ANDRÉS ROSERO E.
Miércoles 16 de octubre de 2013
Cuando el Presidente Correa se dirigió al país para
anunciar el fin de la iniciativa Yasuní-ITT, de dejar el petróleo bajo tierra,
hizo gala de su capacidad mediática, pero muy a su pesar la presentación
radiografió a su gobierno. Es que en una decisión de esa envergadura
inevitablemente afloran las concepciones y los intereses profundos en juego.
Desde la forma…
El discurso oficial se dirige preferentemente a los
jóvenes… porque se sabe que es el sector más sensible y con evidente capacidad
de movilización.
Más aún, dirigirse a ellos para recomendarles que “no
se dejen engañar” presupone que solo el Presidente dice la verdad, que la suya
es “la Verdad” y que solo él no pretende “engañar”. Presupone que siendo el
representante del Estado ecuatoriano automáticamente asume el interés general
de la sociedad. Pero lo mínimo que hay que decir es que, como en cualquier
Estado, el ecuatoriano también es un Estado de clase, por lo que sus
representantes lo son del interés general de la clase que domina en esta sociedad.
Es más, concretamente, la decisión tomada obviamente favorece a determinados
sectores de dicha clase que, sintomáticamente, la han salido a defender. Allí
se han posicionado personas vinculadas a la industria petrolera, en especial
transnacional, como los ex-Ministros René Ortiz (del gobierno de Mahuad, quien
firmó el oneroso contrato con la Oxy que le garantizaba al Estado apenas el 15%
de participación), Fernando Santos (de la “larga y oscura noche neoliberal”,
siempre haciendo lobby en favor de la privatización), Wilson Pástor (de este
gobierno, pero también de la “noche neoliberal”).
Peor aún, sostener con un tono compungido que como
Presidente se ve obligado a tomar tal decisión muy a su pesar, es soslayar que
desde el principio estuvo amenazando con el plan B (la extracción del crudo) y
que ya hace tiempo autorizó su estudio a Petroecuador.
…Hasta el fondo
1) El mito del progreso
Se nos vuelve a prometer no solo superar la pobreza
(hoy sí) sino financiar el desarrollo, apuntar al “buen vivir”, con el dinero
del petróleo del Yasuní.
Periódicamente a los ecuatorianos se nos ha hecho tal
promesa. Hace 40 años, cuando recién comenzaba la extracción de petróleo en la
Amazonia, ya se hizo. La oferta del progreso y el desarrollo. Hoy, 40 años
después, es claro donde estamos: seguimos en la periferia del capitalismo;
quizá con mejores carreteras y más infraestructura, a cambio de un gigantesco
impacto medioambiental y social en el Nororiente (como se verifica en el juicio
contra Chevron) que incluyó el etnocidio de tetetes y sansahuaris, pero
finalmente no hemos superado nuestra condición básica. Este mismo gobierno de
Rafael Correa hace unos años volvió a levantar el mito del progreso, a
propósito de su afán por entregar la gran minería al capital transnacional.
Pero la verdad es que el Ecuador no ha dejado de ser un país primario
exportador y todas estas pretensiones gubernamentales (renegociación petrolera,
minería a gran escala, nueva ronda petrolera en el Suroriente, explotación del
Yasuní-ITT) no hacen sino ahondar ese carácter. Más allá de las declaraciones
sobre el “buen vivir” o sobre el “cambio de la matriz productiva” o sobre
migrar hacia ser “terciario exportadores”, lo que efectivamente se hace solo
reafirma nuestra ubicación básica en la división internacional del trabajo.
Quienes elaboran el mito del progreso para mercadearlo
a la población eluden mencionar nuestra situación de país periférico y nuestro
carácter primario exportador que provienen de nuestra inserción en el mercado
mundial y de nuestra ubicación en la división internacional del trabajo, que a
su vez derivan de nuestra historia, de nuestra estructura y de nuestro
presente. Eluden reconocer que el desarrollo no es solo un acto de voluntad, ni
resultado de una cultura determinada, ni de posesión de riquezas siquiera, sino
que es un fenómeno histórico-mundial bajo condiciones que lo posibilitan:
países que se especializan en la producción industrial para el mercado mundial
en base a transformaciones revolucionarias (la revolución inglesa, la francesa,
la independencia y la guerra civil norteamericana, la reforma Meiji y la
re-industrialización de posguerra en Japón,…) y relaciones de fuerza que lo
permiten (internamente y en su expansión hacia fuera); países con un complejo
colonial fuente de materias primas y de trabajadores, y mercado para la
producción (Gran Bretaña y algunos más); países con acceso a enormes recursos y
con gran afluencia de capitales y fuerza de trabajo, que construyeron un
sistema semi-colonial (EEUU, por ejemplo). Pero fundamentalmente, además de las
condiciones objetivas, sectores dominantes con un proyecto. Precisamente lo que
ha carecido el Ecuador, y menos aún va a haber en tiempos de globalización.
Además, el mito presupone que lo deseable es seguir
los pasos de los países hoy “desarrollados”. Eso es imposible no solo porque no
existen las condiciones históricas sino porque no hay manera de generalizar el
modelo de industrialización y el patrón de consumo asociado que les
caracteriza, desconectados de la satisfacción de las necesidades mayoritarias y
del mínimo respeto al entorno natural. Se necesitarían varios planetas tierra
para que todos tengamos el nivel de consumo que un estadounidense promedio.
Pero más allá incluso, el “modo de vida americano” está lejos de ser el ideal a
ser imitado pues se basa en el capitalismo salvaje, depredador e imperialista;
en el capitalismo explotador y excluyente, que siembra desigualdad y pobreza, y
devasta la naturaleza; que requiere de la agresión para apropiarse de los
recursos naturales y del saqueo de los mismos; que se consolida en el
consumismo hedonista e individualista.
Entonces, es imprescindible plantearse un paradigma
alternativo. Es decir, tampoco es deseable copiar lo que está poniendo en
peligro al planeta y condena a la pobreza y la explotación a la mayoría. A ello
se agrega el problema de la viabilidad real de tal trayectoria, peor aun
careciendo de proyecto de país, democrático e incluyente.
Pero además, la promesa del progreso elude
olímpicamente la profunda crisis de la civilización del capital en la que
estamos inmersos. Oferta un ideal imposible de imitar y de realizar. Si bien la
crisis de sobreproducción estalló a través de la crisis económico-financiera,
también imprime su huella la crisis energética. Además está la crisis de
pobreza y desigualdad, de polarización planetaria. Pero va más allá, hasta el
conjunto de relaciones sociales bajo el influjo del capital: desde la esfera
política con la crisis de la hegemonía global norteamericana, la crisis
político-militar del imperio o la crisis de las formas “democráticas” de la
dominación política; la crisis de las concepciones hegemónicas representada en
la quiebra de la ideología neoliberal y su matriz neoclásica; hasta la crisis
paradigmática que, atravesando todo lo anterior, se sintetiza con mucha
claridad en la crisis del cambio climático. Por ello, desde la perspectiva del
sistema internacional como totalidad es evidente que todo apunta hacia la
crisis de la civilización del capital.
Es decir, la promesa implícita en el mito del progreso
no solo es poco realista (40 años de explotación petrolera lo demuestran) sino
que no es factible (el desarrollo es un fenómeno histórico-universal) y pone en
el centro una cuestión de principios: es imprescindible construir otro
paradigma, no solo de industrialización y de consumo, sino civilizatorio. El
actual está en crisis.
2) La explotación se hace para favorecer a
los pobres: el mito de la redistribución
La clase dominante necesitó reconstruir su hegemonía
tras la profunda crisis del período anterior, signo de la cual fue el
derrocamiento de tres gobiernos por movimientos masivos semi-insurreccionales.
La “revolución ciudadana” consiste precisamente en el régimen necesario para
restaurar el “consenso activo” de los dominados en un proceso complejo, donde
precisó incorporar (mediatizadas) algunas reivindicaciones democráticas y
populares, refuncionalizadas al renovado horizonte histórico-cultural de la dominación.
Esto incluyó desde la apropiación discursiva y simbólica hasta bonos de la
pobreza y demás medidas para reafirmar el dominio de clase. Si bien se vio
obligada a hacer concesiones, fue para evitar las transformaciones
estructurales. Buscó cambiar el modelo para mantener el sistema. Es decir,
cambiar algo para que no cambie nada. Es que en época de bonanza (por los altos
precios de las materias primas), alcanza para todos, hasta para
embaucar-subordinar a los sectores populares con bonos y subsidios.
El relato gubernamental que pretende justificar la
explotación en el Yasuní gira alrededor de la necesidad de recursos para
superar la pobreza. Lo primero que se deduce del discurso presidencial es que
todavía hay pobreza y que es un problema importante (contra la propaganda
oficial previa que, al menos, la minimizaba). Sin embargo, si con más de 60 mil
millones de dólares recibidos en 6 años del petróleo no se eliminó la pobreza,
¿cómo van a hacerlo con 18 mil millones provenientes del ITT prorrateados al menos
a 20 años hacia adelante desde el inicio de la producción? Además, ¿qué
garantiza que si antes no lo hicieron, hoy si servirán a los pobres?
El gasto social es parte de las concesiones hechas al
campo popular para reconstruir hegemonía. Pero esas concesiones se resignifican
en el nuevo contexto. No superan el asistencialismo-clientelar ni el horizonte
de clase. También han servido para dividir y cooptar, para subordinar. Se
hicieron para legitimar el nuevo proyecto de dominación en curso, para cambiar algo
sin que cambie nada. Es cierto que ha aumentado el volumen del gasto social en
relación a los gobiernos neoliberales, pero sigue por debajo del que se hizo al
inicio de los 80. Es cierto que han bajado los niveles de pobreza, aunque a un
ritmo menor que en anteriores períodos similares y sobre la base de los
gigantescos recursos del petróleo (un precio histórico). Entonces, incluso los
logros sociales son insostenibles a largo plazo. Pero hasta hace tres años no
había reforma ni en salud ni en educación. Hoy lo adelantado sistematiza el
interés del capital, en especial transnacional. Los bonos no superan las
transferencias condicionadas, de origen bancomundialista. En salud, no existe
modelo alternativo, alguno que apunte a la integralidad de la vida, a la
prevención; lo más relevante es la inversión en infraestructura y equipos
aunque sin los especialistas requeridos y las formas de neo-privatización (por
ejemplo, los convenios con el IESS), sin priorizar la atención primaria.
Predomina la visión crematística, no la de salud pública. En educación, la
contra-reforma impuesta atiende a la necesidad del capital, en especial
monopólico, no a la formación integral de seres humanos. Alumbrada desde un
fundamentalismo neo-darwiniano (que sobrevivan los más aptos), y atiborrada de
una visión tecnocrática que intenta medirlo todo (para vigilar y castigar),
finalmente se reduce a capacitar fuerza de trabajo adoctrinada en la sumisión
para un mercado segmentado: bachilleres no calificados, abaratados;
profesionales calificados solo para manipular tecnología; la investigación bajo
el férreo control de quien la pague.
Por otro lado, es cierto que ahora llegan mayores
recursos a los pobladores amazónicos (quienes protagonizaban la paradoja de
vivir junto al petróleo y ser de los más pobres del país), que han mejorado sus
condiciones pese a que hay despilfarro y demagogia, pero también que tales
asignaciones no son suficientes para acabar con la pobreza. Sin embargo, tales
dineros provienen de la reforma a la Ley de Hidrocarburos impulsada por el
gobierno actual que, en lugar de afectar las ganancias de las petroleras,
redistribuyeron el 15% de utilidades de los trabajadores: 12% para las
comunidades + 3% para los trabajadores; es decir, redistribuyeron lo que ya
recibían los ecuatorianos. En cualquier caso, si se quería mejorar lo percibido
por los pobladores no se debía dejar de exigir más a las petroleras, lo que el
gobierno eludió.
Pero si tanto importara el combate contra la pobreza
no tendría sentido concesionar las principales riquezas nacionales. Tampoco,
empeñar el petróleo a China para endeudarse. Y peor aún, revivir contratos de
concesión ya fenecidos legalmente (como fue el caso de Porta/Claro) con gran
beneficio para la transnacional. Buena parte de las principales riquezas del
Ecuador están en manos (directa o indirectamente) del capital transnacional. El
petróleo, con contratos renegociados en favor de las empresas transnacionales,
con su comercialización intermediada por ellas, y para remate, en prenda por los
préstamos chinos. La minería, las telefónicas, concesionadas. Y por esa vía el
futuro que se nos ofrece es más de lo mismo: ahondar la re-primarización a
través de la gran minería y explotar el petróleo del Yasuní.
Más allá de los discursos, los grandes beneficiarios
de la explotación petrolera han sido las compañías transnacionales y el capital
interno (en especial monopólico) vía contratos, subsidios, cobro de intereses,
venta de bienes y servicios, etc. Correa dice que está en contra de los
banqueros. Sin embargo, la banca ganó 393 millones de dólares el año 2011 (El
Comercio, 26/01/2012), como nunca antes; y ganó 314 millones de dólares en el
2012 (El Comercio, 25/01/2013). Pero esto ha venido sucediendo desde hace
algunos años. Es decir, a contramano de las declaraciones, con el gobierno
actual la banca indudablemente ha mejorado mucho sus utilidades. Es más no solo
la banca ha ganado, también el resto de grandes grupos son más prósperos. Según
el SRI, en el 2006 los 42 grupos económicos tuvieron ingresos de 12.600
millones de dólares, es decir el 30,2% del PIB. Para el 2010 ya eran 75 los
grupos económicos con ingresos de 25.400 millones de dólares, el 43,7% del PIB.
Para el 2012, los 110 grupos económicos con ingresos de 40.049 millones
representaban el 47,3% del PIB.
Es decir, el gran capital sigue siendo hoy, en el
segundo boom petrolero, el principal ganador del extractivismo, de la
reprimarización. No las familias que reciben el Bono de la pobreza de 50 USD
por mes, que además se usa como mecanismo clientelar, de sujeción política.
3) El mito de la tecnología
Se asegura que el uso de tecnologías de punta
minimizará los impactos. Los tecno-burócratas intentan, como tributarios de la
razón instrumental, con la mayor eficacia de los medios, eludir los fines. Como
intermediarios de la lógica del capital contemporáneo enarbolan la racionalidad
crematística para justificar la intervención y la razón técnica para asegurar
la asepsia de la misma. Como sacerdotes de la nueva fe levantan “la creencia en
la omnipotencia de la tecnología” que es la forma específica de la ideología
dominante en el capitalismo tardío.
Hay que comenzar diciendo que no existen tecnologías
perfectas. En toda intervención humana existen impactos y contingencias. Más
aún en la industria petrolera, donde influyen un sinnúmero de factores
imponderables y de riesgo, en todas sus fases. Hay que recordar que hace tres
años la British Petroleum (BP), la segunda petrolera más
grande del mundo, decía que la tecnología para la producción de petróleo en
aguas profundas era segura y conocida. Hasta que no fue así. La lógica
crematística del capital se impuso para bajar los costos y producir más rápido.
La plataforma Deepwater Horizon se incendió y se hundió,
produciendo el mayor derrame de la historia de EEUU (unos 4,9 millones de
barriles expulsados al Golfo de México), a lo que se sumó el uso masivo de
químicos dispersantes.
Ya en la práctica aparecen otro tipo de problemas.
Así, en el campo ITT hay que terminar de hacer la exploración más fina usando
la sísmica 3D; esto es, en los puntos de intersección de una cuadrícula colocar
explosivos para delimitar el yacimiento. Pero esto, en medio del paraíso
mega-diverso… Después, se propone transportar la maquinaria y el personal vía
helicóptero y/o fluvial. La perforación horizontal, que implica mayores
volúmenes de materiales residuales. Se va a transportar la mezcla de crudo con
agua y gas a las facilidades que están en el campo Edén-Yuturi, para allí
procesarla.
Ahora bien, la sísmica implica realizar explosiones.
Luego, la operación significa el trasiego, el ruido, la deforestación, abrir
trochas, levantar campamentos, que van a impactar a la fauna y la flora y van a
aumentar la presión sobre los pueblos en aislamiento voluntario. Además el
ingreso de los trabajadores petroleros y la población que suele acompañarlos
para ofrecer servicios (prostitución, comida, bares, droga, violencia, etc.).
El transporte implica tender tubería, bombas, caminos, etc. El procesamiento en
Edén-Yuturi necesitará ampliar las instalaciones. Además que el petróleo
extraído es pesado, que para su movimiento requiere mezclarse o calentarse,
junto a millones de barriles de aguas de formación. Es decir, no se debe
minimizar los impactos que se van a producir.
Pero, incluso suponiendo que todo lo dicho se
consiguiera controlar, la operación petrolera implica riesgos ineludibles. En
el Nororiente, por corrosión de la tubería (porque el Estado financia al mínimo
a la empresa estatal), por malas prácticas, por accidentes (nunca posibles de
excluir en cualquier actividad humana), por sismos, erupciones, etc.,
continuamente se producen derrames, algunos de ellos inevitables. ¿Qué
sucedería con un derrame en medio del parque mega-diverso? Además los impactos
son acumulativos y se vienen realizando desde la explotación en los bloques
cercanos, la maderera, etc. La presión sobre los grupos en aislamiento
voluntario puede llevar al etnocidio porque se invade sus territorios y se
limitan sus fuentes alimenticias, lo que puede empujarlos a la confrontación
violenta con otros grupos indígenas. La cosa no es tan simple como nos la
pintan…
Por supuesto existen tecnologías mejores y peores.
Pero su utilización pasa por el filtro de la racionalidad del capital (que es
de corto plazo), por el balance costo-beneficio que hace la empresa
transnacional, como lo demuestra el mencionado caso de BP o las prácticas de la
Texaco y otras petroleras en el Ecuador. En cuanto a las empresas estatales,
están atravesadas por los juegos de intereses capitalistas que se posicionan
políticamente: si antes, en la “noche neoliberal”, se les boicoteaba para
favorecer la privatización hasta por ineficiencia, hoy se favorece las alianzas
estratégicas con China o Venezuela, por ejemplo. Pero los intereses del capital
no solo se posicionan directamente. También en formas más indirectas, al
convertirse en empresas operadoras, intermediarias, de servicios, etc., que van
a ejercer ascendiente sobre sus contrapartes estatales. De cualquier forma,
tales “influencias” se concretan en la legislación, en los controles
aligerados, en las garantías de rentabilidad, en las “asociaciones”, y demás,
usando métodos que pueden ir desde la intimidación a la corrupción. Por todo
ello, las empresas y las entidades de control estatales terminan en la órbita
de la racionalidad del capital. Es decir, las tecnologías se adoptan según las
necesidades del capital. Es ilusorio pretender que con la racionalidad técnica
(parcial) se puede confrontar la irracionalidad (general) del capitalismo
tardío.
Solo el control de la sociedad, del conjunto de la
población y de los directamente involucrados, ejercido organizadamente junto al
de los trabajadores, puede servir de garantía contra la sed insaciable de
ganancia del capital.
4) ¿Por qué el Yasuní-ITT?: los meandros
de los mitos oficiales
“Cuando se baja de la retórica a los
hechos, se ve quién es quién” (Rafael Correa – Frase que remata la campaña
propagandística gubernamental)
La lucha social de casi 30 años de resistencia frente
al neoliberalismo, de las Huelgas Nacionales a los Levantamientos indígenas,
pasando por un sinnúmero de formas de resistencia sectorial, local, regional,
etc., impidió la aplicación salvaje del recetario neoliberal y los afanes
autoritarios, creó un cierto protagonismo popular y un ambiente relativamente
democrático. Uno de los productos de esa historia de lucha popular, aunque
conjugado con los intereses dominantes y transfigurado por ellos, es el proceso
actual. Este resultado se ubica en el contexto histórico específico. Como ya se
mencionó, la clase dominante venía de una profunda crisis de hegemonía.
Necesitaba superarla. Entonces, el papel histórico de la llamada “revolución
ciudadana” es contribuir a la reconstrucción de hegemonía de la clase
dominante: cambiar el modelo para mantener el sistema. Las concesiones hechas
al campo popular (derechos y también promesas) fueron útiles para construir
legitimidad al proyecto renovado de la dominación.
Parte de ellas fue el discurso “ecologista”, cuyo
punto culminante fue la proclamación de los derechos de la Naturaleza en la
Constitución. Y el impulso a la Iniciativa que pretendía dejar el crudo bajo
tierra, que daba continuidad a la idea de la “moratoria petrolera” que algunos
grupos ecologistas venían posicionando desde hace más de una década. Es decir,
nadie puede declararse dueño de la misma. Además que la Constitución garantista
de derechos hace rato viene siendo criticada desde ese ángulo por el gobierno,
que exige todavía más derechos y poderes para sí y menos para los ciudadanos, olvidando
lo elemental. En este ámbito el discurso oficial comete otro error básico:
nadie (ni la Constitución) ha planteado los derechos de la Naturaleza en
oposición a los derechos de las personas. Antes al contrario, se
trataba siempre de ampliar el radio de los derechos hasta reconocérselos a la
Naturaleza sin menoscabar los de las personas. Pero en toda esta deriva (y en
facilitar los atajos que está usando el gobierno) también influyó el reformismo
y su fetichismo legalista que sembró esperanzas ilusorias: las leyes expresan
una correlación de fuerzas sociales. Entonces, hay que cambiar la realidad para
cambiar las leyes y no esperar que cambiando leyes (incluso Constituciones) va
a cambiar la realidad.
Pero la Iniciativa Yasuní-ITT tuvo problemas desde el
principio. Correa puso al frente a Roque Sevilla, empresario turístico, a
nombre del capitalismo “verde”. Al mismo tiempo, mantuvo abierto el Plan B de
explotación petrolera restándole credibilidad a la Iniciativa. El discurso
oficial giró alrededor de una visión economicista que ató la decisión de la
Iniciativa al aporte en metálico del resto del mundo. Como si no se supiera que
a los principales responsables del cambio climático (EEUU, China, UE, etc.)
poco les importa éste. Es más, soslayando la crisis mundial (y europea
especialmente) que restaba posibilidades favorables, más aún con un Plan B que
se anunciaba persistentemente (en realidad parece que siempre fue el Plan A).
Es decir, la Iniciativa con la atadura crematística nunca tuvo demasiadas opciones.
Todavía peor, dado que la tecnocracia es esclava de
una episteme positivista, siempre se insistió en índices (aunque nunca cambien
los fundamentos de lo existente), resultados, dinero. Desde su perspectiva
empirista, prima el pragmatismo más pedestre inserto en el mundo de la
pseudo-concreción (Kosik), de la conciencia falseada. Así, la ruptura de la
armonía hombre-naturaleza se tamizó en términos mercantilistas. Asimismo, la
posible irrupción en el parque mega-diverso y el aumento del riesgo para los
pueblos en aislamiento voluntario se decidió en términos de costo-beneficio a
corto plazo. Pero, evidentemente, no todo es dinero…
Entonces, se terminó con la Iniciativa (se la remató)
cuando se nombró a la jet-setter Yvonne Baki (ex-ministra de Lucio, ex-organizadora
del Miss Universo que seguramente le fue muy rentable al igual que a su socio
Donald Trump) como responsable de la misma. El capital transnacional no podía
estar mejor representado. Ahí (si faltaran más pruebas) se transparentó la
voluntad política realmente existente.
5) Los límites del modelo de la
“revolución ciudadana” o los mitos en verde… limón
Lo que vino después solo fue cuestión de tiempo. Del
tiempo político de Correa: esperar la reelección, ver qué pasa con la
mega-minería. El que la explotación minera se haya demorado por la caída de
precios internacionales, pese a las reformas legales negociadas con los chinos
en favor del capital transnacional, puso nuevas urgencias.
Sobre la base de la inserción subordinada en el
mercado internacional resultado de la especialización primario exportadora (más
aún con la dolarización), el gobierno ha mantenido intocada la estructura de la
economía ecuatoriana, la matriz productiva heredada, y tampoco ha cambiado la
política extractivista. Se sigue exportando el petróleo e importando derivados,
sin industrializar nuestra materia prima. Más bien, se puso mayor énfasis en la
intervención del Estado pero en un contexto bajo la hegemonía reconstruida del
capital monopólico. En una economía petrolera, el Estado es el principal actor
económico. Además es la estructura que efectivamente controla Correa y de la
que obtiene legitimidad, la palanca para la acumulación de la fracción
emergente en un proceso de modernización capitalista. En el modelo implementado
se combinan elementos neo-desarrollistas y de capitalismo de Estado (que
propician la emergencia de nuevos sectores de burguesía), con continuidades
neoliberales y con modificaciones institucionales, para apuntalar la
modernización capitalista y la conformación de un nuevo bloque en el poder.
Bajo la hegemonía del capital transnacional (chino, europeo, brasileño,…), en
acuerdo (subordinante) con el capital monopólico tradicional interno, la
fracción emergente hace su acumulación originaria desde el poder político.
Mientras los grandes recursos naturales son
concesionados o explotados en asociación con el capital monopólico (en general
transnacional) que maneja lo fundamental de la economía, las demandas de la
mayoría de la población son incorporadas (resignificándolas) a la lógica del
capital: son contratos (en infraestructura, en servicios, en consultorías,
etc.), son concesiones (carreteras, puertos, aeropuertos, etc.), son
privatizaciones (teléfonos, internet, etc.), son subsidios (condicionados o
no), salarios, gasto público, que incrementan la demanda, que facilitan la
circulación, que incentivan la producción, etc. Es decir, sin un cambio
estructural que afecte al capital monopólico, que instaure el control social
sobre la producción y la distribución, que construya el autogobierno de los/as
trabajadores/as, la expansión del gasto estatal, el capitalismo de Estado, la
reactivación de la economía, incluso su crecimiento, siempre inevitablemente
terminan en provecho del capital. De allí que, cuando se agota el auge, cuando
se estanca la economía, el capital reparte las cargas lo más desiguales
posibles. Y los primeros en ser afectados serán las grandes mayorías. Es un
profundo error pretender que con subsidios y/o con gasto público y/o mejorando
la distribución (que por cierto está determinada por el modo de producción),
etc., va a disminuir la desigualdad de forma permanente y sostenida, porque el
capital genera y reproduce la desigualdad. Además, la intervención del Estado
(Estado de clase) se hace para reactivar la economía capitalista;
es decir, el Estado debe satisfacer dos funciones básicas: acumulación y
legitimación, y el gasto estatal atiende a esas funciones. Por lo que el
reformismo se revela como una forma de gestionar el interés dominante, y de encubrirlo.
Pero hay más. Tal modelo que combina ruptura y
continuidad respecto del neoliberalismo (incluso más continuidad que ruptura),
expresa la hegemonía del capital monopólico (en especial, transnacional) bajo
las nuevas condiciones. Y es implementado por un régimen “bonapartista
sui-géneris” precisamente por carecer de proyecto nacional, que nace como
solución de compromiso al interior del capital monopólico y de control social
sobre los sectores populares, que aparenta erigirse por sobre las contradicciones
para arbitrar, y termina enredado en ellas”. Es decir, tal modelo sintetiza la
renuncia a construir el capitalismo nacional (ni siquiera eso), siendo portador
del interés del capital monopolista transnacional. Por lo tanto, la diferencia
fundamental entre el gobierno “Nacionalista-Revolucionario” del Gral. Rodríguez
Lara de inicios de los 70 (primer boom petrolero) y el actual, es que aquél si
tuvo un proyecto nacionalista, concretado especialmente en la defensa de las
200 millas de mar territorial (hoy enterrada con la firma de la Convemar) y en
la recuperación de la riqueza petrolera en contra del interés imperialista
(nacionalizó el petróleo, creó una industria petrolera ecuatoriana, levantó la
empresa estatal, entre otros logros), aunque sin prever los impactos. En
contraste, el gobierno actual expresa la hegemonía (reconstruida) del capital
transnacional (chino, en especial) en asociación (subordinante) con el capital
monopólico interno y con la fracción emergente que hace su acumulación originaria
desde el poder del Estado. Es decir, de afirmación nacional anti-imperialista,
solo la retórica.
Pero además, la modernización capitalista, que pone un
nuevo bloque de clases en el poder y que posibilita la acumulación originaria
de la fracción emergente, requiere de la contraparte autoritaria que lo
viabilice. Es que el ejercicio de hegemonía es siempre una combinación de
consenso y de coerción, ésta última acentuada en un régimen bonapartista. Y el
gobierno actual así lo entendió desde el principio, desde Dayuma. Ha
criminalizado la protesta social, ha enjuiciado por “sabotaje” y “terrorismo” a
más de 200 dirigentes sociales, se ha cebado con colegiales por manifestarse
(hasta encauzarles penalmente), además del manejo de la “seguridad” y la
vigilancia, el proyecto “Libertador” que, como la legislación post-11/9, se
planteó espiar a los ciudadanos, etc. El gobierno pretende disciplinar a la
sociedad para imponer su modelo con la pedagogía del miedo y la represión, en
defensa del interés del capital. Hoy se reprime a los manifestantes contrarios
al abandono de la Iniciativa Yasuní-ITT, se amenaza a los colegiales que se
atrevan a expresarse con excluirles de su establecimiento educativo en un claro
atentado contra sus derechos humanos, se ponen cortapisas a los reportajes
sobre el parque (permisos, garantías, controles,…), se agrede y se miente sobre
un cantautor irreverente,… Además del aluvión propagandístico.
El modelo económico cuyo dinamizador fundamental es el
gasto estatal (en una estructura no modificada y en un Estado capitalista) es
insostenible a largo plazo. Pese al gigantesco ingreso petrolero que ha batido
récords históricos, bonos y gasto no son sostenibles. Al igual que el reparto
para todos (con las asimetrías propias de una sociedad de clase), el empleo que
se deriva, los bonos y subsidios, etc. La mediatización de las reivindicaciones
populares, que se ha movido entre la concesión y la propaganda, tampoco puede
ser indefinida. Finalmente, el modelo (y el gobierno) está topando sus límites.
Indudablemente, el gobierno se vio obligado a tomar la
decisión de explotar el crudo (de una de las últimas regiones no invadidas) por
el hambre voraz de recursos que padece. El gasto incontrolado, base de su
gestión económica y de su reproducción política, imprescindible para sostener
la acumulación de capital y los mecanismos clientelares, exige más y más
financiamiento. Para defender su decisión, el gobierno y sus portavoces dicen
que se hace por el “interés nacional”, para atacar la pobreza y para solventar
el cambio de la matriz productiva. Sobre lo primero, ya sabemos a qué
atenernos. En cuanto a lo segundo, es la confesión de que en seis años poco o
nada han avanzado, como el mismo presidente reconoce. Que, al mantenerse
intocada la estructura, la política económica solo podía redundar en ampliar la
concentración de la riqueza y en sostener el carácter primario exportador.
Pero la necesidad de recursos para sostener el gasto
no solo se ha cobrado la Iniciativa Yasuní-ITT, está obligando al gobierno a
plantearse otras medidas. Desde el recorte de gasto burocrático (almuerzos,
viáticos y demás), ampliar el acceso a los dineros del IESS, atacar conquistas
laborales, hasta focalizar el subsidio a la gasolina o eliminar el del gas a
cambio de cocinas de inducción. Es más, el petróleo del Yasuní puede servir
para garantizar nuevos préstamos chinos.
Con la misma facilidad con que se impulsó la
Iniciativa, hoy se defiende lo inverso. La propaganda hace una voltereta
imposible, se niega lo que antes fueron los argumentos centrales para sostener
la Iniciativa: los pueblos en aislamiento voluntario no existen en la zona, se
les desaparece para justificar la explotación; los impactos medioambientales
estarán bajo control, es más, gracias al petróleo se podrá preservar mejor la
biodiversidad. Lo que antes no era bueno, ahora es lo deseable. No solo eso. De
pronto hoy es imprescindible el petróleo del Yasuní, es lo que faltaba para
progresar, para construir las carreteras, las escuelas, los hospitales, que nos
faltan. La propaganda elabora la realidad a conveniencia. Se ofrece fondos para
los municipios, las prefecturas, las parroquias, como si el dinero estuviera a
la mano o viniera de golpe. O se amenaza con el apocalipsis si no se explota el
petróleo… La clase dominante suele levantar el discurso del “interés nacional”
para arropar los intereses propios.
6) Una perspectiva desmitificadora
“O revolución socialista o caricatura de
revolución” (Ernesto Che Guevara)
El socialismo del siglo XXI devino en el capitalismo
dependiente en el contexto de la globalización y la crisis internacional del
capital. Es decir, el gobierno actual solo es el proceso de reconstrucción
hegemónica, por lo que no implica ningún cambio estructural. No hay revolución,
ni siquiera “ciudadana”. Entonces, la explotación del petróleo del Yasuní es la
continuación de la lógica gubernamental. Es la consecuencia de los mitos y
premisas de esta “revolución” sin revolución, o como decía el Che, de esta
“caricatura de revolución”.
La noción del “buen vivir” o sumak kawsay plantea otra
manera de entender el mundo y las relaciones, otro modo de vida, otra civilización.
Trasciende el “bienestar” neoclásico individualista al cual trata de reducirlo
el discurso oficial. Va más allá del desarrollismo economicista. Plantea otra
episteme, incomprensible para la tecno-burocracia atrapada en los límites de su
conciencia cosificada, en el mundo de la pseudo-concreción. Reivindica la
primacía de la lógica de la vida (de las personas y la naturaleza) por sobre la
lógica de la muerte (de la ganancia y las cosas, del capital).
El gobierno nos convoca a profundizar un modelo
neo-desarrollista, reprimarizador (extractivista), bajo la hegemonía del
capital monopólico (en especial transnacional) indiscutida tras seis años
en el poder, con continuidades neoliberales y con cambios apenas
institucionales que lo han hecho factible. Es decir, a más de lo mismo. Además
afectar el paraíso mega-diverso y poner en riesgo a los pueblos en aislamiento
voluntario, ¿para qué? ¿Para reafirmar nuestra situación primario exportadora y
periférica, de un capitalismo dependiente? ¿A esos altísimos costos? En estas
condiciones, es preferible que el petróleo se quede bajo tierra.
Incluso más allá de lo dicho hasta aquí, todo el
sacrificio (humano, medioambiental) y los riesgos que implica la explotación
petrolera en el Yasuní, ¿para qué? ¿Para que gane el capital monopólico (en
especial transnacional) como ha sido la experiencia histórica (en forma directa
o indirecta)? ¿Para que en parte sea trofeo de saqueo o premio a la corrupción
(como tantas veces ha pasado)? ¿Para que sea útil a la reproducción política y
se lo malbarate en el clientelismo? ¿Para favorecer al capital chino? En estas
condiciones, es preferible que el petróleo se quede bajo tierra.
En una sociedad capitalista, donde no se ha producido
un cambio estructural, donde la dominación de clase no ha sido afectada de
manera fundamental, como es el caso de la sociedad ecuatoriana actual, la
lógica de la ganancia rige la vida (económica, política, social, cultural,
medioambiental,…) de tal sociedad. La explotación petrolera en el Yasuní no puede
ser la excepción. Frente a la voracidad del capital es preferible que el crudo
se quede bajo tierra. Pero no para que otros sectores (del capitalismo “verde”)
aprovechen para mercantilizar la naturaleza o los pueblos. Sino para darnos la
oportunidad de construir un paradigma alternativo, para en un proceso de
transformación estructural dar viabilidad a otro tipo de sociedad.
La decisión de explotar el petróleo del Yasuní debe
ser tomada por el pueblo ecuatoriano en su conjunto, pese a los consabidos riesgos
de demagogia, de utilización de las necesidades postergadas y de abuso
propagandístico. Además, la población directamente afectada tiene el derecho a
participar en una consulta previa vinculante sobre la realización (o no) del
proyecto, lo cual rebasa la legalidad existente. Si tras todos los procesos
democráticos requeridos se decidiera la explotación, debería hacerse por la
empresa estatal bajo control social independiente (sobre la empresa y sobre el
proceso) con la participación de las organizaciones populares y de los
trabajadores, del pueblo en su conjunto actuando organizadamente, esto es,
ejerciendo su auto-gobierno. Pero por supuesto, para garantizar que tal
perspectiva sea efectiva en todo sentido se requiere una transformación
realmente revolucionaria que supere las necesidades del capital.
09/2013
Andrés Rosero E. es economista, profesor
de la Escuela Politécnica Nacional de Quito.
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