jueves, 15 de agosto de 2013

Entrevista al escritor Claude Aubert

"Solo una agricultura ecológica puede alimentar al mundo de manera duradera"

Revista El Ecologista 76


El escritor, Claude Aubert [1] explica en su último libro: ‘Otra alimentación es posible’, que tenemos que cambiar nuestros hábitos alimenticios para preservar el medioambiente. Pionero en la práctica y divulgación de la agricultura ecológica en Europa, Claude Aubert, argumenta, con datos y experiencias, que cambiar nuestra alimentación debe ser asumido por todos los eslabones implicados en el sistema alimentario: desde los métodos de producción en el campo hasta nuestra manera de cocinar.
Pregunta: En este libro, usted asegura que comiendo correctamente se puede proteger nuestra salud y preservar el medio ambiente. ¿En que consiste “comer correctamente”?
Respuesta: La alimentación moderna está basada en mucha carne, azúcar, materias grasas, alimentos refinados y esto es un error, porque se dejan fuera las verduras, los cereales completos y las legumbres. Hace falta invertir la relación de proteínas animales frente a las proteínas vegetales. En tan solo un siglo las proteínas animales (carne, pescado, huevos, productos lácteos) suponen alrededor de un tercio en nuestra alimentación, mientras que las proteínas vegetales suponen dos tercios. Hay que volver a dar absoluto protagonismo a las proteínas vegetales. El exceso de proteínas animales es nocivo tanto para la salud como para el medio ambiente. 
Hace falta redescubrir las legumbres (el garbanzo, la judía, el haba, la lenteja y la soja) que son ricas no solo en proteínas sino también en fibras, minerales y vitaminas. Hace falta también reducir al máximo los alimentos refinados, como el azúcar y las grasas, que son muy pobres en nutrientes y fibras.
P: Usted ha mencionado en varios foros que la agroecología podría servir para “enfriar” el planeta y potenciar una alimentación humana más sana y con menos impactos socioambientales. ¿Qué otras ventajas presenta frente a la agricultura industrial?
R: El modo de producción agrícola que se ha desarrollado en los países industrializados no es ni duradero, ni generalizable. Se basa en el petróleo (hace falta más de 1 kg para producir 1 kg de nitrógeno en forma de abono) y pronto ya no habrá más. Además, destruye progresivamente la fertilidad del suelo a causa de la utilización masiva de abonos. La agroecología tiene como objetivo aprovechar los recursos locales, en especial, los fertilizantes orgánicos, teniendo en cuenta la sabiduría popular y la diversidad de culturas, como se ha hecho siempre antes de la industrialización de la agricultura. La biodiversidad permite resolver prácticamente todos los problemas del campo que tienen que ver con las enfermedades y los parásitos. Estas técnicas tienen un rendimiento más elevado que los actuales sistemas intensivos.
Por otra parte, la agricultura ecológica contribuye menos al calentamiento del planeta que la convencional: la industrial es responsable del 24% de las emisiones de gas de efecto invernadero, mientras que la ecológica es mucho menos emisora por dos razones: no utiliza abonos químicos (cuya producción consume más combustibles fósiles) y absorbe una media de aproximadamente 400 kg de CO2 por hectárea al año.
Es decir, sólo una agricultura ecológica puede alimentar el planeta de manera duradera porque conserva y mejora la fertilidad del suelo, lo que es imprescindible para una agricultura para todos. Otra ventaja esencial es que no utiliza pesticidas de síntesis que, incluso en pequeñas cantidades, amenazan gravemente la salud: en primer lugar, la de los agricultores, pero también la de los consumidores. Son muchas las ventajas.
P: ¿Qué cambios ha sufrido la agricultura ecológica en los últimos 30 años?
R: En el plano de las técnicas, no hay grandes cambios, pero sí una mejora constante, lo cual permite un mejor control de enfermedades y de plagas, y también mejores rendimientos. El cambio más grande es la aparición de una agricultura ecológica mundializada y, en algunas regiones, más o menos industrializada. Por otro lado, la búsqueda de productos locales conduce al rápido desarrollo de la venta directa y la creación de grupos de consumo autogestionados (en Francia, AMAP, Asociaciones para mantener la agricultura campesina). Es decir, que se desarrollan en paralelo dos tipos de agricultura ecológica. Las dos respetan, más o menos, las mismas especificaciones técnicas de la agricultura ecológica, pero la mundializada no se preocupa de otros requisitos. Sin embargo, la otra, la que es local, tiene en cuenta todo el conjunto de los aspectos medioambientales y sociales.
Por otra parte, quisiera recalcar el hecho de que la agricultura ecológica, al contrario de lo que dicen algunos, no es una mirada atrás. Es una agricultura moderna, y saca partido de todos los descubrimientos de la investigación científica que contribuye a producir, con buenos rendimientos, alimentos más sanos, recurriendo principalmente a los recursos locales.
P: Según su último libro, comer productos ecológicos sería una de las alternativas a la producción industrial. Usted añade a esto que además se puede comer mejor, y más barato.
R: Me refiero a que los productos ecológicos son más caros que los otros, y una de las críticas hechas a estos productos es que de esta manera no son accesibles a todos. Sin embargo los consumidores que se alimentan con productos ecológicos modifican también sus hábitos alimenticios, reduciendo especialmente la cantidad de carne, uno de los alimentos más caros. Un gramo de proteína cuesta de 10 a 15 veces menos en forma de garbanzo que en forma de carne de vaca o de cordero. Los consumidores ecológicos compran también menos congelados y platos listos para comer, los cuales son mucho más caros que los productos frescos. De hecho, algunas investigaciones que compararon el presupuesto dedicado a la alimentación de los consumidores ecológicos y de los convencionales (principalmente en Alemania y en Dinamarca) demostraron que hay poca diferencia.
P: Nuestro sistema de agricultura y producción de alimentos, se encuentra amparado bajo el paraguas de la Política Agraria Común. ¿Qué valoración hace de este tipo de políticas y en concreto de la PAC?
R: La PAC se va a reformar en 2013. Nuestro deseo es que defienda mucho más lo que no ha defendido hasta ahora: los modelos de producción agrícola que preservan el medio ambiente y protegen la salud del consumidor, pero los lobbies de la agricultura química e industrial están muy activos. El modelo hacia el que tenemos que dirigirnos es, evidentemente, aquel que apuesta por una agricultura ecológica que fomenta la producción local y un modelo de consumo alimenticio donde dominen los vegetales.
P: Cambiar el sistema alimentario es un proceso complejo y lento. ¿Qué consejos daría para alimentarnos mejor en la ciudad huyendo de las grasas hidrogenadas y demás elementos artificiales?
R: Todo pasa por una mejor información del consumidor y de los médicos, a los que hace falta convencer de la necesidad, por su salud y por el medio ambiente, de cambiar sus hábitos alimenticios en el sentido que he indicado anteriormente. Haría falta también prohibir la publicidad de alimentos con mucha grasa y azúcar y gravarles más impuestos.
P: El cómo cocinar los alimentos también influye en la preservación de los nutrientes. Por ejemplo, en su libro se pueden encontrar algunos consejos: a mayor tiempo de cocción de las verduras, más vitaminas se destruyen, por lo que es mejor hervirlas rápidamente o cocinarlas al vapor; o utilizar un recipiente de acero inoxidable ayuda a preservar más los componentes nutritivos en nuestras hortalizas que utilizar uno de aluminio. Además, también da alguna receta en las últimas páginas... ¿Cuál es su receta favorita?
R: Las recetas sanas son innumerables, y particularmente numerosas si acudimos a los modos de alimentación tradicionales. La paella o el cuscús, son platos muy completos que aportan aproximadamente todo lo que hace falta al organismo para mantenerse en buena salud. En especial, me gusta la comida del Sur de India: las dosas, una especie de crepes preparados con una mezcla de arroz y lentejas fermentadas. Para preparar este plato, tenemos que dejar a remojo el arroz y las lentejas, separadamente, en una proporción de alrededor de dos tercios de arroz, por un tercio de lentejas. Una vez remojadas, las pasamos a la batidora, las mezclamos y las dejamos fermentar durante una noche o un poco más, según la temperatura. La mezcla aumenta de volumen y desprende un agradable olor a levadura. Cocemos la pasta obtenida en la sartén, a modo de finos crepes, después de haber añadido un poco de agua. En la India, se acompañan las dosas con diversas verduras. Es un plato completo y muy digestivo gracias a la fermentación.
 Notas
[1] Claude Aubert: Otra alimentación es posible. La Fertilidad de la Tierra. 2011



martes, 13 de agosto de 2013

De cómo destronar al rey carbón

MELBOURNE – A comienzos de este año, la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera llegaba a 400 partes por millón (ppm). La última vez que hubo tanto CO2 en nuestra atmósfera fue hace tres millones de años, cuando los niveles del mar eran 24 metros más altos de lo que son hoy. Actualmente los niveles del mar están volviendo a subir. En septiembre del año pasado, el hielo del mar Ártico cubría la zona más pequeña en la historia. Todos excepto uno de los diez años más cálidos desde 1880, cuando se comenzaron a llevar registros globales, ocurrieron en el siglo XXI.
Algunos climatólogos creen que 400 ppm de CO2 en la atmósfera ya es suficiente para que traspasemos el punto de inflexión en el que corremos el riesgo de sufrir una catástrofe climática que convertirá a miles de millones de personas en refugiados. Dicen que necesitamos reducir esa cantidad de CO2 atmosférico a 350 ppm. Esa cifra está detrás del nombre adoptado por 350.org, un movimiento de base comunitaria integrado por voluntarios de 188 países que intenta resolver el problema del cambio climático.
Otros científicos especializados en el clima son más optimistas: sostienen que si permitimos que el CO2 atmosférico aumente a 450 ppm, un nivel asociado con un incremento de la temperatura de 2o Celsius, tenemos 66,6% de probabilidades de evitar una catástrofe. Eso implica que queda una oportunidad de uno a tres de sufrir una catástrofe -una probabilidad peor que jugar a la ruleta rusa-. Y está pronosticado que superaremos los 450 ppm para 2038.
Algo resulta claro: si no queremos ser absolutamente imprudentes con el clima de nuestro planeta, no podemos quemar todo el carbón, el petróleo y el gas natural que ya hemos localizado. Aproximadamente el 80% de todo esto -especialmente el carbón, que emite más CO2 cuando se lo quema- tendrá que quedarse en el suelo.
En junio, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, les dijo a los alumnos de la Universidad de Georgetown que se negaba a condenarlos, a ellos y a sus hijos y nietos, a "un planeta que ya no se pueda reparar". Dijo que el cambio climático no puede esperar a que el Congreso supere su "atasco partidario" y, apelando a su poder ejecutivo, anunció medidas para limitar las emisiones de CO2, primero de las centrales eléctricas de combustibles fósiles nuevas y luego de las existentes.
Obama también reclamó el fin del financiamiento público de nuevas plantas de carbón en el extranjero, a menos que utilicen tecnologías de captura de carbono (que todavía no son económicamente viables), porque de lo contrario, dijo, "no hay otra manera viable de que los países más pobres generen electricidad".
Según Daniel Schrag, director del Centro para el Medio Ambiente de la Universidad de Harvard y miembro de un panel presidencial de científicos que ha ayudado a asesorar a Obama sobre el cambio climático, "en términos políticos, la Casa Blanca es vacilante a la hora de decir que le está librando una guerra al carbón. Por otro lado, una guerra contra el carbón es exactamente lo que se necesita".
Schrag tiene razón. Su universidad, al igual que la mía y muchas otras, tiene un plan para reducir sus emisiones de gases de tipo invernadero. Sin embargo, la mayoría de ellas, inclusive la de Schrag y la mía, siguen invirtiendo parte de sus donaciones multimillonarias en compañías que extraen y venden carbón.
Ahora bien, está empezando a aumentar la presión para que las instituciones educativas dejen de invertir en combustibles fósiles. Se han formado grupos estudiantiles en muchos predios universitarios, y un puñado de facultades y universidades ya se comprometieron a poner fin a sus inversiones en combustibles fósiles. Varias ciudades estadounidenses, entre ellas San Francisco y Seattle, acordaron hacer lo mismo.
Hoy en día también se está atacando a las instituciones financieras por su vinculación con los combustibles fósiles. En junio, formé parte de un grupo de australianos prominentes que firmamos una carta abierta dirigida a los directores de los bancos más grandes del país solicitándoles que dejen de prestar dinero para nuevos proyectos de extracción de combustibles fósiles, y que vendan sus participaciones en compañías que están comprometidas en este tipo de actividades.
Al hablar en Harvard este año, el exvicepresidente norteamericano Al Gore elogió a un grupo de estudiantes que estaba presionando a la universidad para que vendiera sus inversiones en compañías de combustibles fósiles, y comparó sus actividades con la campaña de desinversión en los años 1980 que ayudó a poner fin a la política racista de ‘apartheid’ de Sudáfrica.
¿Cuán justa es esa comparación? Las líneas divisorias pueden ser menos marcadas de lo que eran con el apartheid, pero nuestro continuo nivel elevado de emisiones de gases de tipo invernadero protege los intereses de un grupo de seres humanos -básicamente la gente acaudalada que hoy está viva- a costa de otros. (Comparado con la mayoría de la población el mundo, hasta los mineros de carbón de Estados Unidos y Australia que perderían sus empleos si la industria cerrara son acaudalados). Nuestro comportamiento no tiene en cuenta a la mayoría de los pobres del mundo, y a todos los que vivirán en este planeta en los próximos siglos.
A nivel mundial, los pobres ejercen un impacto ecológico menor, pero son los que más sufrirán con el cambio climático. Muchos viven en lugares tórridos que cada vez lo son más, y cientos de millones de ellos son agricultores de subsistencia que dependen de las lluvias para sembrar sus cultivos. Los patrones de precipitaciones variarán, y el monzón asiático se volverá menos confiable. Quienes vivan en este planeta en los siglos futuros vivirán en un mundo más caluroso, con niveles del mar más altos, menos tierra arable y huracanes, sequías e inundaciones más extremos.
En estas circunstancias, desarrollar nuevos proyectos de carbón no resulta ético, e invertir en ellos implica ser cómplice de esta actividad antiética. Si bien esto se aplica, en alguna medida, a todos los combustibles fósiles, la mejor manera de empezar a cambiar nuestro comportamiento es reduciendo el consumo de carbón. Reemplazar el carbón por gas natural efectivamente reduce las emisiones de gases de tipo invernadero, inclusive si el propio gas natural no es sustentable en el largo plazo. En este momento, lo que hay que hacer es poner fin a la inversión en la industria del carbón.
Peter Singer es profesor de Bioética en la Universidad de Princeton y profesor laureado en la Universidad de Melbourne. Sus libros incluyen Practical Ethics, One World y The Life You Can Save.
Copyright: Project Syndicate, 2013.
www.project-syndicate.org
Por Peter Singer

De Mondoñedo a La Colosa


Si alguien se quiere hacer una idea clarísima de cómo es aquello de la minería a gran escala y a cielo abierto, puede darse un paseo por Mondoñedo.
Eran montañas verdes. Hoy no son verdes y tampoco son montañas. No existen. Se las han llevado. Las hicieron polvo a punta de taladrarlas. Se las llevaron hacia Bogotá en volquetas para sostener esa bonanza constructora de los últimos años. Las fotos de Mondoñedo parecen tomadas por el Curiosity de Marte. Desolación total. En algunas partes donde ha cesado la extracción de piedra, la capa vegetal comienza a reverdecer. Y por ahí algunos tímidos intentos de reforestarla con especies nativas se comienzan a notar. Pero nada de eso es suficiente para ocultar esos boquetes amarillos, esas mordidas a la montaña, esa desaparición de aquellas montañas sin dolientes.
Si alguien se quiere hacer una idea clarísima de cómo es aquello de la minería a gran escala y a cielo abierto, puede darse un paseo por Mondoñedo. Si bien la vegetación de alta montaña no es exuberante, la transformación del paisaje es completamente dramática. Las canteras que operan en Mondoñedo se acercan peligrosamente a la laguna de La Herrera, el recurso hídrico más grande de la Sabana, con 258 hectáreas. Las tinguas de pico rojo y los patos turrios y los alcaravanes están alarmados. Porque pueden ver cómo se acercan las maquinarias al humedal, porque el paisaje que ven es el del futuro: esos paisajes de ciencia ficción, desérticos y melancólicos. La melancolía del futuro: “mire, mijo, ahí donde usted está parado antes había un espejo de agua enorme y se veían animalitos”.
Mondoñedo es una buena imagen para cuando quieran pensar en el significado de La Colosa, de Cajamarca. Sólo que la vegetación de donde piensan extraer oro a gran escala sí es exuberante, una fábrica de agua a gran escala que podría quedar a la vuelta de los años como el triste paisaje lunar de Mondoñedo.
No sé si aquella mina sea inevitable. Lo ignoro, porque todos los colombianos ignoramos la mayoría de decisiones que se toman con nuestro territorio. Cuando menos pensamos nos dan la triste noticia y una palmadita en la espalda, y palabras placebo, como que el nivel de vida mejorará para todos y cosas de esas que dicen los políticos con una sonrisa. Pero ya sabemos que no ha sido así. Sabemos que producimos el doble del petróleo que produce Ecuador, y sabemos que nuestra gasolina cuesta el doble de lo que cuesta en Ecuador. Y sabemos que enormes extensiones de selva húmeda en el Chocó han sido arrasadas por la minería, y que las aguas de muchas quebradas y riachuelos parece radiactiva, y que la gente vive peor que antes, y que esa bonanza ha atraído a los peores buscavidas, y que la cosa puede empeorar. Eso sabemos.
Cuando piensen en La Colosa no intenten hacer un ejercicio de imaginación. Vayan a la cantera más cercana de la ciudad. En Bogotá hay de dónde escoger. Si no quiere ir a Mondoñedo, vaya a Usaquén y trate de recordar cómo eran esos cerros hace 30 años, porque se encontrará de frente con lo de siempre. Una montaña herida, amputada, un polvero insoportable; o una no montaña que ha dejado una mancha amarilla. Ni una planta, ni una ranita sabanera, ni un árbol, ni siquiera un ratón o un chulo: nada vivo.
Como dije, no tengo idea si la mina de La Colosa sea evitable, si el Gobierno la quiere evitar, si hay posibilidades de minimizar los daños. Sé que desde que el proyecto existe los trabajos en la carretera son más notorios. Esa carretera que tanto tiempo estuvo abandonada.
Si usted viaja entre Cajamarca y Calarcá, estaría bien que llevara una foto de Mondoñedo para contrastar con esa explosión de verdes y ese rumor de cascadas. Como un ejercicio de ficción anticipativa, nada más.
Cristian Valencia
cristianovalencia@gmail.com
El Tiempo. VIII 13 2013


miércoles, 7 de agosto de 2013

Del Big Mac a la hamburguesa Frankenstein

Miércoles 7 de agosto de 2013, por Mar


Esther Vivas ׀ Público

Cuando pensábamos que ya lo habíamos visto todo en el mundo de la hamburguesa, una vez más la realidad nos sorprende. Si hace unos meses, algunos medios de comunicación se hacían eco del hallazgo de una hamburguesa de Mc Donald’s en perfecto estado de conservación catorce años después de servirse, anteayer se difundía el lanzamiento de la hamburguesa de laboratorio, a la que también podríamos llamar hamburguesa Frankenstein, diseñada, al igual que el “monstruo” de Mary Shelley, entre probetas.

Una hamburguesa que lo tiene todo: su producción no contamina, gasta poca energía, casi no utiliza suelo y, además, no contiene grasas. Su “carne” es resultado de extraer algunas células madre del tejido muscular del trasero de una vaca. ¿Qué más podemos pedir? Hamburguesa light. Perfecta para el verano.

Aunque su precio no es accesible, aún, a todos los bolsillos. Unos 248.000 euros ha sido su coste. Incluirla en el Happy Meal, parece, llevará algún tiempo. Eso sí, nos dicen que con tal avance científico se acabará con el hambre en el mundo. La gente quiere comer, y quiere comer carne, pues carne les vamos a dar, parece el razonamiento de los “padres” de dicho engendro.

Y a mí me vienen dos cuestiones a la cabeza. Primera, ¿hace falta que comamos tanta carne para alimentarnos? ¿Antes que producir más carne, independientemente de su origen, no sería mejor fomentar otro tipo de alimentación más sana, saludable, respetuosa con los derechos de los animales y sostenible? Pero, ¿quién gana con este tipo de comida adicta al vacuno y al porcino? Smithfield Foods, el mayor productor y procesador mundial de carne de cerdo, es uno de los grandes beneficiarios. En su curriculum destaca la violación de derechos laborales, la contaminación ambiental, etc. En el Estado español, Smithfield Foods opera a través de Campofrío.

Segunda cuestión, ¿para acabar con el hambre es necesaria una hamburguesa de laboratorio? Según la ONU, hoy se produce suficiente comida para alimentar a 12 mil millones de personas, en el planeta hay 7 mil millones, y a pesar de estas cifras casi una de cada siete personas pasa hambre. De comida hay, lo que falta es justicia en su distribución. No se trata de aumentar la producción, ni de engendrar hamburguesas en los laboratorios, ni de más agricultura transgénica. Se trata, simple y llanamente, de que exista democracia a la hora de producir y distribuir los alimentos.


Las soluciones “milagrosas” a la crisis alimentaria no existen. Los problemas políticos, como el hambre, nunca se solucionarán con atajos técnico-científicos. No se trata de rechazar la investigación científica. Al contrario. Hay que fomentar una ciencia al servicio de la mayoría social, no supeditada a los intereses comerciales ni económicos y comprometida con la mejora de las condiciones de vida de las personas. Pero desde la revolución verde a los Organismos Modificados Genéticamente, se nos ha prometido acabar con el hambre. La cruda realidad, pero, señala su fracaso. Aunque, a menudo, se oculta su gran éxito: beneficios millonarios para la industria agroalimentaria y biotecnológica. La hamburguesa Frankenstein no será una excepción.