En los
próximos dos años, sus habitantes tendrán que abandonar su tierra por la
contaminación.
La noticia enloqueció
de alegría al pueblo. Aquel 1995, recuerda ahora Flower Arias, hombre recio de
piel negra, la gente salió de sus casas lista para celebrar el gran
acontecimiento: a esta tierra, bendecida por la naturaleza, llegaba la
multinacional estadounidense Drummond, una enorme compañía minera que, pensaban
ellos, iba a contribuir con su presencia a arrancarlos del abandono que durante
décadas había aquejado a este pueblo, habitado en un principio por negros
bullangueros, una zona de esclavos libres que comenzaban una nueva vida lejos
de la pesadilla de la tiranía. (Vea aquí
infografía: Los pueblos que se tragó el carbón)
“Hasta cohetes
lanzamos”, cuenta Flower esta tarde calurosa de mayo en la que no se mueve ni
una hoja en Boquerón, vereda que habitan aproximadamente 1.000 personas y que
depende del municipio de La Jagua de Ibirico, en el centro del Cesar. El sol
lastima y el aire se siente pesado. Todo aquí va a velocidad de
tortuga, una cámara lenta y eterna que desespera. “El murmullo iba
de boca en boca y estábamos contentos porque pensábamos que tener cerca una
mina era la solución a nuestros problemas”, continúa Flower. “Lo que no esperábamos era que la explotación de carbón acabara
expulsándonos de esta tierra...”.(Vea
también: La vida en tres municipios que tienen minas de carbón)
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Boquerón es la primera
vereda que hay entre La Jagua de Ibirico y La Loma, corregimiento de El Paso al
que también pertenecen Plan Bonito y el Hatillo. En el cinturón de 30 kilómetros
que une La Jagua y La Loma se aglutina la explotación minera: hay siete
proyectos y cinco empresas. Las minas que rodean a Boquerón, Plan
Bonito y El Hatillo son Calenturitas, de Prodeco; Descanso Norte y Pribbenow,
de Drummond, y El Hatillo y La Francia, de Colombian Natural Resources (CNR). A
lado y lado de la carretera surgen, como evidencia del boom del carbón, enormes
y repulsivos botaderos, montañas de desechos que va dejando la extracción del
fósil y que confieren una atmósfera devastadora al paisaje.La concentración es tan alta, que la emisión de partículas en el
aire ha llegado a alcanzar niveles de peligrosidad para la salud y
supervivencia de las poblaciones aledañas. Esta situación llevó a
que en el 2010 el Ministerio de Ambiente ordenara a Drummond, CNR, y Prodeco,
filial colombiana de la multinacional suiza Glencore, reasentar a Boquerón y El
Hatillo (debían haber salido de allí en el 2012) y Plan Bonito (en el 2011).
Juntas, estas poblaciones suman unas 2.000 personas. Se trata de un procedimiento
tan complejo como traumático y sin antecedentes en Colombia. Es la primera vez
que se produce un reasentamiento (en últimas, un desplazamiento forzoso) por
las críticas condiciones ambientales que ha generado la minería. A Boquerón,
Plan Bonito y El Hatillo se los tragó el carbón. Literalmente.
Los estudios que miden
las partículas en suspensión (todas las sustancias que se lanzan a la
atmósfera) no dan margen a la esperanza. Para hacerse una idea: en El Hatillo,
los niveles de partículas PM10 (menores o iguales a 10 micras) presentes en el
aire superaron con creces en el 2010 la media anual recomendada: 60 microgramos por metro cúbico. Los medidores registraron hasta
87 en la época más seca del año. En Plan Bonito fue peor: l77
microgramos por metro cúbico. Esos elementos, tan ínfimos que llegan a tener un
diámetro menor al de un cabello humano, son nefastos para la vida. La
exposición permanente a altas concentraciones de PM10 está asociada a un aumento
en la frecuencia de cáncer pulmonar, muertes prematuras, síntomas respiratorios
severos e irritación de ojos y nariz. Las más pequeñas, PM2.5, se acumulan en
el sistema respiratorio y causan disminución del funcionamiento pulmonar, según
el más reciente informe del Sistema Especial de Vigilancia de Calidad del Aire
(una red especializada de medidores), bajo supervisión de Corpocesar.
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“En Colombia la gente
no dimensiona los efectos de la minería. Lo que tenemos por delante es un
panorama dantesco. Apocalíptico”, sostiene Mauricio Cabrera Leal, geólogo y
contralor delegado para el medioambiente. Su inquietud no es baladí. En el
libro Minería en Colombia, fundamentos para superar el modelo extractivista que
presentó recientemente la Contraloría y del que Cabrera es coautor, se hacen
serios reparos a las consecuencias ambientales que está dejando en el país la
explosión minera. El informe presenta datos descorazonadores. Por ejemplo: por
cada tonelada de carbón que se extrae, se generan 10 de desechos. Entre
1990 y 2011 se exportaron desde la Guajira y el Cesar al menos 1.000 millones
de toneladas de carbón. ¿Resultado? habría 10.000 millones de toneladas
de escombros y residuos rocosos potencialmente contaminantes.
Pero hay más: las
montañas de sobrantes que deja la piedra negra están formadas por sulfuros y
otros elementos químicos que al exponerse a la superficie están sujetos a
oxidación y, a la postre, acaban contaminando aguas y alterando los sistemas
ecológicos. Cesar preocupa especialmente: según datos del catastro minero
efectuado por el Ministerio de Minas a julio del 2012, que cita
la Contraloría, el 10 por ciento del área de este departamento está titulado
para la explotación del carbón y el 15 por ciento, más de 340.000 hectáreas,
está solicitado para proyectos futuros.
“La calidad y la
cantidad del agua es lo que más nos alarma. Se sabe que en los próximos años se
va a producir una disminución de entre el 10 y el 30 por ciento de la
precipitación en áreas como la Costa Atlántica que va a tener importantes
efectos por el cambio climático. Eso, y el hecho de que en Colombia no existe
ninguna legislación sobre el manejo de los desechos que produce la minería y
que se conocen como pasivos ambientales. No hay obligación de destinar dinero
para la recuperación de las zonas”, advierte Cabrera. Y va más allá: “es
insólito e inaudito que haya que reasentar pueblos. A largo plazo la apuesta
minera puede ser gravísima para Colombia”.
Ante este horizonte
tan aterrador, la pregunta inevitable es: ¿Cómo hemos llegado a esto? “Porque ha habido gobiernos muy permisivos”, responde
tajante Luz Helena Sarmiento, directora de la Autoridad Nacional de Licencias
Ambientales Anla, el organismo encargado de conceder las licencias ambientales
de los grandes proyectos de minería en el país.
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No es solo el carbón
lo que sobrevuela como una maldición sobre estos pueblos del centro del Cesar.
Maldita es, también, la suerte que han corrido sus habitantes por cuenta de la
presencia de grupos guerrilleros y paramilitares, así como sucesivas
administraciones que han desviado los beneficios económicos que deja la
actividad minera. Entre 2004 y 2011 este departamento recibió,
solo por regalías del carbón, 1,95 billones de pesos, según datos de
Ingeominas. Una danza de billetes que nunca se ha notado aquí.
Desde 1998 La Jagua de Ibirico ha tenido seis alcaldes destituidos o
encarcelados por escándalos de corrupción. Y en Becerril y El Paso ha habido
casos similares. “La situación es lamentable; el haber sido
zona roja también hizo que muchos contratos se concedieran a dedo por la
presión de los grupos armados”, asegura María Clara Quintero, secretaria
técnica del Comité de Seguimiento a las Regalías del Carbón, un organismo
financiado por las empresas carboneras para hacer transparente la gestión de
las utilidades económicas del auge minero.
Cuando les hablan de
regalías, los habitantes de Boquerón, Plan Bonito y El Hatillo miran hacia otro
lado. “El carbón solo nos ha traído desgracias”, dicen. La pobreza aquí es crónica. Aunque antes tenían medios
de subsistencia: de la agricultura (los terrenos de los alrededores pertenecen
a las multinacionales mineras y no se pueden cultivar), la ganadería (los
finqueros vendieron sus propiedades a las empresas) y la pesca (los ríos han
sido desviados, bajan llenos de lodo y escasea el pescado) que eran su modo de
vida, ya no queda prácticamente nada. El pasado febrero, los habitantes de El
Hatillo se declararon en emergencia alimentaria. Una comisión de la ONU que
visitó la zona emitió en marzo un veredicto desgarrador sobre los tres pueblos
desplazados por el carbón: el 17 por ciento de las familias no
tiene ninguna forma de subsistencia (aquí lo que predomina es el
rebusque) y se queja de que las empresas cada vez los contratan menos; el 46
por ciento de los hogares tuvo que recibir asistencia alimentaria en los
últimos meses; un 15 por ciento depende completamente de la caridad para
sobrevivir; el ingreso medio por familia es de $ 250.741 y el menú
diario no pasa de harina, azúcares y aceites, lo que significa un contenido
nutricional muy bajo. En otro estudio de la Secretaría de Salud del Cesar, del
2011, se determinó que el 50 por ciento de la población de El Hatillo padecía
problemas respiratorios asociados, aparentemente, a la contaminación. Y otro
dato: se comprobó que el agua no era apta para el consumo humano (la Alcaldía
de El Paso entregó recientemente una planta de tratamiento).
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“Nunca imaginamos un
drama así. Lo peor de todo es que no sabemos qué nos espera… Asumimos este
destierro con una tristeza infinita”, dice Flower Arias con ese dejo pesaroso
en la voz que no se le quitará en ningún momento de la conversación. Todo en
estas veredas es lamento. Tristeza. Dolor. Una sensación de abandono. De
impotencia. De indefensión. “Lo que no consiguieron los
grupos armados lo lograron las multinacionales. No tengo palabras para
describir lo que se siente tener que irme de mi pueblo. Yo nací aquí hace 35
años”, dice Yolima Parra, habitante de El Hatillo. “Me duele en el alma
pero uno tiene que salir de Plan Bonito para salvar su vida”, asegura Orphanor
Imbré, un hombre de 42 años que dice tener una hernia en la columna que se
complicó después de trabajar en la mina Calenturitas. Ahora se busca la vida
vendiendo aguacates.
En Plan Bonito, donde
vive Imbré, sus habitantes se cansaron de esperar. Un reasentamiento
infructuoso hace unos años hizo que tiraran la toalla.De esta vereda no quedará ni el
nombre. Quizás el recuerdo de lo que un día fue. La cancha donde
los pelaos jugaban al fútbol, la risa de las niñas que se bañaban en los ríos
cercanos...Tan derrotados estaban, que cada una de las 86 familias que
reconoció el censo (363 personas) decidió negociar una indemnización directa
(cuyo monto se desconoce aún) y se largará por su cuenta allá donde consiga una
vivienda.
El caso de Plan Bonito
(el solo nombre ya resulta paradójico) “no es lo ideal”, dicen Renato Urresta y
Mauricio Díaz, gerente y codirector de proyecto de Replan, la empresa
canadiense que contrataron las multinacionales para llevar a cabo esta
operación tras la resolución del 2010. Lo normal, explican, es que las
comunidades se trasladen en grupo para que conserven su tejido social, para que
hagan el duelo y para que reciban la asistencia psicológica que demanda un
trauma como este. “Por nuestra experiencia sabemos que hay
familias que al no estar acostumbradas a manejar grandes sumas de dinero pueden
acabar en peores condiciones”, advierten.
Hay un hecho insólito
que hace más complejo el reasentamiento. Lo lógico, como ocurre en otros
países, es que este proceso se haga de manera preventiva antes de que se
instalen las minas. No después, cuando el daño es mayor. Aun así, la compañía
calcula que el capítulo de Plan Bonito estará cerrado antes de que finalice
este año; El Hatillo, en el 2014, y Boquerón, el más atrasado, en el 2015.
Después de los acuerdos previos (indemnizaciones, compensaciones, etc.), vendrá
una etapa no menos difícil: la búsqueda de la tierra prometida que, en teoría,
debería ser en una zona no muy lejana que sea fértil; en definitiva, que
permita la subsistencia y que no esté contaminada. Tarea harto complicada
teniendo en cuenta el mapa minero del Cesar. Una vez culminado el
reasentamiento, la empresa ofrecerá un plan de acompañamiento de no más de tres
años.
Mientras, la
incertidumbre reina en Boquerón: “Ni siquiera tenemos la alternativa de decir
‘no me voy’. Aquí, la opción es ‘me van a sacar’. ¿Cómo vamos a vivir el
desarraigo? ¿Dónde quedará el pueblo? ¿Y nuestras costumbres? ¿Las creencias?
¿Qué pasará con nuestros muertos?”, se pregunta, consternada, Lesvi Rivera.
Directora de la Anla
‘Esto no se puede repetir’
‘Esto no se puede repetir’
La geóloga Luz Helena
Sarmiento Villamizar es la directora de la Autoridad Nacional de Licencias
Ambientales (Anla), el organismo que otorga las licencias ambientales de las
grandes mineras que trabajan en el país.
¿Qué supone una medida
como el reasentamiento?
Que los efectos de la
contaminación son graves. El reasentamiento es lo último, hay que tomar otras
medidas. Pero llega un momento en que ya no se puede. Es un punto de inflexión
donde no hay retorno. Una situación como esta no se puede repetir en el país.
Es traumático...
Es un desarraigo, un
desplazamiento forzado.
Persiste la sensación
de que el país está cediendo mucho en la minería.
Yo negué ocho
licencias hace año y medio en la zona. Íbamos a duplicar las regalías y dije
que no. Desde el punto de vista nacional tenemos una autoridad fuerte que ha
parado al que le tocaba.
¿Habrá sanciones?
Nosotros abrimos un
proceso y estamos en plena investigación. Aún así, el reasentamiento sigue su
marcha y entre más se demore, más grande será la sanción que impongamos a las
empresas.
Si todo esto ocurre en
la minería legal. ¿Qué se puede esperar de la ilegal?
Eso es devastador.
Produce un dolor de país inmenso.
Lo que dice la empresa Drummond
De las tres empresas
implicadas en el reasentamiento solo Drummond ofreció su versión. Prodeco y CNR
remitieron a Replan, el operador encargado del procedimiento.
Drummond asegura que
su compromiso es “ejecutar y cumplir la resolución” a pesar de que “ninguna de
las poblaciones queda dentro de nuestros contratos de concesión ni de
influencia directa”. La compañía niega que haya dilaciones, asegura que no
planea expandirse en el área y reconoce que tiene reservas legales frente a la
resolución, que considera injusta, por lo que ha acudido a una instancia
judicial. Ello, sin embargo, “no interfiere en el reasentamiento”.
TATIANA ESCÁRRAGA
Enviada especial
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