San Agustín, Huila. 14 de marzo de 2015
Alguien le preguntó a San Agustín qué es el Tiempo.
Y aquel hombre sabio contestó: “sino me lo preguntan lo sé, pero si me lo
preguntan no lo sé”.
Creo que con el agua pasa algo semejante. Todos
creemos saber desde niños qué es el agua, pero cuando llega la hora de dar una
definición, sólo podemos decir una parte de lo que sabemos. Alguien dirá que es
el líquido que calma nuestra sed, o que es ese elemento transparente que nos
baña y nos refresca. Otro contará de qué manera regar con agua la tierra hace
crecer las plantas. Un sediento en el desierto dirá con certeza que el agua es
la diferencia entre la vida y la muerte. Un sacerdote católico nos recordará
que es la diferencia entre pertenecer o no al reino de Dios. Un químico nos
explicará que es una sustancia hecha con dos partes de hidrógeno y una parte de
oxígeno, y resumirá su definición con la conocida fórmula de H2O. Todas esas
cosas son verdad, pero ninguna de ellas agota lo que es el agua para la
humanidad.
Alimento y medicina, sustancia química y elemento
místico, recurso industrial y servicio público, el agua es la más elemental y
la más compleja de las sustancias de este mundo, está en la nube y en la
lágrima, y es sobre todo la razón por la cual hay vida en la tierra. Por ella
nació la vida y por ella la vida se conserva. Y, por supuesto, también por ella
puede perderse la vida, como lo supieron hace treinta años los habitantes de
Armero, sorprendidos en la noche por una avalancha que produjeron las aguas del
deshielo de la montaña.
Es necesario comenzar con una sencilla meditación
sobre el agua, porque aquí todo depende de la mirada que arrojemos sobre las
cosas. Alguien puede decir que el agua es sólo un líquido, y habría que
responderle que el agua está en las nubes que vuelan sobre nuestras cabezas, en
el aguacero que se desprende de ellas, en la siempre activa vegetación de los
páramos, en la niebla que respiran los bosques, en la savia que asciende por
los troncos de los árboles, en la música de los arroyos, en el bullicio de las
cascadas, en los peces que avanzan por la corriente y en el cuerpo de los
pescadores que los atrapan.
No hay agua sin mares que se evaporen sin bosques
que enfundan niebla, sin páramos que condensen la humedad, sin humedales que
filtren, sin ciénagas que oxigenen. El agua no es un líquido, no es sólo un
elemento, el agua es un sistema, y Colombia es el mejor ejemplo que se puede
mostrar de cómo un territorio puede estar configurado como una inmensa fábrica
de agua. Pero Colombia también es el mejor ejemplo de cómo un país puede
ignorar su realidad más profunda, y dormir sobre un tesoro como el dragón del
cuento, sin aprender a qué se debe ese tesoro, sin saber cómo protegerlo.
Lo más alarmante es que el sol sabe cómo sacar el
vapor de los mares, el páramo sabe cómo condensar la humedad en gotas de agua,
los bosques saben cómo producir niebla, las selvas saben cómo producir vapor de
agua, las gotas saben cómo hacer arroyos, los arroyos saben cómo juntarse en
ríos, el agua sabe cómo circular, cómo subir al cielo en vapor y bajar del
cielo en lluvia, y deslizarse en forma de río y amontonarse en forma de océano,
pero la que según es fama es la única criatura inteligente del mundo, es el ser
humano, no sabe cómo proteger el agua que le da la vida, ni cómo agradecer por
ese tesoro invaluable.
Somos capaces de ser consumidores de agua, estudiosos
del agua, administradores del agua, vendedores de agua, pero no sabemos ser
protectores de agua, y sobre todo no sabemos pensarnos como parte del agua. La
vemos como algo ajeno a nosotros, aunque resulta que el 95 por ciento de
nuestro cuerpo, según los sabios, está compuesto de agua.
El joven poeta Novalis decía que el aíre es nuestro
sistema respiratorio exterior. Mar, Río, Laguna, Gota de Lluvia, también
podemos decir que el agua es nuestro sistema circulatorio exterior: Somos parte
inconsciente del ciclo del agua. Pero tenemos que convertirnos en parte
consciente de este ciclo, porque los peligros del agua en nuestro tiempo, los
males que la amenazan, se deben todos a la especie humana.
Parte muy importante de la solución de los
problemas contemporáneos consistiría en que todos sepamos que somos el agua,
que proteger el agua es protegernos, que salvar el agua es salvarnos. Los seres
humanos solo podemos vivir en la cultura, ya no somos criaturas de la
naturaleza, aunque estamos siempre en relación con ella. Y depende de la mirada
que nuestra cultura arroja sobre el mundo, el trato que le damos a todas las
cosas.
Durante mucho tiempo la cultura supo que el agua es
el origen, como lo afirmaba en Grecia hace 25 siglos Tales de Mileto. Que el
agua es más preciosa que el oro, como lo cantaba en ese mismo tiempo el poeta
Píndaro. Que el agua es condición de toda vida, que si no hay vida en Marte es
por su ausencia, y que si este planeta azul es una fiesta multicolor de todas
las manifestaciones de la vida es porque aquí se cruzaron a la temperatura
adecuada el agua y la luz.
Pero el mayor peligro para la especie humana es
vivir en una cultura que olvide la abundancia de los significados del agua, y
que termine pensando que el agua es solamente un servicio público, o solamente
una fuente de energía. Corremos el riesgo de cortar los bosques pensando que el
agua es solamente la corriente del río; de arrasar los páramos pensando que el
agua es solamente una fuente de energía eléctrica. Podemos acabar con los
humedales, secar las ciénagas, canalizar las quebradas, pensando que el agua es
apenas esa corriente cuya fuerza alimenta las turbinas.
Y lo que pasa con el agua pasa con los ríos.
También hay quien termina pensando que un río es apenas un caudal de agua que
fluye entre las piedras y que puede ser más productivo si se lo canaliza, si se
lo domina, si se lo somete a la industria humana.
Pero la civilización siempre supo ver en los ríos
esa complejidad que ahora muchos pierden de vista.
Porque un río no es sólo una corriente de agua, un
río, todo río, es un río de vida. Es el agua, los páramos donde nace, los
bosques que lo alimentan, la vida que lo puebla, los peces que lo recorren, y
por supuesto los seres humanos a que se sirven de él, los campos que lo rodean,
los afluentes que en él desembocan, las nubes que descargan sus lluvias, y el
mar en que finalmente se precipita.
Todas las civilizaciones dialogaron siempre con los
ríos. Mesopotamia se llamaba una región cuya principal riqueza fue siempre ser,
como lo indica su nombre, un valle muy fértil entre dos ríos, y allí nacieron
algunos de los elementos más poderosos de la cultura tal como hoy la conocemos:
el cultivo de los cereales, la domesticación de ciertos animales, el arte de la
escritura, el culto de los dioses, la ciencia antigua de contar historias y el
arte provechoso de mirar las estrellas.
Más dramático fue el caso de Egipto, un país que le
debió siempre a un río su existencia. Si no fuera por el Nilo, por la carga de
lodos vegetales que trae desde los altos lagos de África, la civilización
egipcia no habría existido. Hace unos meses tuve la suerte de volar sobre el
desierto africano, y ver allá abajo esa cosa increíble, una franja verde de
vegetación y de ciudades en medio de un blanco y desolado mundo de arena.
Los egipcios comprendieron mejor que muchos, porque
saltaba a la vista, que el río es un milagro, que esas aguas llenas de un
légamo vegetal fertilizaban las arenas muertas y convertían una ancha franja de
las orillas en un valle fértil, donde las palmeras producen dátiles de extrema
dulzura, donde nunca llegaron las vacas flacas de la pobreza sin que las
precedieran las vacas gordas de la extrema fertilidad.
Y sin embargo los egipcios aprendieron que el río
podría ser alterado, siempre y cuando fuera para beneficio de las poblaciones
ribereñas. La capacidad del ser humano de alterar el mundo puede ser muy
valiosa si se inscribe en altos propósitos. Egipto necesitaba una represa,
porque el régimen de las crecientes del río obedecía a ciclos incontrolables, y
solo cada tanto tiempo el río venía a fertilizar la tierra. Alguien se dijo que
desde hace mucho tiempo; “el río es el corazón de este reino, pero ese corazón
necesita un cerebro. Aquí está la fuerza de la fertilidad, pero la cultura
podría aportar un ritmo distinto en el manejo de las cosechas, sin alterar más
de lo aconsejable la naturaleza del río.
Y un día los egipcios hicieron la represa de Asuán,
conquistaron la tremenda capacidad de regular el ritmo de las crecientes, de
lograr que el río pudiera fertilizar la tierra de todo el año. Era una
modificación de la naturaleza, pero estaba guiada por la intención generosa de
mejorar la vida de millones de campesinos de las riberas.
El Nilo es tal vez el río más largo del mundo, la
represa se hizo justo en la mitad del río, donde comienza Egipto, y por ello
afectaba sólo a ese país. Ahora Sudán se propone hacer otras represas en la
parte más alta del río, y esto afectará seriamente el caudal que Egipto recibe,
por lo cual tendrán que pasar por largas negociaciones para armonizar los
intereses de Sudán en la parte alta del río, muy extensa por cierto, con los
intereses de Egipto en la parte baja.
Yo no creo que haya que ser enemigos por principio
de las modificaciones que la cultura puede obrar sobre la naturaleza. Pero la
humanidad tiene que ser consciente de que su labor altera, a veces de una
maneta irreparable, el orden natural, y por ello tiene que ponderar la magnitud
de su influencia, calculando los riesgos, para no obrar alteraciones
destructivas.
Recuerdo que Estanislao Zuleta me dijo alguna vez:
“no hay que exagerar el culto de lo natural contra lo artificial. La viruela es
muy natural, y la vacuna es muy artificial, pero yo prefiero la vacuna a la
viruela”. Los pueblos indígenas de la Mojana, en la región del Sinú, allá donde
el Magdalena se une con el Cauca para rodar hacia el Caribe, construyeron hace
muchísimo tiempo una asombrosa red de canales para regular el ritmo de las
inundaciones en esa región donde convergen las aguas de los ríos y donde hay un
país de ciénagas.
Todas las aguas que viajan hacia el norte convergen
allí, con sus limos fértiles, e hicieron de esa región un extenso templo de la
vida vegetal y animal. Y los zenúes, hace siglos, ya sabían que si es para
bien, se pueden obrar modificaciones en la naturaleza. Es más, no sólo tuvieron
el conocimiento de ingeniería hidráulica necesario para regular con sus canales
el ritmo de las inundaciones en esa región que recibe buena parte del agua de
nuestras cuencas, sino que hicieron al mismo tiempo una obra de arte de
seiscientas cincuenta mil hectáreas, que todavía se puede ver cuando se
sobrevuela la región, ahora víctima de las inundaciones porque ya no está la
sabiduría de los zenúes sino la avidez de las ganaderías que arrasan los
bosques para construir una absurda economía casi improductiva.
Con la llegada de nuestra época, con el crecimiento
de las ciudades, con el peso de la contaminación de desechos humanos e
industriales, con el auge de los agroquímicos y la deforestación de las
orillas, ya no convergieron en la Mojana solamente las aguas sino los desechos
de buena parte del país. Y la Mojana va dejando de ser aceleradamente el templo
de la vida para convertirse en una región de desastre.
Popayán, Cali, las ciudades de la zona cafetera, y
Medellín, que tributan sus desechos al río Cauca, no advierten como están
aportando sus miasmas para degradar esa región que recibe las aguas; como
tampoco advierten Neiva, Ibagué, Barrancabermeja, Bucaramanga y sobretodo
Bogotá, que tributan sus desechos al río Magdalena, cómo contribuyen minuto a
minuto de un modo terrible al deterioro del río y al envenenamiento de las
ciénagas, que no son pantanos incómodos, como piensan muchos, sino purificadoras
del agua y enormes proveedoras de oxígeno.
Todos los ribereños del mundo, los del Yangtzé y
los del Ganges, los del Tigris y los del Éufrates, los del Nilo y los del
Níger, los del Rhin y los del Danubio, los del Volga y los del Mississippi, los
del Orinoco y los del Paraná, supieron siempre que los ríos no son apenas agua
sino vida, y supieron honrar a sus ríos, dialogar con sus ríos. Hay que ver lo
que fue ese momento histórico en que se unieron en un solo reino el alto y el
bajo Egipto, el reino del papiro y el reino del loto, hay que ver todas las
estelas de piedra, todos los relatos, todas las músicas y todos los poemas que
nacieron de esa alianza.
Yo no sé con qué fin habrán hecho los antiguos
habitantes de estas tierras esas poderosas esculturas de piedra que asombran al
mundo, esos jaguares humanos, esos cóndores que se mezclan con hombres y con
serpientes, pero yo sólo puedo verlas como los guardianes del nacimiento del
río. No me parece una casualidad que el arte escultórico más antiguo de nuestra
tierra se haya dado precisamente aquí donde nace el gran río que recorre y
fertiliza todo el territorio.
Uno diría que Barranquilla está muy lejos de San
Agustín, y sin embargo hay algo tremendo que las une, este majestuoso cauce de
agua al que todos pertenecemos porque es uno de los grandes caminos de América.
Yo nací en los páramos de los Andes, en un pueblo perdido en la niebla, y sin
embargo me siento parte del río, sé que esas aguas que bebieron siempre mis
abuelos, las aguas del Gualí y del Guarinó, son parte del río Magdalena, y que
esas aguas nos hermanan, nos hacen pertenecer al mismo mundo, como este macizo
colombiano nos hace hermanos de los que viven junto al Patía, junto al Caquetá
y junto al Cauca, nos hace hermanos de los que orillan el inmenso Amazonas.
La organización de los territorios, eso que llaman
con palabras un poco resecas el ordenamiento territorial, debería hacerse sobre
todo a partir de los dibujos de la naturaleza. Toda la cuenca del Magdalena
debería formar una sola gran región; los gobernantes deberían administrar y
planificar pensando en las fuerzas profundas de la naturaleza y en los grandes
trazos de la geografía. Porque de ellas depende la economía y no al revés.
El territorio colombiano está descuartizado por un
ordenamiento territorial que no tiene en cuenta las fuerzas profundas de la
vida ni las necesidades profundas del territorio y de su gente. Por eso los
bogotanos no saben hacia donde van esas aguas después de que ellos las
utilizan; por eso los habitantes de Ambalema no saben qué es lo que trae tan
sucias las aguas del Magdalena; por eso los pescadores de Honda no saben por
qué se acabó la subienda. Los habitantes de Caucasia o de Majagual no saben qué
le deben a los de Popayán, de Cali o de Manizales.
La naturaleza dialoga continuamente con la
historia. Pocos saben que Honda llegó a ser una ciudad tan importante en la
colonia a causa de una piedra, de una gigantesca piedra que prácticamente corta
en dos el curso del río Magdalena, que nunca permitió la navegación fluida de
barcos grandes a lo largo del río e hizo que los bergantines de los
conquistadores no pudieran llegar más allá de Honda hacia el sur.
Pocos saben que esa piedra hizo que fuera Honda el
puerto alimentador de Santafé de Bogotá y el punto de contacto de la capital
con la metrópoli española. Pocos saben que medio siglo después de la
Independencia, fue también ésta la causa de que fuera Honda el centro donde se
embarcaba hacia el exterior la cosecha cafetera.
Pocos saben también que fue la navegación por el
río lo que acabó con la navegación por el río: que fueron las calderas de los
vapores del Magdalena las que consumieron la madera de todos los bosques de las
orillas. La tala de los árboles hizo que las raíces soltaran los sedimentos, y
el lecho del río subió tanto que hizo imposible la navegación. Al mismo tiempo
los pesticidas, los fertilizantes, los residuos industriales y orgánicos de las
ciudades, y el cianuro y el mercurio de la minería, fueron envileciendo el río
de tal modo que los peces escasearon cada vez más.
Ahora quieren darle al río el golpe de gracia. El
lugar de intentar recuperarlo, devolverle la vida y salvarlo, como hacen las
naciones europeas con sus ríos, no sólo permitimos que vaya muriendo
gradualmente sino que intensificamos la presión hostil sobre él. Y es allí donde
aparecen las hidroeléctricas como el golpe fatal sobre el lomo de un río
moribundo.
Toda gran represa afecta seriamente la vida de un
rio, porque interrumpe el flujo de la vida en su corriente. Un día los peces,
cuya vida consiste en recorrer el río, como lo demostraba ese prodigio de
fecundidad que era la subienda, encuentran que ya no es posible remontar las
aguas o descender por ellas. El río se ve dividido en compartimientos. Ya uno
es grave. Dos, son ciertamente un atentado contra la vida del río. Pero todo un
sistema de hidroeléctricas como el que nuestros gobiernos están permitiendo que
se formen en el cauce del río son una verdadera profanación contra un rio que
en Colombia, que es una fábrica de agua, un pulmón del planeta y el centro de
una abigarrada biodiversidad, es fundamental para todos los ciclos de la vida.
¿A qué se debe que los grandes poderes permitan que
se obre esta gigantesca profanación? A una combinación terrible de ignorancia
con arbitrariedad. Así como el territorio no fue ordenando siguiendo pautas
naturales ni culturales sino políticas y burocráticas, de modo que unos
funcionarios totalmente desconocedores del territorio y de sus dinámicas,
ignorantes de las necesidades de la gente que vive en cada región, disponen a
su antojo la administración del país, así mismo gentes que no tienen
conocimiento de la complejidad de la vida del río, y de la necesidad de
preservar sus ciclos y de proteger sus entornos, la urgencia de salvar el gran
laboratorio del agua equinoccial, creen que pueden cuadricular el río, que
pueden convertirlo en una red de tuberías en la parte alta, un canal de
esclusas y de presas en la parte media, y una autopista en el tramo final.
Piensan que el río está sólo para servir a ciertas
necesidades, casi siempre ilusorias, de sus planes de desarrollo. Un desarrollo
pensado al margen de la vida de los territorios, un desarrollo diseñado en
función de la economía de otras sociedades, un desarrollo delirado a partir de
unas prioridades empresariales, un desarrollo para el que la naturaleza no
existe sino como bodega de recursos y variable financiera, un desarrollo para el
que el planeta es concebido como una gran factoría y los seres humanos apenas
como un obstáculo que hay que superar.
No podemos permitir que triunfe sobre la historia
una cultura del lucro para la que los seres humanos son un estorbo y la
naturaleza es una cosa inerte que se puede mover de un lado a otro sin
consideración. Porque este diseño no está trazado, como el de la represa de
Asuán, para favorecer la vida de una nación, sino para convertir el río, lo más
sagrado que tenemos, en una fábrica de electricidad, y ni siquiera para el
consumo de la propia gente sino para los intercambios del mercado mundial.
No les importa que haya que sacrificar el gran
laboratorio del agua, no les importa que haya que sacrificar el nicho vital de
los seres humanos, y es a eso a lo que se atreven a llamar pomposamente el
desarrollo. Tal vez será por eso que después de varias décadas de ese modelo de
desarrollo ya no quedan peces, ni pescadores, ni campesinos, ni agricultura. Y
asombrosamente los que fueron desterrados a las ciudades tampoco tienen empleo,
ni seguridad, ni acceso a la educación ni a la cultura. ¿Qué desarrollo es ese?
Más bien qué irrealidad, qué impaciente y activa locura.
Por eso he querido sumarme a este clamor. Queremos
una economía que tenga en cuenta a la gente. Queremos una economía que respete
el río, que respete las fuentes profundas de la vida. Los peces le dieron vida
a generaciones enteras de seres humanos: el río contaminado no le da vida a
nadie. Los bosques le dieron oxígeno a generaciones enteras de seres humanos:
las riberas devastadas no le dan vida a nadie.
Claro que queremos progreso, lo que no queremos es
que se llame progreso a la devastación, a la muerte, sólo porque es rentable
para unos cuantos. Obtengamos la energía del viento y del sol, que son fuentes
inagotables, no obtengamos la energía matando la vida, destrozando la
naturaleza y envenenando los manantiales.
Y que lo que se haga con el río lo decidan los que
viven junto al río, los que defienden el río, los que aman el río. Por eso lo
más importante es que dejemos de ser observadores de lo que hacen con nuestro
país los que se creen dueños de todo. El río es la vida del territorio. Los
ríos son las fuentes profundas de la cultura. Proteger el río es proteger la
verdadera civilización. Proteger la naturaleza es pensar en ese otro río, el
río de las generaciones, a las que está desamparando una cultura de la
impaciencia, de la avidez y del saqueo. No hay que arrancarle todo a la tierra
ya. Hay que vivir con deleite el presente pero hay que dejarle un futuro a la
tierra. Nosotros no sólo somos los defensores del río:
nosotros somos el río.
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