Jorge Riechmann / Rebelión III-17-2011
Transcripción de la presentación del Informe sobre Energía "Cambio Global 2020/50" CONAMA 10
Les propongo unas reflexiones finales en torno a la cuestión de la energía. A mi entender la pinza de la doble crisis energética que padecemos, el final de la era del petróleo barato, más en general de los combustibles fósiles tal y como los hemos empleado en el siglo XX por una parte, y la desestabilización del clima del planeta por otra parte, esa pinza está atenazando las posibilidades de vida humana decente sobre el planeta Tierra.
Ahora no se trata ya de evitar que la generación de los hijos, en ese horizonte 2020/2050 que plantea el Informe que hoy presentamos, no se trata –decía-- de evitar que la generación de los hijos viva peor que la de los padres. Eso en cierto sentido resulta inevitable, por ejemplo no se repetirá la sobreabundancia energética del siglo XX con el terrible despilfarro concomitante. Pero en otro sentido es muy engañoso, no se debería identificar una vida buena, una vida decente, con el empobrecedor consumismo que se nos vendió como tal. Hoy --ya digo-- el horizonte es otro, aunque cueste tanto mirarlo de frente. Se trata de evitar una regresión civilizatoria, una catástrofe ecológico-social que dejaría chiquitas las grandes crisis que la humanidad tuvo que hacer frente en el pasado. Y el tiempo disponible para actuar está menguando de forma dramática. En lo que se refiere al calentamiento climático y al cénit del petróleo y el gas natural estamos en la cuenta atrás. También lo estamos en otras dimensiones de la crisis económico-social, acaso menos visibles pero no menos peligrosas, como la hecatombe de diversidad biológica que también estamos causando por un conjunto de causas que en realidad son comunes. Menciono eso y lo dejo de lado porque no es la cuestión que nos reúne hoy aquí.
Quizá recuerden ustedes la revista Bulletin of the Atomic Scientists que fundó en 1947 un grupo de físicos atómicos en EEUU ante la perspectiva muy sombría de la guerra fría que comenzaba entonces. Una característica de esa publicación, que sigue publicándose en EEUU, es un reloj que aparece en su cabecera y que desde aquellos años iniciales de la guerra fría viene marcando los minutos que probablemente nos separan de un cataclismo nuclear, el cual correspondería a la medianoche: es un reloj que marca un tiempo antes de la medianoche. Desde 1947 el minutero cambió de posición 17 veces, con un mínimo de dos minutos en 1953, el año en que EEUU y la Unión Soviética realizaron sus primeras pruebas con bombas de hidrógeno, y con un máximo de 17 minutos en 1997. Pues bien, en el número de enero y febrero de 2007, el reloj que estaba marcando 7 minutos desde 2002 se adelantó dejando la distancia a la medianoche en 5 minutos. Pero la novedad, lo relevante, es que se trataba de la primera vez que el desplazamiento horario tenía lugar en relación con un suceso no nuclear. No estaba ya hablando de la posibilidad de un enfrentamiento con armas atómicas. En el texto de ese número se leía: “Las armas nucleares todavía plantean la amenaza a la humanidad más poderosa, pero el cambio climático y las tecnologías emergentes han acelerado nuestra capacidad de autodestrucción”. Toda la información científica de que disponemos hoy confirma esa apreciación de los redactores del Bulletin of the Atomic Scientists. Cinco minutos antes de la medianoche, pero no por una guerra nuclear sino por la devastación equiparable en su orden de magnitud que puede venir de la mano del calentamiento climático y el cénit del petróleo.
La Red de científicos Global Carbon Project, ya lo saben ustedes, vigila la emisión de gases de efecto invernadero a la atmósfera y en particular de dióxido de carbono. En otoño de 2009 advirtió: a finales del siglo XXI la temperatura promedio del planeta podría aumentar en 6oC si continuamos emitiendo gases de efecto invernadero en la forma descontrolada en que lo estamos haciendo ahora. En un mundo seis grados más caliente en promedio las zonas habitables para los seres humanos se reducirían drásticamente. La mayoría de la población humana del planeta se convertiría en excedente. Las posibilidades de mantener una civilización compleja serían casi nulas.
Ángel evocó al comienzo de esta sesión el informe Los límites del crecimiento del Club de Roma de 1972. Uno de los autores de aquel informe, Dennis Meadows , uno de los coordinadores y autores principales de ese mismo informe, a quien entrevistaba La Vanguardia hace no mucho tiempo en una visita a nuestro país, advertía: “Dentro de cincuenta años la población mundial será inferior a la actual, seguro. Las causas serán un declive del petróleo que comenzará en esta década, cambios climáticos… Descenderán los niveles de vida y un tercio de la población mundial no podrá soportarlo”. De hecho, si la temperatura promedio aumenta en seis grados incluso esa espantosa previsión referida a un tercio de la población mundial será demasiado optimista.
Sólo entre 2000 y 2008 las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera aumentaron un 29%. En los años 2008 y 2009 la crisis económica ralentizó este crecimiento pero el alivio ha durado muy poco. Según pudieron leer ustedes ayer y hoy mismo en la prensa, la misma fuente científica, universidades de las que están en el Global Carbon Project, en un estudio recién publicado anticipan que en 2010 las emisiones mundiales del principal gas de efecto invernadero crecerán un 3% retomando la senda de incremento de 2000 a 2008. Esa senda que nos lleva a seis grados o más de aumento de temperaturas a finales del siglo XXI.
Un clima estable, un abastecimiento energético suficiente y sostenible o el adecuado suministro de crédito a una economía que haga las paces con la naturaleza son bienes comunes. La racionalidad económica, ecológica o social nos dice que los sistemas que garantizan estos bienes no pueden ser privados ni gestionarse buscando el máximo beneficio para las minorías rentistas que nos han llevado al borde del abismo.
Creo que vale la pena atender a la reflexión que hacía no hace tanto Susan George: “Una economía capitalista conlleva a la existencia del mercado pero lo contrario no es verdad, todo depende de la clase de mercado de que se trate. El sueño neoliberal del mercado autorregulado se ha revelado finalmente como una pesadilla y una bestia mitológica. El debate no debería centrarse en decir sí o no al mercado sino más bien en qué artículos deberían ser comprados y vendidos a precios fijados con arreglo a la oferta y la demanda, y cuáles deberían ser considerados bienes y servicios comunes o públicos cuyo precio tendría que fijarse en función de su utilidad social. Mi lista de bienes públicos o comunes --decía Susan George-- comenzaría con uno que hace una década no aparecía: un clima adecuado para los seres humanos. Actualmente el clima es un bien común porque el bienestar de todos depende de él, lo cuál no impide los intentos de convertirlo en un artículo rentable y comercializable por medio de permisos y compensaciones relativas a la contaminación. Se trata de un enfoque erróneo aunque solo sea porque el mercado presupone la existencia continuada de la mercancía comercializada, en este caso las emisiones de dióxido de carbono, que es exactamente lo que hemos de eliminar”. Y terminaba Susan George diciendo: “La siguiente lista más convencional de bienes públicos intentaría reparar el daño de décadas de privatización e incluiría no solo puntos obvios como la salud, la educación y el agua, sino también la energía, buena parte de la investigación científica y los fármacos, así como parte del crédito financiero y el sistema bancario”.
Hoy los poderes financieros e industriales que nos han llevado a este violento choque contra los límites biofísicos del planeta que marca nuestra época están recomponiendo su dominio tras la fuerte conmoción de 2007, 2008 y 2009. Si lo consiguen, si la guerra de los ricos contra el mundo que llamamos neoliberalismo prosigue su curso, como lo vino haciendo durante los tres decenios últimos, la repetición de la crisis está asegurada. Pero quizá en la siguiente gran crisis sistémica no tengamos ya ni el mínimo margen de maniobra necesario para llevar a cabo una transición no catastrófica. Como se ha dicho, quizá el capitalismo se recupere de esta crisis sistémica pero entonces el mundo probablemente no podrá recuperarse ya de la siguiente crisis capitalista.
En sociedades desiguales, donde una gran fracción de la riqueza y el poder se concentra en los estratos superiores, la preservación del statu quo absorbe casi todos los esfuerzos de estas capas que harán lo posible y lo imposible por retener sus privilegios. Esto se aplica igual a las élites de las antiguas ciudades sumerias que a los banqueros de Wall Street. Sólo las sociedades igualitarias puedes ser sustantivamente racionales en sentido histórico: aprender del pasado para anticipar y sortear con éxito los problemas del futuro.
A veces se nos dice que el ser humano es como un cáncer de la biosfera. Creo que no es así. La economía capitalista y particularmente el capitalismo financiarizado es el cáncer de la biosfera. Mi maestro Manuel Sacristán lo formuló con claridad en uno de sus textos clave, la comunicación a las Jornadas de Ecología y Política de 1979: “No es posible conseguir mediante reformas que se convierta en amigo de la Tierra un sistema cuya dinámica esencial es la depredación creciente e irreversible”. O logramos poner fuera de juego la dinámica de acumulación ciega de capital, o quebramos el doble movimiento de endeudarse para crecer y luego crecer para pagar las deudas, o estamos perdidos.
Sabemos desde hace mucho que las catástrofes sociales pueden desencadenarse en un lapso de apenas unos años. Ahora sabemos también que las peores catástrofes ecológicas, grandes cambios climáticos por ejemplo, pueden ocurrir en un lapso de solo decenios. Estamos, les decía, en la cuenta atrás.
Las sociedades humanas van a reajustarse a la biosfera sí o sí. La idea de que podemos vivir haciendo caso omiso de las constricciones ecológicas y termodinámicas es nueva, apenas se ha abierto pasa en los últimos doscientos años y sobre todo en los últimos decenios, en ese periodo de la revolución industrial y la expansión del capitalismo. Es una idea por tanto muy nueva, es insensata --y tendrá una vida breve en términos históricos. La opción se nos da entre una transición ordenada --para la cual nos queda cada vez menos margen-- o un cambio descontrolado y catastrófico. Vamos hacia un tiempo mucho más turbulento y doloroso de lo que ninguno de nosotros desearíamos. La única vía para minimizar los daños es un salto cualitativo en las dimensiones de igualdad, cooperación y cuidado. La serie de informes España 2020/ 2050, una valiosa iniciativa que hemos de agradecer al Centro Complutense de Estudios e Información Medioambiental y a la Fundación Conama, entre otras instituciones, está dibujando para la sociedad española precisamente las posibilidades de transición ordenada: trayectorias técnicamente viables desde nuestro insostenible presente hacia una posible España en el horizonte 2050 que hubiera hecho las paces con la naturaleza. Pero mostrar la viabilidad técnica no es sino uno de los pasos necesarios. Mucho más importante resulta el acumular la fuerza sociopolítica suficiente para que esos cambios necesarios se vuelvan posibles y les invito a
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