Durante siglos creímos que los recursos del planeta
eran inagotables. Anduvimos por milenios al ritmo de los pasos, del caballo y
del viento.
Por: William Ospina
Nos ayudaban a avanzar, aquí la
invención de la rueda, allí la invención de las velas, pero la energía que
gastábamos era sobre todo la de nuestros brazos, del fuego elemental.
La llegada hace dos siglos de la Revolución Industrial desencadenó no sólo
la explotación de grandes reservas de energía guardadas por millones de años,
sino el desarrollo de recursos que potenciaron nuestra velocidad, nuestra
capacidad de conocer, nuestro poder de transformar el mundo.
Todos esos inventos nos dieron un alto aprecio de nuestro saber y de
nuestros méritos. ¿Cómo no sentirnos orgullosos de los vehículos en que nos
desplazamos, de los aparatos con que nos comunicamos, de la cisterna de saber universal
a la que acceden con un clic nuestros dedos, de la capacidad de combinación de
datos que nos convirtió a todos en magos en su gabinete, dedicados a contemplar
la maravilla planetaria?
Pero estos gabinetes luminosos podrían ser un equivalente virtual de la
Caverna de Platón; cabe la posibilidad de que no estemos mirando más que
sombras y reflejos, y que mientras tanto el mundo real se esté desvaneciendo en
nuestras manos. Es como si la naturaleza se marchitara a toda prisa afuera
mientras nosotros seguimos admirando sus extraordinarias fotografías.
Dicen los expertos que en el planeta hay siempre la misma cantidad de agua,
pero que sólo un 3% del agua planetaria es agua dulce. Si alguna vez esa agua
fue mucha para cientos de millones de seres humanos, empieza a ser poca para
los siete mil millones que la bebemos hoy, y será menos para los diez mil
millones que tendrán sed dentro de veinte años. Y nadie sabe hacer agua. Nadie
podría desalinizar al ritmo de nuestro consumo las aguas marinas. Nadie podría
hacerlas ascender hasta las montañas del mundo. Todavía el agua desciende hasta
nuestros labios, salvo la de las fósiles cisternas que se están extenuando en
Arabia, en la India, en Colorado.
Mientras los israelíes han logrado hacer fértiles algunas fracciones del
desierto, lo más usual es que transformemos en desiertos los bosques
biodiversos. Ya hemos convertido la isla de Borneo, que tuvo hasta hace treinta
años una diversidad biológica comparable a la de Colombia, en una inmensa y
desolada plantación de palma africana. Y estamos convirtiendo aceleradamente la
selva amazónica en un campo de soya. La pregunta siguiente es si esa soya y ese
aceite de palma son para alimentar a la humanidad. La respuesta es que no: la
mitad de los alimentos que se producen hoy en el mundo son para alimentar a las
máquinas y al gran capital.
Hoy nos rige el imperativo del crecimiento. Los economistas no saben hablar
de otra cosa; consideran un dogma que la economía tiene que crecer, que la
producción y el consumo tienen que crecer, aunque a lo único que podríamos
llamar verdaderamente civilización es a un refinamiento de nuestras costumbres,
no a una mera y grotesca acumulación de cosas.
Más vale que toda familia tenga una hermosa vajilla de porcelana que dure
diez años, y no que tenga que usar y arrojar platos plásticos todos los días.
Porque los plásticos no son baratos sino que lo parecen: lo único que hace que
las bolsas con las que estamos asfixiando al planeta cuesten poco, es que no se
está incluyendo en su valor el precio que tendrá que pagar el mundo para
devolverlas al ciclo de la naturaleza, la deuda que les estamos dejando a las
generaciones del porvenir, si es que les dejamos un mundo donde habitar.
Si se pagaran los precios reales, me temo que una bolsa plástica terminaría
costando más que un diamante.
La teoría del crecimiento exige explotar más y más reservas de energía. Si
alguien dijera que hay que parar en seco el modelo industrial, examinar
seriamente qué es indispensable y qué es superfluo, muchos responderían que
ello equivale a llevar al colapso a la humanidad, su agricultura, su industria
y su supervivencia. “Al contrario —dirán—, necesitamos más energía, más
producción, más consumo”.
Pero tenemos que preguntarnos si es verdad que la humanidad necesita cada
vez más energía, si se justifica este desaforado crecimiento del consumo de
carbón mineral, de petróleo, de electricidad y de energía atómica, que son el
fundamento de la economía mundial. El sol y el viento en cambio pueden ser
fuentes inagotables de energía limpia.
Tengo la certeza de que la mitad de la energía que se consume en el mundo
no se invierte en la satisfacción de necesidades básicas de la humanidad, sino
en la industria de los plásticos, en la industria de los vehículos, en la
industria de los químicos, detergentes y pesticidas y en la industria de las
armas. Esas son las industrias que más aportan al calentamiento del mundo, al
envenenamiento del entorno, al crecimiento de las basuras inmanejables que hoy
tienen un continente de plástico flotando en el Pacífico y una pesadilla de
basuras cercando las áreas metropolitanas de todos los continentes.
Y aun si muchos productos de esa industria fueran útiles: ¿qué haremos
cuando la disyuntiva sea persistir en el modelo de consumo suntuario para una parte
de la humanidad o salvar a la entera humanidad de un entorno catastrófico? ¿Qué
pasará si nos toca escoger entre que la élite mundial mantenga su modelo
derrochador o que toda la humanidad, incluidos ellos, sobreviva?
·
William Ospina | Elespectador.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario