Por: Alfredo Molano Bravo
El Espectador
I 30 2011
MAL COMIENZA LA LOCOMOTORA minera. Se descarrila. Los rieles son herrumbrosos, están rotos y no sólo son discontinuos, sino que no son paralelos.
Además, la máquina es obsoleta. La explosión en la mina La Preciosa, vereda San Roque, municipio de Sardinata, Norte de Santander, dejó 21 muertos. En 2007 la misma mina dejó 32 obreros muertos por la misma causa: estalló una bomba de gas metano. En Amagá murieron el año pasado 87 mineros. Ingeominas declara que en 2005 hubo 40 emergencias de explosión o derrumbe y 37 muertos; en 2010, 76 emergencias con 176 muertos. Las cifras de la Defensoría del Pueblo son más alarmantes: en los últimos tres años han muerto 216 obreros en minas de carbón y oro. El ministro Carlos Rodado se ha excusado: es que para controlar la seguridad en 6.000 minas sólo hay 13 empleados. De otro lado, según cifras oficiales, para vigilar la protección social hay 350 inspectores para todo el sector minero energético. La seguridad minera —salvo, claro está, la que rodea con ametralladoras o cañones las zonas de las grandes compañías— es prácticamente nula. Y no es fácil de aumentar y poner, digamos, a nivel de la de Chile, o de Perú, porque, como dice un experto de la Universidad Nacional, la rentabilidad prevalece sobre la seguridad. ¡¿Cuánto no dejarían de ganar los empresarios mineros si se parara la explotación de un entable para medir tres veces diarias los niveles de gas metano y de polvillo de carbón?! Más barato, dirán, es pasarle un billete al inspector; o pagar los entierros con los fondos de la tan de moda responsabilidad empresarial que sus señoras han creado y que sirven hasta para enviar coronas a los sepelios.
La realidad es dramática. Las licencias las da Ingeominas sobre papeles que las mismas empresas interesadas llenan; en los municipios, los alcaldes, siempre a la caza de “colaboraciones generosas” y con el chantaje del empleo sobre sus puestos, terminan firmando lo que las empresas pidan. El mismo trámite existe en las corporaciones de desarrollo regional para obtener los permisos ambientales: las aceitan.
Legalizar la explotación de minas es fácil y barato: basta untarle la mano a quien se ponga intenso, rígido o terco. (Ahora se usa regalar collares de oro para borrar las huellas del soborno). Visto así, los empresarios pagan varios tributos para poder funcionar: a paras o guerrillas; a la fuerza pública, a través de colaboraciones institucionales; al Estado, y a los funcionarios del Estado. Y también a las comunidades para que las fuerzas vivas no hagan manifestaciones que incomoden o denuncien los atropellos por venir: regalan la pintura para una escuelita, pagan cinco obreros para que hagan las cunetas en una trochita, otorgan tres bequitas, siembran 12 pinitos. Obras pías, todas en diminutivo. Y ya. A que la máquina ruede.
¿Cómo va el gobierno actual a tramitar los miles de títulos mineros que el anterior otorgó a diestra y siniestra con una criminal irresponsabilidad? Más grave: ¿Cómo va a controlar la seguridad social y la militar en esas minas? Simple: dándoles las concesiones de explotación a las grandes compañías como la del Cerrejón —cuyo sindicato prepara una huelga por alza de salarios— y sacando a los pequeños mineros del juego, es decir, ilegalizándolos. Ya se resbala el argumento de que la informalidad o la ilegalidad de la pequeña minería son causas de los accidentes, cuando los muertos de Amagá y de Sardinata, más de 100 en seis meses, son responsabilidad de las empresas mineras legales. Lo que hay es una estrategia oficial para que los pequeños mineros de oro y de carbón les dejen el campo libre a las grandes compañías.
En materia de medio ambiente la cuestión no es menos catastrófica. Conjeturo que los mismos señoritos que aprobaban los regalos en Agro Ingreso Seguro son los que firmarán las licencias ambientales para explotar las minas de oro, platino, carbón, coltán. ¡Para eso se necesita experiencia! Y la tienen. Se dará licencia para secar acuíferos, como en La Jagua de Ibirico; botar a los ríos miles de toneladas de cianuro y mercurio, como en Remedios, Segovia y Cajamarca; destruir los páramos, como el caso de Santurbán y Sumapaz. En fin, hacer ochas y panochas con lo que les pertenece a nuestros hijos y nietos. Para manejar —palabrita de moda— el sector ambiental es necesario no sólo saber nadar entre tiburones, sino lo que es más peligroso: entre abogados, economistas, expertos ambientalistas, coroneles y demás empleados que representan los poderosos intereses de las poderosas compañías multinacionales.
Hay que abonar que el presidente Santos haya suspendido sus compromisos en Europa para venir al sepelio de los mineros de La Preciosa y que el ministro Rodado haya invitado una misión chilena a ver qué se puede hacer en este caos.
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