Ricardo Sánchez Ángel
Un Pasquín
Febrero 28 de 2011
Las cifras consolidadas sobre la destrucción en curso a principios del 2011 por el gobierno son alarmantes. Existen 2.2 millones de personas afectadas en 710 municipios, 28 departamentos y el Distrito Capital. Los muertos se calculan en 301, heridos 292, desparecidos 62, viviendas destruidas 5.162 y afectadas gravemente 324.634. Un pueblo entero, Gramalote en Norte de Santander, está en escombros y sus habitantes en la diáspora (Ver Editorial de El Tiempo, Enero 9, 2011). A esto se suma la destrucción de carreteras, puentes, edificios públicos y demás instalaciones.
A su vez el gobierno nacional estima en 12 billones el costo de la inversión en la reconstrucción, una cifra ya criticada por exagerada y que pone en evidencia la voracidad de la tecnoburocracia en querer recursos cuantiosos y de los políticos por usufructuar auxilios para sus clientelas. El estimativo de Luis Jorge Garay es de 4.8 millones de personas afectadas, 50% desempleadas y 15 billones el costo de la recuperación (El Espectador, diciembre 26, 2010) y no ha cesado la ola invernal en distintos lugares con mayor o menor intensidad.
No estaba el país, ni el Estado ni el gobierno preparados para la emergencia. Nunca lo han estado y hay que recordar la destrucción de Armero hace 25 años por la explosión del Volcán del Ruiz.
Pero no se trata solo de una cuestión preventiva como si los embates de la naturaleza fuesen por maldad o maldición. Esto es acudir a explicaciones supersticiosas, porque tales embates siempre han existido, tan solo que en todo el mundo se han agravado e incrementado en línea ascendente desde que comenzó el efecto invernadero y con ello el calentamiento global desde los años de 1850. Estableciendo hasta hoy una relación directa de causalidades entre el capitalismo, sus modos tecnológicos de producción, consumo, organización social y la destrucción profunda de la naturaleza.
Lo que no se ha dicho en la discusión de manera clara es que el desastre ambiental tiene unas raíces no solo naturales sino económico-sociales-culturales, con una clara dimensión política. La catástrofe ambiental en Colombia se suma a los desastres de distinto signo, tales como desempleo, marginalidad, subeducación, violencia, crímenes, diáspora interna y externa, corrupción generalizada, abusos, humillación, explotación, racismo…
Lo que va a operar es una simbiosis destructiva entre lo natural y lo social-económico, que debe ser visto en una perspectiva más general. Hace un año fue en Haití, antes en Nueva Orleans, luego en Chile, Paquistán, Rusia, Venezuela, Brasil, Australia y otros lugares. Reitero, todo esto tiene que ver con el calentamiento global del planeta, con los modelos y estilos económicos de destrucción ambiental.
El país requiere una transformación que vaya de lo urgente a lo permanente, de lo coyuntural a lo estructural. Un retorno y reinvención de la planeación real (no la del Plan de las locomotoras productivista, mercantil y antiecológica: Prosperidad para Todos, 2010-2014) de abajo hacia arriba, de las regiones al centro con un sentido democrático, de unidad nacional e integración con el vecindario andino y el Caribe. Donde los modelos hidráulicos y telúricos sean los criterios rectores. El movimiento alter-ambiental a escala mundial ha precisado la conducta ético política a seguir: No cambiemos el ambiente, cambiemos el sistema.
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