritmo de la evolución biológica.
Naturaleza humana, tecnología, población y relaciones sociales
El hecho de que la capacidad de desarrollarse sea un rasgo distintivo de la especie humana tiene como consecuencia inevitable sobre su entorno un impacto a corto plazo superior al de los otros animales1. Este es el caso también en las sociedades más “primitivas” de cazadores-recolectores, ya que la producción de instrumentos, vestidos y alojamientos, aunque sean sumarios, necesita extraer, transformar y arrojar tras su uso cantidades de recursos naturales que exceden las necesidades fisiológicas. Algunos concluyen por ello que la actual crisis ambiental no es más que la reproducción en mayor magnitud y a escala global de estas crisis ambientales locales del pasado, el resultado lógico de un “engranaje de la técnica” que va del dominio del fuego al de la energía atómica (admitiendo que ésta pueda ser “dominada”), pasando por la domesticación de otras especies animales y la invención de la agricultura. En otras palabras, el progreso humano –cuantitativo y cualitativo– sería inevitablemente destructivo.Esta visión ha sido popularizada desde hace varias décadas por muchos autores, como Hans Jonas, Jacques Ellul o, más recientemente, André Labeau. Todos ellos acusan a “la técnica” de ser responsable de la degradación del entorno. Tanto para Ellul como para Lebeau, el “sistema técnico” que existe desde los primeros pasos de la humanidad posee una lógica propia que es incompatible con los límites naturales. En realidad, “la técnica” es considerada con un nivel tal de abstracción y de generalidad que se tiende a señalar al Homo faber como una amenaza para “la naturaleza” 2. Por esta razón, este enfoque de la cuestión ecológica flirtea por lo general, un poco o mucho, con la ocurrencia de James Lovelock que concluía su “Hipótesis Gaia” bromeando con el hecho de que la Tierra estaría “enferma de humanidad”. Se suma a otros autores (los esposos Ehrlich, Jared Diamond, Jean Dorst, por ejemplo) que plantean, de forma más o menos directa y explícita, el crecimiento de la población como el motor de la destrucción del medio. No es sorprendente por tanto que muchas obras verdes consagren a Malthus como el fundador de la ecología –guardando silencio ante el hecho de que al autor del“Principio de población” le importaba el medio ambiente tanto como una manzana a un pescado...
La verdad es que lo esencial de la producción intelectual contemporánea sobre la cuestión ecológica arrastra este tipo de ideas más o menos misantrópicas, tienen alguna similitud con el dogma del “pecado original”. Tanto si sientan en el banquillo a “la técnica” como a “la población”, la mayor parte de las obras destinadas al gran público tienen en común el hacer abstracción de los modos de producción, de las relaciones sociales y de las leyes de población que se derivan de ellas. La conclusión común de todos estos análisis ahistóricos es que la humanidad debería hacer una revolución cultural para contenerse, cambiar sus comportamientos, e incluso renunciar al desarrollo para proteger “la naturaleza” y eventualmente para protegerse a sí misma.
Una revolución cultural en la visión de las relaciones entre el ser humano y (el resto de) la naturaleza resulta por supuesto necesaria 3 –volveremos a tratar el tema en la conclusión– pero es puro idealismo creer que esto sea posible independientemente de las luchas sociales por un cambio profundo de la base económica de la sociedad, de la que se deriva en última instancia la cultura. El atolladero del razonamiento es aún más flagrante entre quienes denuncian (con toda razón) la ideología de la dominación humana sobre la naturaleza... y al mismo tiempo consideran que el ser humano debería dominar y cambiar su propia naturaleza para evitar la catástrofe medioambiental. Son contradicciones inextricables cuyas únicas salidas prácticas corren el riesgo de ser un apoyo pragmático al “capitalismo verde” o la adhesión al despotismo ilustrado de los expertos verdes –predicado por Hans Jonas–, ... o ambas a la vez.
Frente a estas concepciones esencialistas, hay que constatar que las relaciones entre el desarrollo –técnico y demográfico– y el entorno no son lineales. No es sencillamente verdad que cualquier progreso técnico sea inevitablemente síntoma de destrucción ambiental. Tomemos tres ejemplos: 1º) es probable que, en algunas regiones del mundo, la invención de la agricultura haya permitido aliviar ecosistemas estresados por poblaciones de cazadores-recolectores que utilizaban el fuego como técnica de caza; 2º) en el siglo XV, en Europa occidental, la elevación de la productividad agrícola como resultado del abandono del barbecho trianual en beneficio de un cultivo de leguminosas (que fijan el nitrógeno del aire y constituyen así un “abono verde”) frenó la deforestación, la erosión de los suelos y el pastoreo forestal del ganado4; 3º) en nuestros tiempos, aunque es indiscutible que la solución de la crisis ecológica no es ante todo técnica y requiere una disminución de la producción material, requiere sin embargo una forma de desarrollo; evitar un grave cambio climático, por ejemplo, necesita la transición hacia un sistema energético económico basado exclusivamente en la puesta en marcha y la mejora de las tecnologías de conversión de fuentes renovables5.
Así mismo, tampoco es verdad que una población más numerosa implique automáticamente una deforestación acrecentada, y por tanto una mayor erosión y la destrucción de los ecosistemas –como lo afirma en particular Jared Diamond en su best seller Colapso. En un libro escrito varios años antes, Ester Boserup ya había rebatido la tesis de Malthus. Éste sostenía que la población humana aumenta exponencialmente mientras la productividad agrícola sólo lo hace linealmente. Boserup ha demostrado por el contrario que el crecimiento demográfico puede ser necesario para pasar a técnicas agrícolas más intensivas que, en determinadas condiciones, pueden mejorar de forma duradera la fertilidad de los suelos y por tanto la calidad del entorno. Mutatis mutandis, el razonamiento sigue siendo válido hoy día: una agricultura orgánica de proximidad, la gestión de un sistema energético renovable y descentralizado, la reforma ecológica de las ciudades y la restauración de los ecosistemas necesitarán una gran cantidad de mano de obra. Por tanto, la población que el capitalismo considera con desprecio como “excedente”, debería en otra lógica ser considerada como una ventaja para una política ecológica.
No se trata de oponer un esquema mecanicista optimista a otro pesimista, sino de ver que el desarrollo humano y el entorno mantienen relaciones dialécticas. La técnica y la demografía juegan evidentemente un papel (nadie pretenderá que la duplicación de la población en los últimos treinta años no haya tenido ningún impacto ecológico), pero la manera como influyen sobre los equilibrios medioambientales depende de las relaciones sociales que los seres humanos entablan en la producción. Lo demuestran algunos ejemplos:
¿Por qué la transición hacia las energías renovables sigue siendo marginal, cuando su potencial técnico bastaría para cubrir más de diez veces las necesidades de la humanidad6? Porque para el capital los recursos fósiles siguen siendo más beneficiosos, porque las industrias que dependen de ellos constituyen el núcleo duro de un sistema teno-industrial productivista, y porque las reservas aún no explotadas de petróleo, carbón y gas figuran en el activo en el balance de las multinacionales;
- ¿Por qué la población “excedente” no es empleada para proteger y restaurar los ecosistemas en el sentido de una economía sostenible (en el verdadero sentido del término)? Porque estos “servicios al medio ambiente” no son productores de valor y porque el capital tiene necesidad permanente de una masa de parados y paradas para presionar sobre los salarios y los subsidios sociales.
Ni “la naturaleza humana” ni “la técnica”explican las respuestas dadas hoy a estas cuestiones, sino las reglas de funcionamiento del modo de producción. Son éstas las que determinan las relaciones de la sociedad con su entorno y, a fin de cuentas, la percepción cultural de éste. Para comprender la crisis ecológica contemporánea, hay que penetrar por tanto en la esfera de la producción capitalista.
Valores de uso, valores de cambio y especificidades de la crisis ecológica capitalista
De manera muy general, se puede distinguir dos grandes tipos de producción social: la producción de valores de uso –o utilidades– y la producción de valores de cambio –o mercancías–. El segundo tipo es característico del capital en tanto relación social. Desde el primer capítulo de la obra que le consagró, Karl Marx apunta una serie de diferencias entre ambas, de las cuales una al menos es esencial desde el punto de vista ecológico: mientras la producción de valores de uso tiene como objetivo la satisfacción de una necesidad, la producción de valores de cambio tiene como objetivo la realización de una plusvalía que toma la forma abstracta del valor, la forma dinero. Como la acumulación bajo esta forma parece potencialmente ilimitada, se deriva de ello que la producción de valores de cambio se libera de los límites de las necesidades humanas existentes. Esta diferencia contiene en germen el enorme dinamismo productivista del capital. Por eso, esclarece una novedad radical de la crisis ecológica desde hace dos siglos: en las sociedades anteriores, las degradaciones del entorno derivaban del subdesarrollo de las fuerzas productivas7; bajo el capitalismo, derivan de la tendencia a la sobreproducción.Podemos profundizar la comparación, siguiendo a Marx: el productor de valores de uso que lleva sus excedentes al mercado, vende para comprar, el dinero sólo sirve como intermediario en un tipo de trueque mejorado y el ciclo económico se completa a fin de cuentas con la adquisición de un equivalente; por el contrario, el productor de valores de cambio compra para vender, con el fin de acumular dinero que le servirá para ganar más dinero invirtiendo en un nuevo ciclo –aunque para ello tiene que crear nuevas necesidades. De intermediario para facilitar los intercambios, el dinero se convierte en palanca y finalidad de la producción. Ha nacido el capital. Suma de dinero que corre en busca de una plusvalía bajo los latigazos de la competencia, está condenado, bajo pena de ser aplastado, a crecer y a transformar constantemente las técnicas, las formas de organización y las necesidades. Esta tendencia a revolucionar sin descanso la producción y el consumo, explica una segunda novedad radical de la crisis ecológica moderna: mientras que en todas las sociedades precapitalistas las degradaciones ambientales eran globalmente idénticas (deforestación abusiva y erosión de los suelos), el capitalismo produce constantemente formas nuevas, elimina algunas creando en su lugar otras, a veces más graves. Crea sin parar “algo nuevo bajo el sol”,como dijo John McNeil8.
A riesgo de simplificar, se puede decir que la epopeya del capital moderno comenzó con los “cerramientos” en la Inglaterra de la Edad Media. Durante esta larga oleada de apropiación de tierras, los señores feudales, arruinados por sus guerras, echaron a los campesinos de los comunales e instalaron ovejas para proporcionar lana a la naciente industria textil, y explotaron en su beneficio los bosques vendiendo madera a las ciudades y a la construcción naval. Este proceso que comenzó en el siglo 12, se desarrolló sobre todo entre los siglos 15 y 18. Con un triple resultado: la aparición de una masa de pobres sin casa ni hogar –los futuros proletarios–, el inicio de la transformación de los recursos naturales en mercancías y una acumulación de capital en manos de la clase dominante. Más tarde, la transformación de los comunales en propiedad privada se extendió al resto de Europa y del mundo, en diferentes formas. Sin eso, el capitalismo simplemente no habría podido desarrollarse. Porque una cosa es indiscutible: si no hubieran sido obligados por su separación brutal de la tierra nutricia, los productores nunca se habrían resignado a vender su fuerza de trabajo a cambio de salarios de miseria en fábricas o minas cuarteleras, insalubres y peligrosas.
La dinámica capitalista de acumulación y de transformación constantes plantea por supuesto la cuestión de los límites del desarrollo en un planeta finito. ¿Hasta dónde llegará este sistema de ininterrumpida “destrucción creadora”? J. Stuart Mill quería creer que sus dueños tendrían la sabiduría para estabilizarla una vez llegados a cierto punto. Barriendo esta ilusión, Marx responde con justeza que el capital “no tiene otro límite que el capital mismo”, o incluso “que es la tendencia sin límite y sin medida a superar su propio límite”. En definitiva: no hay fronteras, su acumulación se extiende de entrada sobre el mercado mundial y no parará mientras tenga mano de obra que explotar y recursos que saquear. Y concluye con esta fórmula famosa y premonitoria: “el capital agota las dos únicas fuentes de toda riqueza: la Tierra y el trabajador”. Lo hace a escala planetaria, lo cual permite entender la tercera novedad de la crisis ecológica capitalista: ya no es local, como en las otras sociedades, sino global.
Escrito hace más de un siglo por un autor al que la mayor parte de los Verdes consideran de forma errónea como“productivista”9, este análisis es infinitamente más útil para aprehender los problemas actuales que todas las teorías de moda sobre el “engranaje técnico” y la“naturaleza humana”. A pesar de algunas ambigüedades10, permite comprender, como se ha visto, por qué la crisis ecológica moderna comienza brutalmente en el siglo 19, distinguirla de las que la precedieron e identificar las transformaciones socio-económicas que la prepararon durante los siglos anteriores. Permite también reconstruir las diferentes etapas que nos han llevado al actual atolladero, y comprender a través de ellas el vínculo indisoluble entre la explotación de la fuerza de trabajo y el saqueo de los otros recursos naturales. Este último punto es decisivo, porque determina la estrategia a desarrollar para abrir una salida que, para ser eficaz, deberá ser conjuntamente social y ambiental –o dicho de otra forma, “ecosocialista” 11.
El mercantilismo y los primeros pasos de la destrucción ambiental
A lo largo de su desarrollo, el capital ha atravesado una serie de estadios, cada uno de ellos con un impacto ecológico particular. Como es sabido, el capital ha existido ante todo bajo sus formas mercantil y financiera. Antes de la Revolución industrial, es decir antes de la formación del capitalismo12, los desgastes ecológicos causados por el sistema mercantilista fueron sobre todo la destrucción de los bosques y de las poblaciones de animales salvajes. Desde el siglo 16, no era raro que los señores europeos que se apropiaban de los bosques comunales intentasen justificarse en nombre de la protección de los recursos, amenazados según ellos por la propiedad colectiva13. En realidad, sus declaraciones de fé ecológica avant la lettre no les impidió deforestar a un ritmo tal que las autoridades públicas, en Francia (Colbert) y en Inglaterra, tuvieron que tomar medidas de salvaguarda. No por preocupación ecológica, sino porque la desaparición de las masas forestales ponía en peligro la construcción naval y las primeras industrias que utilizaban la madera o el carbón vegetal.Al no representar para las potencias de la época un interés estratégico comparable al de los árboles, los animales salvajes no se pudieron beneficiar de este tipo de protección. A final del siglo 18, la fauna siberiana había sido erradicada hasta tal punto que los cazadores rusos tuvieron que desplazar sus actividades hacia las islas septentrionales del Océano Pacífico, donde diezmaron 250.000 nutrias marinas en cuarenta años. La fauna de América del Norte pagó también un costoso tributo: castores, nutrias, mapaches, osos, martas, lobos, fueron acosados sin tregua para acabar como alfombras o abrigos, y llenar los bolsillos de los comerciantes. Entre diez y quince millones de castores habrían sido matados sólo durante el siglo 17.
Otra causa de destrucción ecológica del mercantilismo fue la embestida sobre el azúcar de caña. Es un caso interesante, porque subraya cómo la explotación de la fuerza de trabajo y la de los otros recursos naturales van a la par bajo el capitalismo. La caña fue el primer monocultivo tropical destinado a la exportación hacia Europa. Desde el siglo 15, ya existía en Madeira y en las Canarias un sistema de producción basado en el trabajo servil. Cristóbal Colón quiso reproducirlo en La Española, en el Caribe14. Menos de treinta años después, los amerindios habían sido diezmados por enfermedades importadas y por espantosas condiciones de trabajo. Comenzó la trata de negros.
La feroz sobreexplotación de millones de hombres y mujeres víctimas del comercio triangular ya ha sido suficientemente relatada y no hace falta repetirlo. Las consecuencias ecológicas de la avidez de los plantadores son menos conocidas. Eduardo Galeano esboza un cuadro sobrecogedor: “El azúcar ha destruido el nordeste del Brasil. Esta región de bosque tropical ha sido transformado en sabana. Propicia por naturaleza a la producción de alimentos, se ha convertido en una región de hambrunas. Allí donde todo era exuberancia, el latifundio destructor y dominador no ha dejado más que roca estéril, suelo arrasado, tierras erosionadas (...). El fuego utilizado para limpiar el terreno para los campos de caña devastó la fauna al mismo tiempo que la flora; el ciervo, el jabalí, el tapir, el conejo, el paca y el tatú desaparecieron. Todo fue sacrificado en el altar del monocultivo de la caña”.
Pero los ricos también tienen sus problemas. Una contradicción del capital mercantil y del capital financiero residía en que los intereses abonados por los préstamos a lejanas expediciones así como la venta de mercancías adquiridas a bajos precios (gracias a la explotación del trabajo, a la expoliación de los pueblos conquistados y al saqueo de los recursos) hacían fluir a las metrópolis torrentes de dinero que excedían ampliamente las posibilidades de la producción industrial, marginal en esa época. Todo el siglo 16 conoció por consiguiente una importante inflación. Sólo disminuyó cuando mayores cantidades de capital dinero desertaron del comercio y la banca para invertirse en la industria.
Así se inició la evolución que iba a desembocar 150 años después en la Revolución industrial. Las escasas manufacturas cedieron su lugar a fábricas cada vez más numerosas en cuyo seno masas de obreros desposeídos de su saber de artesano o de campesino servían a máquinas movidas por el vapor. La energía procedía de la combustión de la hulla. Este brusco giro marcó la entrada en la crisis ecológica capitalista moderna.
La Revolución industrial o el giro hacia la crisis ecológica moderna
J.B. Foster resume así el cambio: “aunque la revolución comercial y agrícola del período mercantilista hubiera comenzado a alterar la relación del ser humano con la tierra a una escala global, el mercantilismo era principalmente una fase extensiva de desarrollo, que imponía sus cambios por medio de un proceso de dominio sobre el entorno más que por una transformación ecológica. Fue el ascenso del capitalismo maquinista lo que hizo posible la sujeción real al capital de las dos únicas fuentes de toda riqueza –la tierra y el trabajador”. La explotación del trabajo a lo largo de este período ha sido descrita con todo tipo de detalles por muchos autores populares, como Zola o Dickens. Concentrémono aquí en la “sujeción de la tierra”.
Sus consecuencias fueron directas, y de varios tipos: la destrucción irreversible de los paisajes en las regiones mineras; la contaminación de las aguas, de los suelos y de la atmósfera (en especial por los metales pesados contenidos en el carbón: cadmio, plomo y... mercurio, cuyos vapores viajan alrededor del globo); la acidificación de los ecosistemas (debido a las emisiones de azufre); la transformación de las ciudades en cloacas negras e insalubles (Londres y Manchester, ahogadas por lo humos, eran en el siglo 19 casi tan sombrías de día como de noche); y el acaparamiento de los campos por los grandes granjeros capitalistas (ocasionando la separación entre agricultura y ganadería, y después la hiperespecialización y la estandarización de cada una de estas ramas, con la desaparición de razas y variedades locales)... Sin contar la emisión de enormes cantidades de gas carbónico, sobre lo que volveremos más adelante. A la vista de este inventario, el hecho de que el paso de la madera a la hulla hubiera permitido a los bosques europeos volver a ganar algunos millones de hectáreas, tiene realmente poco peso...
Las consecuencias ecológicas indirectas de la Revolución industrial no fueron menos importantes. Una de ellas fue la extensión de los monocultivos de exportación a los países coloniales. Durante los siglos 18 y 19, el sistema que había hecho la fortuna de los plantadores de caña fue extendido a otras especies, como la goma, el algodón, el café, el té, etc. En detrimento de las poblaciones locales, de sus economías, de sus cultivos alimenticios... y de sus bosques. Así, al mismo tiempo que dejaba a los macizos silvícolas del Viejo Continente aliviar sus heridas, el capital lanzaba a sus leñadores contra los de los trópicos. Desde entonces, la violencia del ataque no ha hecho más que aumentar, gracias a la tronzadora y a causa de la glotonoría de las papeleras y de los fabricantes de muebles de obsolescencia rápida –por no hablar de los productores de soja transgénica y de agrocarburantes, los últimos llegados entre los socios de esta masacre.
Conviene citar también la degradación de las tierras debida a la ruptura del ciclo de los alimentos, porque resulta desconocida. Fue el fundador de la química de los suelos, Liebig, quien dio la voz de alarma: debido a la urbanización, los excrementos humanos ya no retornaban al campo, de manera que los suelos eran progresivamente privados de los elementos minerales necesarios para su fertilidad. El problema se daba también en las tierras coloniales afectadas por los monocultivos, puesto que los residuos de vegetales exportados ya no volvían al campo. De hecho, vastas zonas agrícolas vieron declinar su productividad de manera inquietante. El capital reaccionó... lanzándose sobre el guano: el Congreso norteamericano adoptó en 1856 un Guano Islands Act, autorizando a cualquier ciudadano estadounidense a apropiarse –en nombre de la nación– de cualquier islote rico en guano (por poco deshabitado que estuviera); una guerra del guano llegó a enfrentar a España con Chile y Perú, unidos en la defensa de su soberanía sobre los stocks de excrementos de pájaros del Pacífico...
Esta fiebre del guano se detuvo con el descubrimiento de los abonos nitrogenados sintéticos. La agricultura capitalista se puso entonces a extender de tal manera los nitratos que la calidad de las aguas está hoy día gravemente alterada en muchas regiones del mundo. Hay que saber que los nitratos favorecen la proliferación de las algas y una acumulación de materia orgánica que ocasiona el declive de la vida acuática por déficit de oxígeno (eutrofización). Además, las aguas que contienen demasiados nitratos tienen efectos negativos sobre la salud humana (los nitratos reducen la capacidad de la hemoglobina para fijar el oxígeno en la sangre). En fin, no sólo la fabricación de los abonos nitrogenados consume una gran cantidad de energía fósil, sino que además los nitratos no absorbidos por los cultivos se degradan en óxido nitroso, que es un gas de poderoso efecto invernadero... El desenlace de la crisis de los suelos, feliz en apariencia, resulta en realidad emblemático del hecho de que el capital no supera los problemas ambientales debidos a su frenesí de crecimiento más que empujándolos hacia delante, de manera que se vuelven aún más complicados de resolver.
Las primeras máquinas de vapor eran muy poco eficientes energéticamente pero, hacia 1800, su potencia era ya equivalente a la de doscientos seres humanos. Un siglo más tarde, se había multiplicado por treinta. En su monumental Historia del medio ambiente en el siglo XX, J.R. McNeil imputa este progreso al “ingenio humano” que ha creado “nuevas tecnologías” y “sistemas de organización” eficaces. Esta explicación tiene por supuesto una parte de verdad, pero deja de lado lo esencial, que todo propietario de capitales se ve obligado por la concurrencia a buscar sin tregua cómo reemplazar a trabajadores por máquinas más productivas, para ganar una ventaja competitiva. En cuanto al “ingenio humano”, no se contenta con inventar máquinas: también pone en guardia, aunque sea en vano, contra los efectos negativos de la Revolución industrial (a excepción del cambio climático, todas las consecuencias nefastas arriba enumeradas fueron denunciadas desde el comienzo de la industrialización)15.
El ingenio humano, en concreto, pronto llamó la atención sobre el hecho de que los recursos carboníferos, por abundantes que fuesen, eran forzosamente limitados –de igual manera que los stocks de guano. Desde la segunda mitad del siglo 19, hubo investigadores que propusieron utilizar el sol como fuente de energía alternativa (térmica y fotovoltaica), imaginaron medios de almacenar la energía (en particular, la pila de combustible) para paliar el carácter intermitente de la exposición solar y construyeron máquinas eficaces para demostrar la viabilidad de su proyecto... No fueron escuchados. El lobby carbonero echó a pique sus esfuerzos, porque amenazaban sus sobreganancias acumuladas en forma de renta gracias al monopolio sobre los yacimientos. Este ejemplo de encrucijada tecnológica demuestra que la crisis ambiental no es el producto de un engranaje inexorable de la técnica, sino de decisiones socio-políticas, dictadas por el beneficio. Como señala JB Fressoz, “el esquema simplista” que “oculta la reflexividad ambiental de las sociedades pasadas despolitiza la larga historia de la destrucción de los entornos y nos impide comprender los resortes de la crisis contemporánea”.
Petróleo, petroquímica, nuclear y consumo de masas
Habiendo disfrutado de las ventajas de los combustibles sólidos, el capital, a partir de 1900, sacó todo el partido posible de un nuevo invento: el motor de combustión interna utilizando el petróleo refinado como combustible. Una tonelada de petróleo genera dos veces más energía que una tonelada de carbón. Junto con el desarrollo de la electricidad y del motor eléctrico, este descubrimiento impulsó la segunda Revolución industrial. Alrededor de los productores de electricidad y de un sector petrolero aún más poderoso y concentrado que el sector carbonero, se constituyó entonces un complejo tecno-industrial dependiente de los hidrocarburos, gran consumidor de recursos y de energía: aeronáutica, construcción naval, maquinaria agrícola y de construcción, petroquímica y, sobre todo, automóvil. Dada la importancia de los fondos que había que comprometer para financiar sus inversiones a largo plazo (centrales eléctricas, refinerías, etc.), este complejo fue anudando con el tiempo lazos cada vez más estrechos con el capital financiero.Esta nueva configuración del capital generó nuevos atentados al medio ambiente. En los países desarrollados, el declive del carbón en beneficio del petróleo permitió ciertamente mejorar de forma sensible la calidad del aire en las ciudades. Pero la utilización de la hulla comenzó a desplazarse hacia la periferia, y a su vez la explosión del tráfico automovilístico desde 1945 –favorecido por el estrangulamiento deliberado de los transportes públicos urbanos y periurbanos– ocasionó otros perjuicios: el smog, las emisiones de plomo y la colonización del espacio por los vehículos de motor. Sin contar las repercusiones ecológicas de la extracción y del transporte de los hidrocarburos: contaminación de las aguas y de los suelos, mareas negras, etc.
El desarrollo de la petroquímica es otro ejemplo de progreso destructivo capitalista. Esta industria pone en el mercado toda una serie de productos de síntesis (el caucho y los plásticos, por ejemplo). Sustituyendo a los productos naturales, aliviaron un poco a los ecosistemas, pero el reverso de la medalla, perceptible sobre todo después de 1945, fue el envenenamiento químico del planeta (tema sobre el que la bióloga Rachel Carson lanzó en vano un grito de alarma). Éste constituye un salto cualitativo extremadamente preocupante y duradero en la historia de la crisis ecológica. En efecto, la petroquímica ha producido en algunas décadas más de cien mil moléculas que no existen en el entorno, algunas de las cuales, muy tóxicas para el medio ambiente y para los humanos, no pueden, o pueden muy difícilmente, ser descompuestas por agentes naturales.
La petroquímica y el motor de explosión dieron un nuevo impulso a la concentración de tierras, a la especialización, a la globalización y a la industrialización de la producción agrícola. Estos procesos, iniciados durante la fase anterior gracias sobre todo a los abonos nitrogenados, conocieron espectaculares desarrollos a partir de los años cincuenta en el mundo entero. Sus efectos sociales y ambientales negativos ya habían aparecido en los Estados Unidos en los años treinta, cuando la excesiva labranza mecánica de los enormes campos del Middle West ocasionó una terrible erosión de los suelos: en esa época, tres millones de granjeros arruinados tuvieron que abandonar sus tierras porque Oklahoma y Arkansas estaban asfixiados por el “Dust Bowl” –la bola de polvo. Pero este precedente no impidió al agrobusiness continuar su obra destructora, sobre todo a través de la autodenominada “Revolución verde” impuesta a los países del Sur.
En fin, tras la puesta a punto de la bomba atómica en la 2ª Guerra mundial, hizo su aparición en los años cuarenta la más temible de las tecnologías de los aprendices de brujo: la producción de electricidad a partir de la energía nuclear. En este caso se puede hablar ciertamente de una forma de engranaje técnico, porque las centrales nucleares sirven para producir el plutonio utilizado con fines militares. Pero este “engranaje” no es movido por ninguna racionalidad económica (la energía nuclear no se habría impuesto sin inversión pública y no sería competitiva si la colectividad no asumiese lo esencial de los costes ligados al desmantelamiento de las centrales, al almacenaje de los residuos y a los accidentes); no es el resultado de la lógica del “sistema técnico” sino de decisiones políticas dictadas por la voluntad de supremacía imperialista de los Estados capitalistas.
Porque el capital no puede existir sin un Estado a su servicio. El gran problema del capitalismo puede ser resumido de la forma siguiente: ¿cómo asegurar a masas de capitales cada vez más importantes, y cuya composición orgánica media tiende a aumentar, terrenos de valorización suficientemente vastos que den garantías satisfactorias de que podrá realizarse la plusvalía con la venta de los productos? Las fases de desarrollo de la crisis ecológica moderna están íntimamente ligadas a las respuestas que el sistema ha dado a esta cuestión crucial. Para hacerlo, con el transcurso del tiempo la intervención de los Estados se ha vuelto cada vez más decisiva.
De forma muy esquemática, el Estado, bajo la primera Revolución industrial, había resuelto el problema de la sobreacumulación ofreciendo al capital gigantescas inversiones en infraestructuras, en particular ferroviarias. Con la segunda Revolución industrial, la cuestión se volvió a plantear a una escala ampliada por la multiplicación de las fuerzas productivas materiales. A modo de respuesta, Ford imaginó asegurar a la mano de obra un salario que le permitiera comprar bienes de consumo duraderos, en particular automóviles. Pero en el período entre las dos guerras, los márgenes de maniobra económicos (la tasa de ganancia) y políticos (la amenaza de la revolución) eran demasiado estrechos. Para salir de la Gran Depresión, se impuso en los hechos otra “solución”: el fascismo para aplastar la fuerza de trabajo, y la guerra para asegurar salidas a la industria –primero el armamento, después la reconstrucción.
A base de este remedio de caballo, fue restablecida la tasa de ganancia y, a partir de los años cincuenta, pudo desarrollarse durante una treintena de años en los países desarrollados una sociedad de consumo de masas (la periferia servía de reserva de materias primas baratas y también como lugar de descarga para residuos peligrosos). Además de las consecuencias ecológicas ya enumeradas (en particular, la producción de la petroquímica), y a pesar de la toma de conciencia ambiental de las poblaciones, este período vivió una verdadera explosión de emisiones de gas de efecto invernadero, de manera que los “Treinta Gloriosos” merecerían entrar en la Historia como el momento en que la sed capitalista de beneficios llevó a la humanidad al borde de un cambio climático catastrófico e irreversible16.
Felizmente para el entorno –aunque desgraciadamente para el empleo– esta “onda larga de crecimiento” (en expresión de Ernest Mandel) no podía sino agotarse al cabo de un tiempo, como las precedentes. El giro se produjo a comienzo de los años 70 del pasado siglo. Una década más tarde, los gobiernos orquestaron la ofensiva neoliberal de desregulación y de regresión social, que abrió las puertas de par en par a la economía casino. La tasa de ganancia se restableció, aunque no las salidas para la producción. ¿Qué hacer con esas masas de capital-dinero ganadas especulado? El problema de la sobreacumulación se volvió a plantear con más agudeza que nunca.
La respuesta del sistema tuvo lugar a siete niveles: crédito barato para los pobres, consumo de lujo para los ricos, privatización del sector público, nueva oleada de apropiación de los recursos (agua, genoma, semillas, tierras arables), flexibilidad y “just-in-time” [justo a tiempo], obsolescencia acelerada de los productos, mundialización y deslocalización de la producción hacia los países de la periferia –con el fin de inundar los mercados occidentales con productos de consumo baratos. Tal repuesta no podía sino agravar el impacto ambiental de la segunda Revolución industrial: explosión de los transportes; aceleración de la destrucción de los habitats naturales, del saqueo de los recursos y de la extinción de las especies; exportación masiva de la contaminación hacia los países emergentes; y... persistente imposibilidad de yugular el recalentamiento del planeta17.
“The Future we don’t want”: el remake de los cerramientos en un contexto de destrucciones ecológicas agravadas
La factura ecológica resulta particularmente sazonada en los países emergentes, donde la ley del desarrollo desigual y combinado hace que las más modernas amenazas contra el entorno (petroquímica, nuclear, transgénicos) cohabiten masivamente con las de la primera Revolución industrial (carbón) ... y los efectos del recalentamiento, que afectan sobre todo a las regiones tropicales y subtropicales. Pero todo el planeta, del Norte al Sur, está ya confrontado a la enorme “deuda ecológica” acumulada por el capital. En este comienzo del siglo 21, la humanidad está atrapada de forma duradera entre la crisis socio-económica y la crisis ecológica global.
La política neoliberal ha llevado al colapso de 2008, con la crisis de las subprimes y su transformación en crisis de las finanzas públicas. El marasmo es profundo. Una vez más, el capital busca una vía que le permita relanzar su acumulación. Desde 2008, las instancias internacionales (Secretariado de Naciones Unidas, PNUE, Banco Mundial, OCDE...) dedican voluminosos informes a la transición hacia una “economía verde”. Un proyecto de resolución sobre el tema, titulado “The Future we Want” [El Futuro que queremos], fue redactado para la cumbre Río+20 de las Naciones Unidas. Se trataría de relanzar el crecimiento y de satisfacer las necesidades sociales salvando la biodiversidad, los océanos, los bosques, los suelos y el clima de la Tierra. Pero es una engañifa. Leyendo atentamente esta prosa, uno puede darse cuenta de que se trata de hecho de un ambicioso proyecto para privatizar aún más sistemáticamente los recursos naturales, con el fin de que todos los “servicios de la naturaleza”, sin excepción, sean transformados en mercancías. De paso, la preocupación por los límites ecológicos del desarrollo es barrida debajo de la alfombra18.
En la base de este proyecto hay una evaluación económica: según algunos partidarios de las Ecological Economics, el valor neto de los “servicios” que la biosfera rinde a la humanidad ascendería a unos 33 trillones de dólares. Esta cifra avanzada por Robert Costanza19 es más que contestable, pero una cosa es cierta: si los “servicios” ambientales estuviesen en manos privadas y si los consumidores debieran comprarlos en el mercado, el capital tendría ante sí un nuevo El Dorado. Podemos por ejemplo imaginarnos que los bosques estuvieran enteramente privatizados y que los 7.000 millones de inquilinos del planeta tuvieran que pagar el “precio verdad” de la absorción del CO2por los árboles... A señalar que este escenario no es totalmente de política ficción: el “coste verdad” es practicado en el sector del agua; en cuanto a los propietarios de bosques, ya están siendo remunerados por la captura del CO2 en el marco de los mecanismos REDD y REDD+ de “lucha contra el cambio climático”.
Nacido de la separación de los productores y la tierra (los “cerramientos”), ¿el capitalismo envejecido habría encontrado la vía hacia la erradicación de la pobreza en el marco de una “armonía reencontrada con la naturaleza”? No: 1ª Una proporción importante de la “industria verde” sólo es potencialmente rentable; la mayor parte de las fuentes de energía renovables, en particular, no son competitivas en comparación con las fuentes fósiles, y no lo serán en los próximos quince o veinte años. 2º) Capitales colosales y muy poderosos están bloqueados en el sistema energético actual, donde las inversiones son a largo plazo; dos ejemplos: se estima el coste global de la sustitución de las centrales eléctricas fósiles y nucleares entre 15 y 20 trillones de dólares (¡entre un cuarto y un tercio del PIB mundial!)20, y las reservas comprobadas de combustibles fósiles –que forman parte de los activos de los lobbys del carbón, del gas y del petróleo– son cinco veces superiores al presupuesto carbono que la humanidad puede todavía permitirse quemar21. 3º) Una buena parte de los recursos naturales son propiedades públicas o no pertenecen a nadie, y no son medibles en términos monetarios.
Sería decir poco, por consiguiente, afirmar que la “economía verde” no tiende un puente hacia un “desarrollo sostenible”. En las próximas décadas, en plena urgencia, el corazón del aparato productivo capitalista seguirá constituido por lobbys energéticos fósiles así como por sectores dependientes del petróleo. La petroquímica conservará un papel clave y su impacto ambiental será severo. Junto a este núcleo duro, podrá desarrollarse un sector verde del capitalismo –en el cual la PNUE y la AIE incluyen el nuclear, los agrocarburantes y el “carbón limpio”, ¡ya está dicho todo!– ... a condición de que los Estados le abran el camino a golpes de privatizaciones y de subsidios públicos.
El informe que el Programa de las Naciones Unidas (PNUE) ha dedicado a la economía verde lo dice sin ambages: “la subvaloración, la mala gestión y, al final, la pérdida” de los “servicios ambientales” han sido “ocasionados” por su “invisibilidad económica” que deriva del hecho de que se trata “principalmente de bienes y servicios públicos”. “Los sectores financieros e inversores controlan billones de dólares y están en condiciones de proporcionar lo esencial de la financiación (...)”. Pero las tasas de ganancia son insuficientes, de manera que “la financiación pública es esencial para poner en marcha la transformación de la economía”.
¿Ha dicho usted “financiación pública”? ¿Pero de dónde va a venir el dinero, cuando los Estados se hunden bajo las deudas? El PNUE no esquiva la cuestión: en vez de buscar compromisos entre lo económico y lo ambiental, se trata de adoptar el “buen enfoque económico”. Éste consiste en abordar las “reformas necesarias para desbloquear el potencial de producción y de empleo de una economía verde” que actuaría “como un nuevo motor y no como un freno del crecimiento”. En resumen: acentuar la política neoliberal contra el mundo del trabajo, los jóvenes, las mujeres, los pequeños campesinos y los pueblos indígenas.
Dos siglos después de su nacimiento, el capitalismo enfermo, hundiéndose bajo las deudas, quiere imponer a la humanidad un remake global de los “cerramientos”, combinado con la continuación de sus otros crímenes sociales y ambientales. A esto conduce la lógica productivista de este sistema que “agota las dos únicas fuentes de riqueza –la Tierra y el trabajador” en el altar del beneficio. El interés de los explotados/as y oprimidos/as es oponer reivindicaciones ecosocialistas, contraponiendo sistemáticamente a la lógica del crecimiento y del beneficio la lógica alternativa de los bienes comunes, del tiempo libre y de la satisfacción de las necesidades humanas reales, democráticamente determinadas en el prudente respeto a los ecosistemas.
Nos quedaríamos cortos diciendo que el furioso individualismo impuesto por el desarrollo capitalista –en particular por los modos de movilidad y de hábitat inducidos por el vehículo individual y la especulación inmobiliaria– es un obstáculo nada despreciable. Pero el pesimismo de la razón no excluye el optimismo de la voluntad. Como señala François Chesnais, el encuentro entre las crisis económica y ecológica crea condiciones propicias para la eclosión de una conciencia y de luchas ecosocialistas. En el marco de éstas, conforme a la reapropiación colectiva de las riquezas naturales, se irá forjando una cultura de las relaciones entre la humanidad y su entorno “basadas en la premisa de nuestro compromiso en el mundo en lugar de nuestra desvinculación de él”.
Daniel Tanuro es autor de El imposible capitalismo verde, editado por Los libros deVIENTO SUR-La oveja roja
Traducción: VIENTO SUR
NOTAS
1. No somos los únicos “productores de naturaleza”. A la escala geológica de los tiempos, algunas especies han transformado el globo a una nivel que supera con mucho a lo que el ser humano ha sido capaz hasta ahora.
2. Labeau considera que la técnica no es específicamente humana, de manera que el engranaje fatal, en su opinión, comenzaría antes de la aparición de los primeros homínidos.
3. El antropólogo Tim Ingold ofrece en este aspecto interesantes reflexiones. En su opinión, estamos impregnados de “cierta noción de la historia como un proceso en el que los humanos se han alzado gradualmente por encima de su naturaleza y de la naturaleza en general, por un doble proceso de civilización, por una parte, y de dominación de la naturaleza, por otra”. Este especialista en las tribus de cazadores-recolectores, aboga por “un modo alternativo de comprensión basado en la premisa de nuestro compromiso en el mundo en lugar de nuestra desvinculación de él”.
4. Sobre estos temas, leer respectivamente a Marcel Mozoyer y Laurence Roudart, así como a Peter Westbroek.
5. La noción de “sistema energético” es empleada aquí en el sentido dado por Barry Commoner, y profundizado por Jean-Paul Deléage y otros.
6. IPCC, Special Report on Renovable Energy Sources and Climate Change Mitigation, 2011
7. Los principales episodios de degradación ambiental en las sociedades precapitalistas están asociadas a situaciones de penuria causadas por prácticas agrícolas demasiado poco productivas.
8. McNeil no llega sin embargo a relacionar la novedad de la crisis ambiental y el triunfo del modo de producción capitalista.
9. Al igual que la dictadura estaliniana, el muy real productivismo de la URSS y de los países del bloque no puede ser imputado a Marx. He intentado analizarlo y compararlo con el productivismo capitalista en mi libro “El imposible capitalismo verde”.
10. Sobre las ambigüedades de lo que John B. Foster denomina la “ecología de Marx”, leer mi contribución en “Pistas para un anticapitalismo verde”, obra colectiva coordinada por Vincent Gay.
11. El concepto de ecosocialismo ha sido desarrollado por Michaël Löwy y Joel Kovel, autores de un “Manifiesto ecosocialista”.
12. Conviene distinguir entre capital y capitalismo. El capital –una suma de dinero que corre en busca de una plusvalía– existe desde la antigüedad. El capitalismo –una sociedad de producción generalizada de mercancías– triunfó en Inglaterra a comienzos del siglo 18 y se impuso después en todo el planeta. La destrucción ecológica capitalista comenzó por tanto con el capitalismo propiamente dicho.
13. Presentarse como protectores de la naturaleza es una tendencia recurrente entre los propietarios forestales, como se constata por ejemplo en la novela de Balzac, “Los campesinos”.
14. La Española es el nombre dado en el siglo 15 a la isla actualmente compartida por Haití y Santo Domingo [República Dominicana].
15. Muchos artistas, periodistas, científicos, médicos, denunciaron desde muy pronto los efectos ecológicos negativos de la industrialización. Desde 1830, el inventor del martillo de vapor, James Nasmyth, describía así los alrededores de las fábricas siderúrgicas de Coalbrookdale: “La hierba se había secado y muerto por los vapores de ácido sulfúrico vomitados por las chimeneas; y cualquier planta herbácea era de un gris horrible –el símbolo de la muerte vegetal en su aspecto más triste”.
16. Según el GIEC, las condiciones a cumplir para que la temperatura media de superficie no supere demasiado los 2,4ºC de subida respecto al período preindustrial son los siguientes: 50% a 85% de reducción de las emisiones globales hasta 2050; comienzo de estas reducciones a más tardar en 2015; 80% a 95% de reducción absoluta (respecto a 1990) en los países desarrollados –pasando por un 25% a 40% de reducción en 2020–; y 15% a 30% de reducción relativa en los países “en desarrollo”. Tras el fracaso de las cumbres de Copenhague y de Cancún, queda excluido que estos objetivos vayan a ser alcanzados. No pueden serlo sin ruptura con el productivismo y sin una planificación económica. El escenario más probable es una elevación de temperatura de 4ºC hacia final de siglo, ocasionando en particular una importante subida del nivel de los océanos.
17. Desde el año 2000, la tasa anual de aumento de las emisiones de gas de efecto invernadoro es superior al 3%; fue del 1,3% en los años 1990.
18. Para un análisis más detallado de la “economía verde” y de la cumbre Río+20, referirse a mi artículo “Río+20: The Future we don’t want” [El futuro que no queremos]. http://www.lcr-lagauche.be/cm/index.php?option=com_content&view=article<emid=53&id=2523.
19. Robert Costanza, uno de los fundadores de las Ecological Economics, publicó en 1997 en la revista Nature un artículo que tuvo una gran repercusión. Su título: “Pricing Nature”
20. Naciones Unidas, World Economic and social Survey, 2011.
21. Según los cálculos del Postdam Institute y de la ONG Carbon Tracker. En 2011, la economía mundial ha utilizado ya un tercio del presupuesto carbono de 886 gigatoneladas de gas carbónico (GtCO2) que debe respetar durante el período 2000-2050 para tener una oportunidad de quedarse por debajo de 2º de elevación de la temperatura. El saldo disponible sólo es de 565 GtCO2. Las reservas comprobadas de combustibles fósiles en manos de compañías públicas, privadas y gobiernos corresponden a la emisión de 2.795 GtCO2, cuatro veces más.
Autores y obras citadas:
Ester Boserup, « Évolution agraire et pression démographique », trad. francesa de 1970, 224 p., col. Nouvelle bibliothèque scientifique, Flammarion
Rachel Carson, « Printemps silencieux »,Plon, 1963.
François Chesnais, « Ecologie, luttes sociales et projet révolutionnaire pour le 21e siècle », en « Pistes pour un anticapitalisme vert » (coord. Vincent Gay), Syllepse, 2010.
Barry Commoner, « The poverty of Power. Energy and the Economic Crisis. »New York : Random House, 1976.
Jean-Paul Deléage, Daniel Hémery et Jean-Claude Debeir, « Les servitudes de la puissance », Flammarion, 1992
Jared Diamond, « Collapse. How Societies Choose to Fail or to Survive », Penguin books, 2005
Jean Dorst, « Avant que nature meure », Delachaux y Niestlé, 1965
Paul y Anne Ehrlich, « The population bomb », Buccaneer books, 1968
Jacques Ellul, « Le Système technicien », Calmann-Lévy, 1977
John Bellamy Foster, « Vulnerable Planet. A short economic History of the Environment », Monthly Review Press, 1999
John Bellamy Foster, « Marx’s Ecology. Materialism and Nature », Monthly Review Press, 2000.
Jean-Baptiste Fressoz, « L’apocalypse joyeuse », Seuil 2012
Eduardo Galeano, « Les veines ouvertes de l’Amérique latine », Plon, 1981.
Tim Ingold, « The Perception of the Environment. Essays on Livelihood, Dwelling and Skill », Routledge, 2000.
Hans Jonas, «Le principe responsabilité », Poche, 1999
Joel Kovel y Michaël Löwy, « Manifeste écosocialiste », 2001, http://www.europe-solidaire.org/spip.php?article7891
André Lebeau, « L’engrenage de la technique », Gallimard, 2005
James Lovelock, « La Terre est un être vivant, l’hypothèse Gaïa », Flammarion, 1999.
Ernest Mandel, « Long Waves of Capitalist Development. A Marxist Interpretation », Verso, 1995.
Marcel Mazoyer y Laurence Roudart, « Histoire des agricultures du monde. Du néolithique à la crise Contemporaine », Seuil, 1997
John McNeil, « Du nouveau sous le soleil. Une histoire de l’environnement au XXe siècle », Champ Vallon, 2010.
Programa de las Naciones Unidas para el Entorno (PNUE), « Hacia una economía verde », 2011.
Daniel Tanuro, El imposible capitalismo verde, editado por Los libros de VIENTOSUR-La oveja roja
.Daniel Tanuro, « Marxisme, énergie et écologie : l’heure de vérité » en Pistes pour un anticapitalisme vert(coord. Vincent Gay), Syllepse, 2010.
Peter Westbroek, « Vive la Terre. Physiologie d’une planète ». Seuil, 1998.
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