La hora de América Latina
Texto leído por el poeta, novelista y ensayista colombiano en el Encuentro
Federal de la Palabra, en el marco del Foro Pensar América Latina, realizado la
semana pasada en Buenos Aires, Argentina.
Por: William Ospina / Especial para El
Espectador
Hay una epopeya que nadie nos ha
contado, la única comparable a la conquista de un planeta desconocido: el
avance de unos pueblos despojados, hace treinta mil años, por el territorio de
América. En medio de su extraordinario rigor podríamos sin embargo llamarla El
descubrimiento del paraíso.
Aunque en la edad que termina los hechos
sólo se recordaban cuando los cumplían los europeos, esa primera población de
América por inmigrantes asiáticos podría ser un hecho fundamental para el
futuro. Porque todos en el mundo somos extranjeros, pero quizás sólo los
latinoamericanos lo sabemos. Y, como bien afirma Richard Sennett, es
fundamental que aprendamos a comportarnos como extranjeros, arraigados con amor
pero con cautela en un territorio desconocido, para no incurrir en los saqueos
y las depredaciones que obran los que se sienten dueños para siempre, los que
presumen de una excesiva familiaridad con el mundo.
Antes, todos los pueblos tenían esas
cautelas, todas las mitologías antiguas expresaban ese asombro y esa reverencia
con el universo natural, y yo diría que el error de la modernidad es que se
siente demasiado dueña del mundo.
Los pueblos indígenas fueron aquí los
primeros inmigrantes y en sus sabidurías de treinta mil años descifrando e
interpretando un mundo extraño, han de estar muchas claves para la
supervivencia de este planeta y de las especies que viajan en él por el mar de
leche de diosa de las galaxias.
Creo que en estos tiempos es un
privilegio que podamos llamarnos “el continente de los extranjeros”, aunque,
repito, todos en el mundo lo somos. Esa falta de familiaridad excesiva sólo
puede traducirse en respeto y asombro, y el asombro es el comienzo de la
filosofía. “Esa suerte de estupefacción dolorosa con la que —según
Schopenhauer— comienza toda filosofía, y que llevó al filósofo a afirmar que
“la filosofía debuta, como el Don Juan de Mozart, por un acorde en tono menor”.
Digo estas cosas en Buenos Aires porque
no quiero olvidar que la obra de Jorge Luis Borges está marcada
fundamentalmente, y hasta siento la tentación de decir “exclusivamente”, por el
asombro, por la perplejidad.
Cada aurora, nos dicen, maquina maravillas/
capaces de torcer la más terca fortuna;/
hay pisadas humanas que han medido la Luna/
y el insomnio devasta los años y las millas./
En el azul acechan públicas pesadillas/
que entenebran el día. No hay en el orbe una/
cosa que no sea otra, o contraria, o ninguna./
A mí sólo me inquietan las sorpresas sencillas./
Me asombra que una llave pueda abrir una puerta,/
me asombra que mi mano sea una cosa cierta,/
me asombra que del griego la eleática saeta/
instantánea no alcance la inalcanzable meta,/
me asombra que la espada cruel pueda ser hermosa,/
y que la rosa tenga el olor de la rosa.
Algunos creyeron alguna vez que Borges
era un autor europeo, o europeísta: qué grave error. Si hay una obra que Europa
no sería capaz de escribir, es la de Borges: es imposible ser más americano, es
imposible ser más latinoamericano, y acaso es imposible ser más argentino.
Porque es mucho más que una metáfora decir que aquí está todo el mundo “sin
superposición y sin transparencia”. Este es el país de los inmigrantes, el país
de todas las tradiciones, y eso incluye al mundo indígena, ese Camino del indio
que con el mismo asombro nombraba Atahualpa Yupanqui:
Caminito del indio, sendero colla sembrao de piedras,/
caminito del indio que junta al valle con las estrellas/
y que cantaba con voz conmovedora Hugo del Carril.
Los pueblos indígenas sintieron siempre
la familiaridad que inspira respeto por el mundo, no la familiaridad que
permite destruirlo. Recuerdo que hace diez años, cuando llegué por primera vez
a la India, yo creía que iba a encontrarme con una realidad radicalmente
distinta al mundo latinoamericano, y me sorprendió sentir que más bien lo que
hay allá es lo que habría llegado a ser este mundo americano si no hubiera
hecho irrupción en su crecimiento el orden occidental. El templo del jaguar y
de la serpiente, el rito del agua y del sándalo, el rito del fuego y las
lámparas de flor de loto que llevan el fuego de la plegaria por las aguas del
río. Por algo llamaron indios a nuestros indios.
Pero hay otra razón por la cual conviene
sentirnos un poco extranjeros en el mundo, y es por el orden de pesados
privilegios que le han correspondido a la especie humana, y que la hacen
sentirse en cierto modo por fuera del universo natural. Baudelaire lo dijo de
una manera inmejorable: “¿No soy acaso un falso acorde/ de la divina
sinfonía?”. El poeta colombiano Porfirio Barba Jacob lo expresó de un modo
semejante: “Entre los coros estelares/ oigo algo mío disonar”.
Sólo a través de los lenguajes del arte
los seres humanos logramos reintegrarnos a la armonía cósmica. El privilegio
terrible consiste en que el mundo pertenece al orden de la necesidad y nosotros
somos los únicos que pertenecemos, o creemos pertenecer, al orden de la
libertad: tenemos sueños, tenemos propósitos, siempre queremos trazarle un
rumbo a nuestras vidas y un rumbo a la historia.
Con la irrupción de Occidente hace cinco
siglos, llegaron a esta tierra en clave de urgencia los imperativos de la
modernidad. El mercado, que trafica por igual con metales, con pieles, con
maderas, con manufacturas, con comodidades, con seres humanos, con licores, con
armas, con estupefacientes. También fueron llegando los ideales de la época: la
democracia, la libertad, la igualdad y la fraternidad, la religión del espíritu,
la división de los poderes públicos, la ciencia, la industria y la tecnología.
Nada de eso se nos propuso como una opción, todo como un deber imperioso.
Gracias al peso de la tradición
indígena, quizá gracias a esa cautela de extranjeros que habían manejado en su
relación con el mundo, el universo natural americano estaba prácticamente
intocado. Ya hace dos mil setecientos años el Tao te king recomendaba que
alteráramos mínimamente el orden natural. Corregir excesos, moderar
desbordamientos: la presencia humana no se debía sentir demasiado en el mundo.
Pero los seres humanos tenemos la conmovedora y terrible capacidad de aprender
y de transformar, somos una fuerza ciclónica de transformaciones sobre el
entorno.
En esta época de conmemoración de los
bicentenarios, vale la pena preguntarnos si nos separamos de Europa para
intentar ser distintos o sólo para seguir haciendo lo mismo por nuestra cuenta.
Pero así como la conquista europea de América fue un hecho nuevo, desconocido,
irrepetible, de dimensiones monstruosas en el peor y en el mejor sentido del
término, también la Independencia fue un hecho nuevo: nosotros fuimos los
primeros en enfrentar y derrotar el colonialismo moderno.
Y si la Conquista trajo la modernidad,
la Independencia le dio otra vuelta de tuerca a la idea de modernidad. La
Conquista había fundado la esclavitud y la servidumbre modernas: la costumbre
de hacer esclavos y siervos a los miembros de otras razas y otras culturas,
todo instaurado bajo el principio de pureza, de limpieza de sangre. La
Independencia nos impuso en seguida el deber de abolir la esclavitud y de
abolir la servidumbre en términos jurídicos, pero dejó pendiente la tarea de
incorporar a indios y esclavos en el orden social, y postergó por mucho tiempo
la tarea de interrogar su universo cultural y redefinir con él nuestro
horizonte de civilización.
Melancólicamente Konstantino Cavafis
escribió a comienzos del siglo XX:
Gente venida de la frontera anuncia que ya no hay bárbaros/
¿Y ahora qué destino será el nuestro sin bárbaros?/
Una solución eran esas gentes.
En el ejercicio de exterminar a los
supuestos salvajes y de borrar a los supuestos bárbaros, Occidente se aplicó a
magnificar la barbarie real en su propio seno. Ya la traía de antes: era la
barbarie de la pureza. Gracias a ella César cortó en un solo día la mano
derecha de diez mil galos, Roma borró a Cartago con fuego y con sal, el
cristianismo levantó guerras contra infieles, cruzadas contra herejes,
tribunales y hogueras contra disidentes.
Pero los distintos —eso significaba la
palabra bárbaro para los romanos— eran necesarios, y hoy sabemos que si algo
necesita una civilización para sobrevivir es el diálogo con otras
civilizaciones. Estamos muy acostumbrados a oír la celebración de lo que la
sociedad industrial y tecnológica sabe hacer, pues nos lo recuerdan noche y día
los medios hegemónicos y la publicidad, pero lo que callan aplicadamente es lo
que esta cultura no sabe hacer.
Nuestra época sabe mucho de crecimiento
pero poco de equilibrio, sabe ofrecer al ciudadano el consumo pero no sabe
proponerle la creación, sabe ofrecer novedades pero no sabe conservar
tradiciones, sabe hablar del futuro pero descuida o calumnia la memoria, sabe
dominar y transformar la naturaleza pero no sabe respetarla ni conservarla, habla
demasiado del globo pero no habla suficientemente del lugar.
Hace poco Stephen Hawking sostuvo que
este planeta no bastará para satisfacer nuestras expectativas inmediatas y que
necesitamos urgentemente explorar dos o tres planetas que puedan satisfacernos.
Pero ese ironista sabe muy bien que no encontraremos en los próximos
trescientos años a dónde llevar a la humanidad que ya tenemos hoy, y que lo que
hay que examinar es el modelo de expectativas al que hemos llegado. No es la
humanidad la que necesita muebles que lleguen del otro extremo del planeta, no
es la felicidad humana la que exige este frenesí de desplazamientos que consume
combustibles fósiles, degrada el ambiente y nos transforma en ese oximoron: el
viajero sedentario. No es la salud humana la que impone que los alimentos
tengan que recorrer enormes distancias hasta nosotros o tengan que ser
modificados en su estructura genética. La industria y la publicidad diseñan e
imponen el modelo, y podrían denunciar como criminal todo esfuerzo por alterarlo.
Si algo nos enseña el deterioro
ambiental es que no sobreviviremos sin equilibrio; si algo nos enseñan la
crisis de civilización, la debacle moral y la depresión generalizada es que no
las superaremos sin grandes aventuras de creación; si algo nos enseñan el
vértigo y el vacío de la época es que necesitamos el bálsamo de la tradición,
sus memorias y sus rituales; si algo nos enseña el cambio climático es que no
sobreviviremos sin un nuevo respeto por la naturaleza; y si algo nos enseñan la
degradación de los mares y la atmósfera, la contaminación de los ríos y el
basurero universal es que para salvar el globo hay que pensar en lo local, que
para salvar el agua planetaria tenemos que proteger los manantiales.
Esto es lo que quería decir. Que América
Latina está en condiciones de decirse a sí misma y de decirle al planeta que la
civilización no puede ser una mera estrategia de mercado. Que si fuimos los
primeros en derrotar el colonialismo, tenemos que ser los primeros en enfrentar
la suicida teoría del crecimiento, impulsada no por las necesidades de la
especie sino por la inercia del lucro; que al crecimiento hay que oponer una
teoría del equilibrio; que los pueblos no quieren opulencia sino dignidad,
austeridad con riqueza afectiva, menos consumismo y más creación, menos
automatismo y más calidez humana, que la felicidad es más barata de lo que
pretende la civilización tecnológica; que ante estas bengalas del espectáculo
la vida requiere sencillez y arte, sensualidad y alegría, refinamiento de la vida
y un sentido generoso de la belleza.
Toda familia merece una fina vajilla de
porcelana para muchos años y no una costosa vajilla de plástico para cada día;
bellos muebles hechos por artesanos cercanos y no apresuradas mercancías
traídas del otro extremo del mundo. Tener una industria local nos dignifica
como productores y nos enorgullece como consumidores. Pero también cada ser
humano merece toda la herencia de la civilización humana, sus artes y sus
filosofías, sus inventos y sus rituales, sus lenguas y sus dioses.
“El destino, que es ciego a las culpas,
suele ser despiadado con las mínimas distracciones”, escribió Jorge Luis
Borges. La verdad es que el mundo que hemos construido descuida muchas cosas
que son esenciales: descuida educar en el afecto, en la responsabilidad y en la
solidaridad, descuida la naturaleza y sobrevalora las mercancías, descuida la
tradición y sobrevalora la novedad, descuida el hacer y sobrevalora el
consumir, descuida la necesidad y sobrevalora la libertad. Pero no basta defender
la libertad, también hay que poner freno al egoísmo.
Creo que por primera vez la agenda de
América Latina coincide plenamente con la agenda del globo. Las prioridades ya
son las mismas: salvar el único planeta habitable que tenemos en todo el
universo accesible. Tal vez en esta encrucijada de la historia nuestra
simbólica condición de extranjeros, la memoria indígena de la primera y
abnegada globalización, los mitos de la naturaleza, nuestra perplejidad
borgesiana, esta capacidad de sentir el mundo en nuestras venas y el aleph en
el sótano de nuestra casa, esta dificultad para identificarnos con cualquier
tipo de pureza, el privilegio de no pertenecer a ningún centro y la capacidad
de percibir desde la periferia las virtudes y los peligros del modelo, nos
autorizan y nos permiten, más que a otros, formular estas propuestas serenas de
cara al futuro.
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