Martes 25 de marzo de
2014, por Mar
Cristina Fernández | Ecoavant
La periodista Esther Vivas denuncia
que “la búsqueda del lucro a toda costa de unas pocas multinacionales explica
que el sistema produzca más alimentos que nunca y, a pesar de ello, genere
hambre”. Afirma que “las crisis económica y ecológica están íntimamente
ligadas” y considera que el capitalismo “se viste de verde” para hacernos creer
que la tecnología resolverá el calentamiento global. En su opinión, cambiar de
modelo no es una utopía, pero depende de un esfuerzo colectivo: “Si solo no
puedes, con amigos, sí”.
¿Quién decide qué comemos?
Unas pocas multinacionales que controlan cada tramo de
la cadena agroalimentaria: desde las semillas, pasando por la transformación de
los alimentos, hasta su distribución y comercialización. A partir de la llamada
revolución verde, a lo largo de los años 50 y 60, vimos cómo se llevaron a cabo
unas políticas llamadas de ‘modernización de la agricultura’ que sirvieron para
dejarla en manos de estas empresas y hacer que el campesinado dependiera de
ellas, con el argumento de que así se producirían más alimentos. De este modo,
le quitaron al agricultor la capacidad para poder decidir qué cultivaba y
controlar su producción, y se cedió la misma a las empresas.
Las semillas se han convertido en un negocio en manos
de compañías como Monsanto, DuPont, Sygenta o Pioneer. Y, en el caso de los
supermercados, es todavía más evidente. En el Estado español, siete empresas
controlan el 75% de la distribución: determinan qué compramos, qué comemos y
qué precio pagamos por lo que consumimos. Y tienen esta influencia tan grande
sobre nosotros como consumidores, pero también sobre los campesinos, que para
conectar con nosotros tienen que pasar cada vez más por los canales de la gran
distribución, con todos los condicionantes que les imponen. ¿Qué siete empresas
controlan el 75% de la distribución? Carrefour, Mercadona, Eroski, Alcampo, El
Corte Inglés y las dos principales centrales de compra, que aglutinan a otras
cadenas: Euromadi e IFA.
Frente a ello emerge el concepto de
soberanía alimentaria. ¿Qué es lo que reclama?
Implica un planteamiento totalmente antagónico al
dominante. Reivindica el derecho de los pueblos, de la gente, de las
comunidades, a decidir sobre aquello que se produce y que comemos. La demanda
surge precisamente para hacer frente al control de unas pocas multinacionales
que anteponen sus intereses particulares a las necesidades de la población. La
búsqueda del lucro a toda costa de las mismas es la que explica que hoy el
sistema produzca más alimentos que nunca en la historia y que, a pesar de ello,
genere hambre; que nos acabemos alimentando de productos que vienen desde la
otra punta del mundo; que se pierda diversidad agrícola y que desaparezca el
campesinado…
¿Cuál es la alimentación del futuro que
impulsan las grandes multinacionales que controlan el sector?
Buscan una alimentación más uniforme. Es decir, que
comamos lo mismo en todo el mundo. La propia FAO reconoce que cada vez se
producen menos variedades de fruta y verdura: en concreto, durante los últimos
100 años ha desaparecido el 75% de estos alimentos. Lo vemos claramente a la
hora de comprar en el supermercado, donde existe una gran diversidad de
alimentos para escoger, pero hay las mismas marcas en un establecimiento y en
otro. Esta uniformidad también tiene un impacto sobre nuestra salud porque, si
nuestra alimentación depende de unas pocas variedades agrícolas y ganaderas,
¿qué pasaría si a éstas las afectase una plaga o una enfermedad? En España, por
ejemplo, el 98% de las vacas lecheras son de una misma raza, la frisona, que es
la que se demostró más productiva. Es la lógica del modelo: promover las
variedades que se adaptan mejor, los alimentos que puedan resistir un viaje de
miles de kilómetros y llegar a nuestra casa en perfecto estado…
Y los transgénicos…
Hay una apuesta clara de la industria por los mismos,
y por un modelo agrícola adicto a los fitosanitarios y a los pesticidas
químicos que tiene un impacto muy negativo sobre el medio ambiente, además de
plantear claros interrogantes sobre su efecto en nuestra salud. Hay informes
como el del doctor Gilles-Éric Séralini que han demostrado en ratas de
laboratorio el impacto de los transgénicos en la generación de tumores
cancerígenos y, por tanto, creo que hay suficientes elementos encima de la mesa
para que prime el principio de precaución, que de hecho es el que se aplica en
la mayor parte de países de la Unión Europea donde los transgénicos están
prohibidos. No aquí en el Estado español, pues es el único país de la UE que
cultiva maíz transgénico a gran escala, el MON810 de Monsanto, principalmente
en Cataluña y Aragón. El problema es que consumimos transgénicos de manera
indirecta a través de la carne y derivados porque todo el pienso que alimenta a
los animales es transgénico.
¿Qué alternativas hay al modelo
dominante?
Vivimos en una sociedad donde tendemos a menospreciar
lo que consumimos, en la que no se valora la alimentación y en la que se
promueve lo bueno, bonito, barato y rápido. Por tanto, en primer lugar,
tendríamos que preguntarnos qué hay detrás de lo que comemos, revalorizar la
alimentación y a quienes producen los alimentos, a los campesinos, que en
general han sido estigmatizados como ignorantes para justificar que se dejen
las decisiones en manos de unas empresas que acaban haciendo negocio con
nuestro derecho a alimentarnos. Tras tomar conciencia, debemos preguntarnos,
ser críticos e intentar ver más allá del discurso hegemónico que nos dice que
esta agricultura es la mejor, que los transgénicos son la solución al hambre en
el mundo. Y si consideramos que hace falta alimentarnos de otra manera, hay que
pasar a la acción, y esto implica apostar por un consumo de alimentos de
proximidad, de temporada, ecológicos, formar parte de iniciativas colectivas
que promueven estas prácticas, como grupos y cooperativas de consumo, e ir a
comprar directamente a los agricultores.
¿Está el consumidor preparado para el
cambio? y ¿se ha iniciado ya?
Los horarios laborales son a menudo incompatibles con
la vida personal y familiar y hacen difícil dedicar tiempo a cocinar, a
alimentarnos bien. Pero, en definitiva, también es una cuestión de prioridades.
Muchas veces se critica la agricultura ecológica por ser cara cuando en
realidad todo depende del lugar en el que compres los alimentos, porque en un
grupo o cooperativa de consumo no son tan caros. Y, en cambio, no tenemos en
cuenta este argumento cuando tenemos que renovar el vestuario o comprar un nuevo
gadget tecnológico. Creo que, poco a poco, las cosas están empezando a cambiar,
aunque hay que pasar de este interés individual por comer sano a otro más
colectivo y político.
¿Qué papel tiene la crisis ecológica y
climática en los movimientos sociales actuales?
El movimiento social más importante de los últimos
años, y que ha significado un punto de inflexión en el contexto político y
social actual de crisis, fue el del 15-M, que emergió el 15 de mayo de 2011 con
la ocupación de varias plazas por todo el Estado y que nos devolvió la
confianza en el nosotros, en que la acción colectiva puede cambiar las cosas. Y
que integró algunos elementos de crítica al insostenible modelo de producción
actual.
Pero es cierto que, hoy, la agenda ecológica y
medioambiental prácticamente no tiene presencia en buena parte de los
movimientos sociales más importantes de nuestro entorno. Esto se debe a la
ofensiva de recortes contra nuestros derechos más elementales. La crisis
económica y social es tan profunda que se acaba priorizando la cobertura de una
serie de necesidades básicas como no perder el trabajo, no perder la vivienda,
que no recorten la sanidad y la educación. Los temas más generales, como los
medioambientales, no se perciben como inmediatos y parece que quedan muy, muy lejos
cuando, en realidad, la crisis climática es el elemento diferencial de esta
crisis múltiple del sistema capitalista con relación a otras anteriores. Porque
es justamente la que pone de manifiesto que, o cambiamos el modelo de
producción, distribución y consumo, o las perspectivas de futuro son muy
negativas. El cambio climático pone claramente en jaque la cotinuidad de vida,
tal y como la conocemos hoy, en el planeta.
¿Ayuda la economía verde a aplacar la
movilización?
Ante la crisis ecológica y climática hay una ofensiva
por parte del capital y de las grandes multinacionales para abordar el problema
desde un punto de vista tecnológico, y se dan soluciones técnicas a un problema
que en definitiva es político. El capital acaba mercantilizando las emisiones
de gases de efecto invernadero a través de los mercados de carbono, nos dice
que hace falta producir petróleo verde y, por tanto, apostar por los agro o
biocombustibles… El capitalismo se viste de verde y nos quiere hacer creer que
la tecnología nos permitirá evitar este precipicio al que nos abocamos, cuando
en realidad es todo lo contrario.
¿Qué podemos hacer para no caer en él?
En primer lugar, sería importante que los movimientos
sociales incorporasen a su agenda los temas que tienen que ver con la crisis
ecológica y alimentaria. Y, más allá de esto, hacen falta cambios políticos. En
general, el discurso de las instituciones hace caer la responsabilidad sobre el
consumo, el reciclaje, en el individuo. Así, lo vemos campaña tras campaña en
los medios de comunicación, cuando el problema es de modelo. No tiene sentido
que para salir de la crisis lo que se haga es subvencionar la industria del
automóvil cuando eso generará más impacto medioambiental: habría que apostar
por el transporte público. Pero vemos como en un contexto de crisis económica
se apuesta por la industria automobilística mientras se encarece de una manera
cada vez más aberrante el precio del transporte colectivo. Todo esto nos
muestra como crisis económica y ecológica están íntimamente ligadas y que
aquellos que están en las instituciones básicamente buscan hacer negocio
beneficiando al sector privado.
Muchos tachan sus ideales de utópicos…
Muchas veces, a todos aquellos que quieren cambiar las
cosas les llaman utópicos, pero tal vez es más utópico pensar que los que nos
han conducido a esta crisis nos sacarán de la misma, que la banca que nos ha
llevado a esta situación de bancarrota colectiva renunciará a sus privilegios
para sacarnos de ella. Los que hacen negocio con este empobrecimiento generalizado
no renunciarán a una serie de políticas económicas y sociales que les están
proporcionando grandes beneficios.
¿Es optimista respecto al futuro?
Sí, y creo que hace falta serlo. Y ser optimista no
quiere decir ser naíf. Hace falta analizar la crisis: quién sale ganando, quién
sale perdiendo y, a partir de aquí, ver qué podemos hacer. Es necesario que nos
organicemos, plantear alternativas desde la base y proponer, también,
alternativas políticas para desafiar a aquellos que desde hace muchos años
utilizan la política como una profesión en función de sus intereses. Hay que
ser optimista porque la resignación, la apatía y el miedo es justamente lo que
busca el sistema… Es imprescindible la confianza en el nosotros, no
resignarnos, perder el miedo y, sobre todo, actuar colectivamente. Cada uno,
por nuestra cuenta, no podremos cambiar nada pero, como se decía en el programa
de televisión La Bola de Cristal, “si solo no puedes, con amigos, sí”. Es
justamente uno de los leitmotiv que deberíamos tener presente en esta crisis.
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Esther Vivas (Sabadell, 1975). Periodista e
investigadora de movimientos sociales, políticas agrícolas y de alimentación.
Defiende posiciones alternativas que abogan por la soberanía alimentaria y el
consumo crítico. Es autora de varios libros sobre estas temáticas, algunos de
ellos traducidos al francés, portugués, italiano y alemán, como Sin Miedo
(escrito junto a Teresa Forcades), Planeta indignado. Ocupando el futuro
(coatura junto a Josep Maria Antentas) y Supermercados, no gracias. Grandes
cadenas de distribución: impactos y alternativas.
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