Leonardo Boff
Hay una ética subyacente tras la cultura productivista y consumista,
hoy ampliamente en crisis por causa de la huella ecológica del planeta
Tierra, cuyos límites hemos sobrepasado en un 30%. La superabundancia de
bienes y servicios como hasta hace poco tenía la Tierra necesita de un
año y medio para reponer lo que le extraemos durante un año. Y no parece
que la furia consumista esté disminuyendo. Al contrario, el sistema
vigente, para salvarse, incentiva más y más el consumo que, a su vez,
requiere más y más producción que acaba estresando todavía más todos los
ecosistemas y al planeta como un todo.
La ética que preside este modo de vivir es la de la maximización de todo
lo que hacemos: maximizar la construcción de fábricas, de carreteras,
de coches, de combustibles, de ordenadores, de teléfonos móviles;
maximizar programas de entretenimiento, novelas, cursos, reciclajes,
producción intelectual y científica. La producción no puede parar, de lo
contrario ocurriría un colapso en el consumo y en el empleo. En el
fondo es siempre más de lo mismo y sin el sentido de los límites
soportables por la naturaleza.
Imitando a Nietzsche preguntamos: ¿cuánta maximización aguanta el
estómago físico y espiritual humano? Se llega a un punto de saturación
cuyo efecto directo es el vacío existencial. Se descubre que la
felicidad humana no está en maximizar, ni en engordar la cuenta
bancaria, ni en el número de bienes en la cesta de los productos
consumibles. El hecho es que el ser humano tiene otras hambres: de
comunicación, de solidaridad, de amor, de trascendencia, entre otras.
Éstas, por su naturaleza, son insaciables, pues pueden crecer y
diversificarse indefinidamente. En ellas se esconde el secreto de la
felicidad. Pero en palabras del filósofo Ludwig Wittgenstein citando a
San Agustín: «hemos tenido que construir caminos tormentosos por los
cuales hemos sido obligados a transitar con multiplicados cansancios y
sufrimientos impuestos a los hijos e hijas de Adán y Eva».
Lógicamente necesitamos cierta cantidad de alimentos para mantener la
vida. Pero los alimentos excesivos, maximizados, causan obesidad y
enfermedades. Los países ricos maximizaron de tal manera la oferta de
medios de vida y la infraestructura material que destruyeron sus bosques
(Europa sólo conserva el 0.1% de sus bosques originales), destruyeron
ecosistemas y gran parte de la biodiversidad además de gestar perversas
desigualdades entre ricos y pobres.
Debemos caminar en dirección a una ética diferente, la de la
optimización. Ella se funda en una concepción sistémica de la naturaleza
y de la vida. Todos los sistemas vivos procuran optimizar las
relaciones que sostienen la vida. El sistema busca un equilibrio
dinámico, aprovechando todos los ingredientes de la naturaleza, sin
producir residuos, optimizando la calidad e incluyendo a todos. En la
esfera humana, esta optimización presupone el sentido de autolimitación y
la búsqueda de la justa medida. La base material sobria y decente
posibilita el desarrollo de algunos materiales que son los bienes del
espíritu, como la solidaridad hacia los más vulnerables, la compasión,
el amor que deshace los mecanismos de agresividad, supera los preceptos y
no permite que las diferencias sean tratadas como desigualdades.
Tal vez la crisis actual del capital material, siempre limitado, nos
enseñe a vivir a partir del capital humano y espiritual, siempre
ilimitado y abierto nuevas expresiones. Él nos posibilita tener
experiencias espirituales de celebración del misterio de la existencia y
de gratitud por nuestro lugar en el conjunto de los seres. Con esto
maximizamos nuestras potencialidades latentes, aquellas que guardan el
secreto de la plenitud, tan ansiada.
Fuente: http://www.servicioskoinonia.org/boff/articulo.php?num=480
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